LA CREACIÓN DE UN AUTÉNTICO LÍDER A MEDIDA
Tanto Alfred Rosenberg como Dietrich Eckart parece que pertenecían a la Sociedad Thule, un grupo semisecreto y esotérico que estaba detrás de algunos de los crímenes políticos y raciales de Entreguerras, como el asesinato del ministro de Exteriores de la República de Weimar, Walter Rathenau, el 24 de junio de 1922. Estos feroces antisemitas fueron los instigadores de la muerte de destacados judíos que se erigirían en los primeros mártires de la gran tragedia que estaba por llegar. En dicho terreno, Hitler, que ya no era el personaje solitario e incomprendido de antes de la Gran Guerra, comenzó a pisar con pies de plomo. Además de un buen discurso, una furia envenenada en su verborrea, carisma y determinación, hacía falta algo más, y por ello Hitler aparecería ante el pueblo alemán como un verdadero mesías, un líder germánico redivivo que llevaría de nuevo la gloria perdida a la nación. Con una biografía salpicada de mediocridad que sin duda estaba muy alejada de otros grandes personajes de la historia y altos mandos militares o políticos, el régimen nazi y el propio Hitler harían una reelaboración meditada, una crónica selectiva de su propia vida que, en palabras del prestigioso historiador británico Michael Burleigh, se componía «de una serie de despertares dramáticos», como el que experimentó Pablo de Tarso camino de Damasco. Unas «visiones» que lo convertían —o así quería creerlo él— en un iluminado; según llegó a escribir: «Vi de pronto Viena a una luz diferente a la de antes. A donde quiera que iba, empecé a ver judíos, y cuantos más veía, con mayor nitidez se hacían diferentes mis ojos al resto de la humanidad». En tiempos de la Gran Guerra, mientras el otrora cabo austriaco se encargaba de transmitir mensajes en primera línea del frente, corriendo un gran riesgo y demostrando no poca temeridad, sus compañeros señalan que creía sentirse predestinado, que afirmaba tener un plan por cumplir y que no podía ser herido si no lo quería la providencia. El citado Burleigh señala en este sentido que «había pasajes en que su obsesión por la enfermedad y la muerte —con gusanos, sabandijas y vampiros— asumía proporciones apocalípticas, con una potencialidad correspondiente de sus propios delirios mesiánicos».
Cuando Hitler supo aquello, quedó ciego de nuevo a causa del shock y durante ese periodo de convalecencia sufrió una especie de transformación mística; él mismo diría que, al quitarse la venda que cubría sus ojos, descubrió que debía frenar a los «enemigos de Alemania». Su objetivo era salvar el Imperio (lo que entonces conformaba el Imperio austrohúngaro). En Mein Kampf escribiría más tarde: «Creció en mí el odio hacia los responsables del acontecimiento (…). ¡Miserables, degenerados criminales! Supe entonces cuál era mi destino: decidí entrar en política».