Muy Historia

LA EXPLOSIÓN DEL CADÁVER DE PÍO XII

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Pío XII, nacido como Eugenio Maria Giuseppe Giovanni Pacelli, fue un pontífice fuera de lo normal en muchos sentidos. Espigado, de gafillas redondas y pelo escaso, el papa que lideró a la Iglesia durante la Segunda Guerra Mundial se hizo famoso por dos cosas: padecer un hipo crónico ocasionado por complicaci­ones en el esófago y sentir una aversión enfermiza a que su cuerpo fuese abierto de par en par por un bisturí después de morir. Como es normal, la última fue la que más le obsesionó en el ocaso de su vida. Cuando vio cerca la guadaña de la Parca, el hombre más poderoso de la cristianda­d afirmó que no quería ser embalsamad­o. Su excusa: descansar como Dios le había creado. Un problema para el protocolo del Vaticano. La solución llegó de la mano de su médico personal, Riccardo Galeazzi Lisi. El 9 de octubre de 1958, tras la muerte de Pío XII, el galeno afirmó que conocía un nuevo método para preservar el cadáver inventado por un especialis­ta llamado Oreste Nuzzi; uno que no requería extraer los órganos. Sus palabras fueron recogidas por los medios de comunicaci­ón de medio mundo. Esgrimió que podría hacer que se mantuviera «en un estado natural de frescura y blandura indefinida» a través de una serie de efluvios que entraban «por ósmosis» en el fallecido. «Mientras que el proceso de embalsamam­iento empleado por los antiguos egipcios petrificab­a los cuerpos, el nuestro no», repitió. Al final, los altos cargos del Vaticano aceptaron.

El resultado fue un desastre y una humillació­n póstuma para Pío XII. Casi de inmediato, el cadáver se ennegreció y comenzó a despedir un hedor que turbó sobremaner­a a los presentes. Hasta tal punto, que envolviero­n el féretro en el que se trasladó el cuerpo en celofán. Lo peor fue que, cuando la comitiva se hallaba en las cercanías del Vaticano, el cóctel que formaban los gases acumulados en el ataúd y el calor que reinaba por entonces en la ciudad provocó una pequeña explosión en el interior del ataúd. Al llegar a la basílica, los dos médicos tuvieron que reconstrui­r el cadáver y adecentarl­o de nuevo para que pudiera ser expuesto. Un desastre absoluto.

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