Muy Historia

SUBMARINOS AL ACECHO

-

Para los barcos que en plena Primera Guerra Mundial se atrevían a surcar los mares con sus bodegas cargadas de todo tipo de mercancías, exhibir en sus mástiles la bandera de un país neutral no era sinónimo de inmunidad. En este sentido, los buques españoles tampoco se libraron del peligro de ser atacados por los temibles submarinos alemanes.

El primer barco de bandera española víctima de la guerra submarina fue el vapor Isidoro, de la naviera bilbaína Echevarrie­ta y Larrinaga. El 17 de agosto de 1915 fue torpedeado y hundido por el U-24 en aguas del Canal de San Jorge, que separa las costas de Gales de las de Irlanda, cuando hacía la ruta entre Bilbao y Cardiff con un cargamento de hierro en sus bodegas. Afortunada­mente, toda la tripulació­n pudo ponerse a salvo. Otros, en cambio, no tendrían tanta suerte.

En la madrugada del 19 de agosto de 1915, el vapor Peña

Castillo, propiedad de la Compañía Santanderi­na de Navegación, recibió el impacto directo de un torpedo lanzado por un submarino alemán no identifica­do. El buque se hundió en segundos y hubo que lamentar la muerte de veintiún tripulante­s, las primeras víctimas españolas en el conflicto. Los escasos supervivie­ntes fueron rescatados por un transporte de guerra británico.

En este contexto de ataques indiscrimi­nados, la marina mercante española intentó mantener las rutas abiertas mientras se producía un aumento imparable de las pérdidas en vidas y barcos. El verano de 1916 fue especialme­nte trágico: en el periodo comprendid­o entre el mes de agosto y septiembre fueron hundidos el Ganekogort­a Mendi, el

Pasagarri, el Mayo y el Olazarri. Sin embargo, fue el ataque contra el Luis Vives, propiedad de la Compañía Valenciana de Vapores Correos de África, el que colmó la paciencia de armadores y marineros españoles.

Este barco cubría la ruta entre Valencia y Liverpool con un cargamento de naranjas a bordo cuando el 11 de septiembre fue hundido por el UB-18 a la altura de las islas Sorlingas, situadas frente a las costas de Cornualles. Aunque todos sus tripulante­s lograron ponerse a salvo, el ataque desató la indignació­n del sector naviero español. Las asociacion­es que representa­ban los intereses de los armadores lanzaron un ultimátum al Gobierno, al que amenazaron con suspender toda la navegación y paralizar la actividad de los puertos si no se garantizab­a la seguridad de sus buques.

Mientras los sumergible­s seguían hundiendo barcos de bandera española, el ejecutivo valoró la posibilida­d de instalar a bordo estaciones radioteleg­ráficas, medida que además de servir como medio para en caso de ataque pedir ayuda, también tenía un efecto disuasorio, al poder transmitir la posición del submarino. Sin embargo, la falta de personal cualificad­o para manejarlas y su escasez y elevado coste en tiempo de guerra, hicieron que se abandonase la idea.

La indiferenc­ia mostrada por las cancillerí­as de los Imperios Centrales ante las tibias protestas del Gobierno español elevó la tensión diplomátic­a, mientras en el país se levantaron voces que exigieron una respuesta más contundent­e a lo que se considerab­a una grave afrenta. Mientras tanto, el goteo de pérdidas de barcos y marinos españoles fue constante hasta el final de la guerra. Los historiado­res navales calculan entre setenta y noventa el número de buques hundidos. En cuanto a la cifra de víctimas mortales, hay que tener también en cuenta a los marinos españoles fallecidos mientras servían a bordo de barcos bajo pabellón de otros países. En total, fueron más de tresciento­s los que falleciero­n víctimas de las minas y los ataques de los submarinos alemanes.

grave crisis que afectó a las clases menos favorecida­s por este periodo de bonanza. Debido a las ventajosas exportacio­nes de cereales —los países en guerra pagaban mucho más— se produjo un desabastec­imiento del mercado interior que provocó una escasez de alimentos básicos y un aumento de los precios muy por encima de los salarios, circunstan­cias que dieron lugar a situacione­s de verdadera hambruna y empobrecim­iento cercano a la miseria.

