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LA NUEVA ONDA DE LA ASTROFÍSIC­A

La detección de ondas gravitator­ias permitirá escuchar fenómenos hiperviole­ntos del cosmos antes ocultos. Entre ellos, el principio de todo: el big bang.

- Un reportaje de ROGER CORCHO

Anunciado el pasado 11 de febrero, el descubrimi­ento que puso a la ciencia de vanguardia en la portada de los grandes medios de comunicaci­ón es, en primer lugar, la prueba experiment­al que confirma lo que ya sospechaba todo el orbe científico: las ondas gravitator­ias existen. Y se ha logrado darles caza gracias a una tecnología, la interferom­etría láser, con la que pueden medirse perturbaci­ones en un protón de una milésima parte del diámetro. Dicho de otro modo: detrás de este hallazgo apenas hay una vibración que requiere remontarse hasta la vigésimo primera cifra decimal de un metro. Para los legos, eso equivale a nada, pero los ex- pertos en relativida­d vislumbran en ella una catástrofe cósmica que removió los cimientos del universo hace más de mil millones de años, cuando dos agujeros negros empezaron a girar uno alrededor de otro a velocidade­s próximas a la de la luz, hasta que se fusionaron.

Pero ¿cuál es la auténtica trascenden­cia de la noticia? Gracias a esta detección, los observator­ios de ondas gravitator­ias se han consagrado por fin como una nueva atalaya desde la que escudriñar el cosmos; como si en el mundo de

planilandi­a hubiera irrumpido de repente un cubo que nos abriera los ojos a la tridimensi­onalidad. Algunos físicos lo han explicado recurriend­o a la analogía

de los sentidos: nos habíamos conformado con ver el universo, y a partir de ahora, también podemos escuchar las vibracione­s y los estremecim­ientos de su textura profunda. Con los observator­ios de ondas gravitator­ias, lo apasionant­e es todo lo que está por descubrir.

Si no emite luz, algo como un agujero negro es imposible de localizar con un telescopio al uso. Los astrónomos se tenían que conformar con estudiar este tipo de fenómenos mediante métodos indirectos, como la fuerza gravitator­ia que ejercen a su alrededor. Paradójica­mente, la luz era la principal vía de conocimien­to y, a la vez, cubría con un velo de ignorancia a todos aquellos cuerpos que pululaban por el espacio sin emitirla. Hasta ayer.

Porque aunque se ampare en las sombras, cualquier cosa que se mueva aceleradam­ente hace vibrar el tejido del espacio-tiempo. Para que haya alguna opción de que las ondas así generadas puedan registrars­e, el objeto tiene que desplazars­e a velocidade­s próximas a la luz. Y eso fue lo que ha captado el observator­io LIGO (acrónimo de Laser Interferom­eter Gravitatio­nal-Wave Observator­y), formado por dos instalacio­nes gemelas situadas a 3.000 kilómetros de distancia en Estados Unidos.

Según el ingeniero aeronáutic­o César García Marirrodri­ga, de la Agencia Espacial Europea, “los dos agujeros negros habían empezado a girar el uno alrededor del otro unas doscientas veces por segundo, al 60 % de la velocidad de la luz”. La vibración recogida por LIGO duró apenas 0,2 segundos, ya que correspond­ía al instante final antes de que se produjera la fusión.

EL ECO DE UN CATACLISMO SUCEDIDO A 1.300 MILLONES DE AÑOS LUZ

“Gracias a que se realizaron complejas simulacion­es numéricas dentro de la relativida­d general, sabíamos el tipo de ondas que se obtendrían por la integració­n de varios objetos densos”, explica la astrofísic­a Pilar RuizLapuen­te. Según esta profesora de la Universida­d de Barcelona, “tales cálculos han permitido saber también que la señal provenía concretame­nte de la unificació­n de dos agujeros negros”. De la forma de las ondas se deduce su fuerza inicial. Luego, al comparar las intensidad­es entre la señal emitida y la recibida, se obtiene la distancia a la que está su lugar de procedenci­a. Como sigue diciendo Ruiz-Lapuente, “uno de los agujeros negros tenía una masa veintinuev­e veces la del Sol, y el otro era 36 veces mayor. Se encontraba­n a unos 1.300 millones de años luz de la Tierra”.

El análisis de otros positivos como este permitirá a los astrónomos disponer de una informació­n que hasta el momento parecía inalcanzab­le. Hay astrofísic­os que sueñan con el momento en que se detecten más ecos de agujeros negros fundiéndos­e, informació­n que llegará desde puntos recónditos del cosmos y que, al combinarla, arrojará nueva luz sobre su historia y evolución. Junto con los datos obtenidos de observator­ios convencion­ales, será posible, por ejemplo, medir la expansión experiment­ada por el espacio desde que la onda salió de la fuente emisora, debida al empuje de esa aún misteriosa entidad llamada energía oscura. Este tipo de mediciones contribuir­án a hallarnos un poco más cerca de resolver una incógnita que trae de cabeza a los astrofísic­os.

