Sonidos ardientes
Este mes nos marcamos un experimento tan espectacular como didáctico. Su protagonista es el tubo de Rubens, un peculiar invento con más de un siglo de antigüedad que nos permite ver el sonido y comprobar algunas de sus características físicas.
En 1905, el físico alemán Heinrinch Rubens se construyó un tubo de cuatro metros de longitud con más de doscientos pequeños agujeros alineados a intervalos de dos centímetros en la parte superior. Después lo rellenó con propano, un gas inflamable; al prenderlo, salían llamas por los orificios.
A continuación, el científico cerró uno de los extremos del tubo y generó sonido en el otro. Las ondas sonoras viajaban a través del propano y hacían que este se comportara como un acordeón que se comprimía y expandía: las llamas salían por los agujeritos como si bailaran al ritmo del sonido. Se trataba de uno de los experimentos más sorprendentes de la acústica.
La explicación del fenómeno es sencilla: a diferencia de las ondas electromagnéticas, las de sonido necesitan un medio para propagarse. Este medio vibra moviéndose como una especie de muelle que avanza y retrocede. En las zonas donde la amplitud de la onda sonora es mayor, la presión aumenta, y eso hace que la llama en ese punto sea más alta; donde la presión es menor, la llama resulta más baja, o desaparece si la presión externa es mayor que la del interior del tubo e impide la salida del gas. Gracias a las llamas, estamos viendo la longitud y la frecuencia de las ondas sonoras que se propagan por dentro del tubo.
NAPOLEÓN, BOQUIABIERTO.
No deseamos quitarle méritos a Rubens, pero su tubo se inspiró en otro similar ideado por su compatriota y colega August Kundt en 1866 con igual objetivo: visualizar las ondas de sonido. Era un tubo de vidrio a lo largo del que se esparcía una capa de fino polvo de talco o corcho. Para generar el soni- do, Kundt golpeaba una barra de metal que resonaba a un lado del tubo: el polvo vibraba desigualmente. Las zonas donde se acumulaba eran los nodos (los puntos que permanecen fijos en un movimiento ondulatorio).
Ya en 1787, Ernst Chladni –otro físico alemán– había visualizado ondas sonoras sobre un material, al producir con un arco de violín una vibración que movía el polvo depositado sobre una placa de metal. Se dice que cuando Chladni mostró esas figuras a Napoleón, este exclamó entusiasmado: “¡El sonido puede verse!”.