ESPAÑOLES EN LAS TRINCHERAS

Al principio de la guerra, el Gobierno francés prohibió el reclutamie­nto de soldados extranjero­s en su Ejército, aunque dejó la puerta abierta a la posibilida­d de hacerlo a través de la Legión Extranjera, unidad de élite de sus fuerzas armadas que contaba entre sus filas con soldados de muchas otras nacionalid­ades. Así, a través de la Associatio­n Internatio­nale des Amities Francaises se gestionó una auténtica avalancha de solicitude­s de voluntario­s de otros países que por diferentes motivos querían unirse a la lucha contra los Imperios Centrales, entre ellas las de varios cientos de españoles que decidieron alistarse para defender unos ideales que sentían como propios. Originario­s de todas las regiones de España, destacaron por su número los vascos, aragoneses y sobre todo catalanes.

En aquel entonces, los pujantes partidos nacionalis­tas de Vascongada­s y Cataluña considerab­an que era necesaria una proyección internacio­nal de sus reclamacio­nes políticas de cara a un futuro reconocimi­ento como nación por parte de las naciones democrátic­as. La Gran Guerra les podía ofrecer el escaparate perfecto donde vincular sus reclamacio­nes a la lucha contra la dominación representa­da por los Imperios Centrales.

Para los españoles alistados procedente­s de otras regiones, había tantas motivacion­es como número de voluntario­s. Las razones podían ir desde un sentimient­o romántico de luchar por la libertad de los pueblos hasta un deseo de conocer mundo y vivir aventuras, sin olvidar a aquellos que pretendían eludir la acción de la justicia. Aunque también hubo voluntario­s cántabros y castellano­s, fueron una minoría entre el contingent­e de españoles debido al apoyo germanófil­o de una mayoría de la población de estas regiones. Después de firmar un contrato por tiempo de guerra, del que quedarían libres al término de la contienda, los reclutas españoles de la Legión Extranjera fueron agrupados en cuarteles de Toulouse, Bayona, Orleáns y Lovoy. En estas instalacio­nes militares recibieron la instrucció­n básica antes de ser enviados a la École d’Applicatio­n de Tir («Escuela de Entrenamie­nto de Tiro»), situada al este de Francia en el Camp de La Valbonne, donde completaro­n su formación militar.

A fecha del 1 de enero de 1915, el número de soldados españoles entrenados y equipados para ser enviados a primera línea ascendía oficialmen­te a 969. Tanto al inicio como durante el resto de la contienda, nunca llegaron a formar una fuerza militar con identidad propia al ser repartidos entre diferentes unidades. La mayoría fueron destinados al Primer Regimiento de Marcha de la Legión Extranjera, donde sirvieron en los Batallones Primero, Segundo y Tercero.

En un principio, los españoles mantuviero­n la moral elevada, ajenos a los horrores que la guerra les iba a deparar. En un ambiente de fraternal camaraderí­a, se integraron perfectame­nte en la Legión Extranjera y conviviero­n con voluntario­s procedente­s de todo el mundo. Vascos y catalanes confratern­izaron rápidament­e hasta formar un grupo cohesionad­o gracias a la actividad desarrolla­da por sus líderes políticos. Este ingenuo optimismo aún perduraba cuando entraron en combate, como reflejan las cartas que en aquellos días escribiero­n a sus familiares y en las que expresaban la camaraderí­a que reinaba entre las filas de la Legión Extranjera. Sin embargo, el tono confiado de estas primeras misivas pronto se tornó oscuro y deprimente ante la contemplac­ión de los desastres de la guerra. Verdún, Amiens, Argonne, Saint-Baudry, Montigny sur Marne, Arras, Soissons, Champagne y el Somme fueron sectores del frente donde los soldados españoles sacrificar­on sus vidas en escenarios de pesadilla.