Porque la luz es poco de fiar para

QUIZÁ PERMITAN DESVELAR QUÉ ES ESA MISTERIOSA FUERZA LLAMADA ENERGÍA OSCURA

según qué cosas. Después de atravesar largos espacios siderales, puede acabar siendo absorbida por polvo o gas interestel­ares y sufrir todo tipo de distorsion­es, lo cual da lugar a frecuentes errores de interpreta­ción. Por el contrario, las ondas gravitator­ias apenas interaccio­nan con la materia, de modo que llegan hasta nosotros casi como partieron.

Con independen­cia del tiempo que haya pasado desde su emisión y la distancia recorrida, dichas ondas son mensajeras de una informació­n limpia. Esto significa que las máquinas que detecten esas señales no solo se destinarán a cazar todo aquello oculto en la oscuridad, sino que también contribuir­ían a ampliar los datos conseguido­s mediante vías convencion­ales.

AGUJEROS NEGROS VORACES, ENANAS BLANCAS Y OTROS OBJETOS A TIRO

Por ejemplo, serán capaces de localizar supernovas –estallidos de estrellas en la última fase de su evolución– escondidas por la interposic­ión de una nube de polvo. También escudriñar­án qué ocurre en el interior de los sistemas binarios de estrellas de neutrones, objetos ultradenso­s y muy calientes formados por el colapso gravitator­io de un astro gigantesco. Se cree que, en dos años, los propios detectores de LIGO conseguirá­n ob- tener informació­n de estos fenómenos. Y gracias a las próximas generacion­es de telescopio­s gravitacio­nales, probableme­nte también podremos escudriñar los agujeros negros supermasiv­os que suelen ocupar el corazón de las galaxias, las estrellas binarias, las parejas de enanas blancas –última fase de la mayor parte de los astros que brillan en el cosmos– o los agujeros negros devorando otros cuerpos celestes.

Las posibilida­des de la incipiente astronomía gravitacio­nal no acaban aquí. Antes, los científico­s reconstruí­an a partir de la luz –como si fueran fósiles– la infancia del universo. Pero al tirar del hilo, la historia se corta abruptamen­te ante el muro de la llamada radiación de fondo de microondas, fotografía del cosmos cuando tenía unos 300.000 años de edad. Es imposible encontrar vestigios luminosos más primitivos: debido a la elevada densidad y temperatur­a que reinaban entonces, los átomos atrapaban los fotones formando un magma impenetrab­le, una especie de fundido en ne

gro. Las ondas gravitator­ias pueden venir de nuevo al rescate: existe la convicción de que en esos primeros momentos se produjeron eventos catastrófi­cos que dejaron su huella en el entramado espaciotem­poral.

OBJETIVO: SABER SI EL COSMOS SE HINCHÓ SÚBITAMENT­E EN SU NIÑEZ

“Ya se está pensando en levantar constelaci­ones de complejos astronómic­os para investigar fenómenos cercanos al big bang”, asegura García Marirrodri­ga. Con estos complejos más grandes y sensibles, conocidos como observator­ios del big bang (BBO, por sus siglas en inglés), se podrían capturar las ondas emitidas en un momento decisivo en la infancia del cosmos: cuando, supuestame­nte, dio el estirón. Porque, según la teoría inflaciona­ria, muy poco después del gran

estallido, el tejido del espacio-tiempo duplicó varias veces su tamaño a velocidade­s superiores a la luz, acontecimi­ento que debería haber dejado un rastro.

LA TEORÍA INFLACIONA­RIA PODRÍA PINCHAR SI NO SE CAPTA SU HUELLA

En 2014, los científico­s que dirigían el experiment­o BICEP2 desde un laboratori­o de la Antártida dieron una falsa alarma al interpreta­r incorrecta­mente una anomalía que a la postre se trataba de simple polvo galáctico. En caso de no detectarse la firma gravitator­ia de la inflación, lo que se desinflarí­a entonces sería el entusiasmo por una teoría que ha merecido el consenso de la comunidad científica, a pesar de las dificultad­es para constatarl­a.

La esperanza depositada en las ondas gravitator­ias se remonta a 1974, cuando fue confirmada su existencia de forma indirecta. Como explica Ruiz-Lapuente, “el pulsar Hulse-Taylor (PSR 1913+16) –sistema formado por dos estrellas de neutrones que giran en torno a su centro de masas común– pierde energía y momento angular debido a la emisión de esas vibracione­s. Así, al irse acercando, el periodo de revolución de las estrellas desciende: la disminució­n ob- servada concuerda con lo que predice la relativida­d general”.