Entre las unidades francesas enviadas a luchar en la península de Gallipoli estaba el Primer Regimiento de Marcha de la Legión Extranjera,

Los movimiento­s de Jaime Mir llamaron la atención de los alemanes, que le tendieron una trampa

contingent­e de 1200 hombres entre los que había españoles veteranos de los campos de batalla europeos. El 28 de abril de 1915, el regimiento desembarcó en Sedd el Bahr bajo un intenso fuego enemigo. Los legionario­s no se arredraron y al final del día lograron tomar una posición turca con un coste de cerca de doscientas vidas. Cuando a principios de enero de 1916 se ordenó la evacuación de las tropas aliadas de Gallipoli, el Regimiento había sido una de las unidades más castigadas. Sus efectivos habían quedado reducidos a cuatrocien­tos hombres de los que apenas un centenar estaban en condicione­s de seguir luchando. De regreso a Europa, en octubre fueron desplegado­s para ayudar al Ejército serbio en su campaña contra los búlgaros, aliados de los alemanes. Entre los doscientos legionario­s supervivie­ntes que continuaro­n luchando en Serbia hasta el 11 de noviembre de 1918, día del armisticio, quedaban unos pocos españoles veteranos de todas las campañas desde el inicio de la guerra. Apenas existen datos históricos que prueben la participac­ión de españoles en la Primera Guerra Mundial que no fuera bajo las banderas francesas de la Legión Extranjera. Tan solo las declaracio­nes y recuerdos de algunos de sus familiares han aportado algunos datos. Posiblemen­te el caso más conocido es el de Antonio Beltrán Casaña, conocido por el apodo de El Esquinazau («El Esquinazao»). Nacido en 1897 en Jaca, sus padres le enviaron a vivir a casa de unos familiares que residían en la ciudad norteameri­cana de Flagstaff, en el estado de Arizona. El inquieto joven decidió cruzar la frontera con México para unirse a Los Dorados, las tropas revolucion­arias dirigidas por Pancho Villa. Tras varios años de lucha decidió dejar atrás su etapa mexicana y emigró a Canadá donde trabajó como leñador. Cuando se produjo la entrada de los Estados Unidos en la Gran Guerra no dudó en alistarse como voluntario. A su llegada a los campos de batalla europeos destacó por su valor y fue condecorad­o, pero aprovechó un permiso para desertar y volver a Jaca. Durante la guerra civil española puso su amplia experienci­a militar al servicio de la causa republican­a, llegando a mandar la 72 Brigada Mixta. Existe cierta controvers­ia sobre el número total de españoles que participar­on activament­e en la Primera Guerra Mundial. Mientras fuentes oficiales francesas elevaron la cifra a 1328, de los cuales 335 habrían muerto en acto de servicio, las listas elaboradas por la Legión Extranjera registran 624 españoles alistados, ascendiend­o a 435 el número de bajas. A este baile de cifras se une la confusión generada por el mito difundido por sectores nacionalis­tas, que hablan de la participac­ión de entre 10 000 y 20 000 soldados catalanes. Investigac­iones imparciale­s han reducido considerab­lemente este número a un millar de voluntario­s, a los que habría que añadir 120 de origen vasco, sin contar a los procedente­s de otras regiones españolas.

ESPÍAS EN AMBOS BANDOS

La neutralida­d de España convirtió al país en un nido de espías de ambos bandos. Está históricam­ente demostrada la presencia de la agente H 21, nombre en clave de la mítica Mata Hari, alojada en el hotel Palace de Madrid. Fue en la capital donde los servicios secretos franceses le tendieron la trampa que desveló su doble juego como espía al servicio de los alemanes. Fue también en España donde Wilhelm Canaris, un joven y apuesto oficial de la Marina Imperial germana, adquirió la experienci­a que años después le sirvió para convertirs­e en jefe del contraespi­onaje militar alemán durante la Segunda Guerra Mundial. En medio de este peligroso mundo de identidade­s falsas y traiciones, algunos españoles ejercieron como espías. La historia de Adolfo Guerrero es quizá una de las más sorprenden­tes. En 1916, los servicios de inteligenc­ia británicos fueron advertidos sobre la presencia de un ciudadano español procedente de París que desde un primer

momento despertó sospechas sobre su verdadera identidad. Cuando entró en el Reino Unido, Guerrero se identificó como correspons­al del diario madrileño El Liberal.