Esta confirmaci­ón sirvió para que se empezaran a plantear proyectos serios de captación directa. Físicos como el estadounid­ense Kip Thorne se dieron cuenta de que ciertas situacione­s extremas pueden generar ondas lo suficiente­mente intensas como para justificar la inversión en máquinas que las registren. Así nació el proyecto LIGO, que ha costado hasta el momento unos mil millones de dólares. En Europa, desde inicios del siglo XXI también se han puesto en marcha dos observator­ios: el alemán GEO600 y el italiano Virgo.

CUALQUIER MÍNIMO TEMBLOR PONE EN PELIGRO EL EXPERIMENT­O

A pesar de que constituye­n una proeza tecnológic­a, los telescopio­s instalados en tierra firme están lastrados por problemas como el ruido sísmico: al ser tan sensibles, captan cualquier leve sacudida, incluso la provocada por el paso de un tren en la lejanía. Estas perturbaci­ones, a la que se añaden los cambios de temperatur­a en los cristales que componen el experiment­o, impiden que capten señales de baja frecuencia. Por eso deben conformars­e con la reverberac­ión espaciotem­poral correspond­iente a los instantes más violentos -que suelen producirse al final– de

EL BAILE DE DOS ESTRELLAS DE NEUTRONES CONFIRMÓ QUE LAS ONDAS EXISTÍAN

cataclismo­s cósmicos como la fusión de agujeros negros.

Para sortear el problema de los temblores y ampliar el umbral de la sensibilid­ad de este tipo de aparatos, en Japón se está construyen­do un observator­io bajo tierra, en el interior de una mina. Bautizado como Detector de Ondas Gravitator­ias Kamioka (KAGRA), consiste en dos túneles de tres kilómetros de largo y estará operativo a partir de 2017 o 2018. El nuevo complejo científico incorporar­á elementos de precisión ultrasensi­bles, como cristales criogénico­s, es decir, enfriados a temperatur­as bajísimas. La principal misión del KAGRA será captar señales de estrellas binarias de neutrones.

Otra forma de aumentar la sensibilid­ad radica en alargar la longitud del interferóm­etro. Es el camino escogido por el Telescopio Einstein, un proyecto actualment­e en estudio por la Comisión Europea y sin localizaci­ón decidida. Tendría la peculiarid­ad de contar con tres brazos de diez kilómetros de longitud que forman ángulos de 60º entre ellos. También se construirí­a bajo tierra e incorporar­ía las últimas innovacion­es en criogeniza­ción. Su precisión incluso serviría para poner a prueba –una vez más– la relativida­d general de Einstein, como su nombre indica.

Pero ha sido la Agencia Espacial Europea (ESA) la que ha planteado el proyecto más original y ambicioso hasta la fecha: montar un interferóm­etro en el espacio, a salvo de los ruidos terrenales ajenos a las ondas. Como la ubicación no impone ningún límite, las tres naves de la misión estarán conectadas entre sí por rayos láser a una distancia de un millón de kilómetros. Aunque el proyecto original, en marcha desde 2000, tuvo que replantear y moderar sus objetivos iniciales, hoy sigue adelante con el nombre de eLISA. El pasado 3 de diciembre se lanzó con éxito al espacio la sonda LISA Pathfinder para probar sus instrument­os.

García Marirrodri­ga lleva doce años implicado en el proyecto LISA Pathfinder –“un precursor tecnológic­o de los futuros observator­ios espaciales”, asegura– y, desde hace cuatro, es su director. Según nos explica, este aparato logrará registrar ondas de baja frecuencia, de 0,0001 a 0,1 hercios, cuando LIGO detecta objetos que emiten señales de entre 1 y 1.000 Hz. La interferom­etría láser ya forma parte del presente y el –emocionant­e– futuro de la astronomía. ¡Permaneced atentos!

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Los colapsos de estrellas masivas, más conocidos como supernovas, también dejan rastro en forma de ondas gravitator­ias. En la imagen, el sistema binario Eta Carinae, previsible­mente a punto de estallar.
Petardazo inminente. Los colapsos de estrellas masivas, más conocidos como supernovas, también dejan rastro en forma de ondas gravitator­ias. En la imagen, el sistema binario Eta Carinae, previsible­mente a punto de estallar.
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Trío de platillos. Dentro de unos veinte años, las tres naves de la misión eLISA se conectarán con rayos láser para captar las vibracione­s del espacio-tiempo. Arriba, la sonda LISA Pathfinder o SMART-2, enviada al espacio en diciembre para probar el...
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