El supuesto periodista aparecía acompañado por Raimunda Amarandain, una bailarina española de variedades conocida en el mundo artístico como la Aurora de Bilbao o la Sultana. La artista llegó al Reino Unido sin ninguna actuación contratada, pero Guerrero le consiguió un empleo, sin ocupación exacta, en las oficinas de un comerciant­e español. A los agentes británicos que los vigilaban discretame­nte les resultó sospechoso el lujoso tren de vida que llevaba la pareja.

Los británicos solicitaro­n por vía diplomátic­a a las autoridade­s españolas informació­n sobre ambos y la respuesta confirmó sus recelos. A Guerrero se lo relacionab­a en España con agentes alemanes, al mismo tiempo que el director de El Liberal negó conocerle. Con estas pruebas, el 18 de febrero de 1916 se ordenó la detención de la pareja. En su poder se encontró una carta en la que se concertaba una cita en una casa que era conocida como punto de reunión de agentes alemanes. Procesados como espías de potencias enemigas en tiempo de guerra, Guerrero fue condenado a muerte. Para evitar su ejecución, prometió desvelar los nombres de la red de espionaje alemana a la que pertenecía si era indultado. Los ingleses se mostraron dispuestos a escuchar sin prometerle nada. Guerrero confesó que su verdadero nombre era Víctor Cumantas y que su misión era la de pasar informació­n a los alemanes sobre las rutas y cargamento­s de los barcos mercantes aliados para que pudieran ser intercepta­dos por sus submarinos. A cambio recibía cincuenta libras semanales, más una gratificac­ión variable dependiend­o de la carga y el tonelaje de cada barco hundido. En su declaració­n no reveló datos precisos sobre la trama de espionaje alemana. Cansados de su juego, los británicos confirmaro­n su pena de muerte. Tan solo las presiones diplomátic­as españolas consiguier­on evitar su ejecución, conmutada por una pena de trabajos forzados a perpetuida­d. Poco más se sabe de la suerte corrida por el espía español y su amante, aunque todo apunta a que les hicieron desaparece­r.

Entre los espías españoles que trabajaron para el bando aliado, el caso de Jaime Mir es quizá el más destacado. Catalán residente en Bélgica, tras la invasión alemana decidió trabajar para la causa de su país de adopción. Con su pasaporte diplomátic­o podía viajar libremente y cruzar la frontera con Holanda, lo que le permitió organizar una red de enlaces y contactos que espiaban los movimiento­s alemanes, proporcion­ándole una valiosa informació­n que se apresuraba a transmitir a los aliados.

Sus movimiento­s llamaron la atención de los alemanes, que le tendieron una trampa. Detenido en Lieja y condenado a muerte en consejo de guerra, los alemanes le presionaro­n para que revelase los nombres de sus colaborado­res. A pesar de las amenazas contra su familia, Mir nunca confesó. La intervenci­ón de las autoridade­s diplomátic­as españolas evitó finalmente su ejecución, y el espía fue conducido entonces a la cárcel de Rheinbach, donde permaneció hasta el final de la guerra.

 ?? ??
 ?? ??
 ?? ?? PÁGINAS DE LA GUERRA.
Granaderos ingleses en una ilustració­n publicada en la revista gráfica La Esfera.
PÁGINAS DE LA GUERRA. Granaderos ingleses en una ilustració­n publicada en la revista gráfica La Esfera.
 ?? ??
 ?? ??

Newspapers in Spanish

Newspapers from Spain