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FRANCIA, SUIZA E ITALIA ERAN LOS DE LOS INGLESES EN SU EUROPEO

DESTINOS

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tiempo después, los singulares monumentos egipcios comenzaría­n a recibir visitantes de Siria o de Chipre, como confirman las inscripcio­nes en templos y pirámides. Algunos venían desde Fenicia, cuyos hábiles navegantes a menudo llevaban en sus barcos pasajeros a los que cobraban por el viaje y la comida. Otros visitantes del Nilo llegaban desde Persia, donde se habían inventado ya los alojamient­os o postas a pie de carretera, que se ubicaban más o menos cada veinte kilómetros.

A partir del siglo V a. C. empiezan a aparecer los primeros turistas griegos, como Herodoto, considerad­o padre de la historiogr­afía, que recorre Egipto, Tiro y Babilonia. Las siete maravillas del mundo antiguo –las pirámides de Guiza, los Jardines Colgantes de Babilonia, el templo de Artemisa en Éfeso, la estatua de Zeus en Olimpia, el mausoleo de Halicarnas­o, el coloso de Rodas y el faro de Alejandría– fueron enumeradas y descritas en distintos libros, entre otros por el heleno Pausanias.

En la Grecia clásica, desde que en 776 a. C. se celebraran los primeros juegos olímpicos, cada cuatro años miles de atenienses y otros ciudadanos helenos se movilizaba­n para presenciar las competicio­nes y ritos religiosos, no solo de Olimpia, sino también de los festivales istmios, píticos o nemeos. A pie o en burro, recorrían las calzadas, y quienes te-

Jnían dinero pernoctaba­n en los alojamient­os de carretera, que ofrecían cama, pero no comida, aunque sí duchas a base de jarros de agua caliente y fría.

También eran habituales las peregrinac­iones a lugares sagrados como el templo de Apolo en Delfos, las estancias curativas junto a aguas termales o marinas, y la asistencia a los más populares festivales de teatro. Y, por supuesto, había que ver de cerca esa maravilla ateniense que era el Partenón, donde era posible coincidir con visitantes extranjero­s. De hecho, en algunas ciudades griegas existía una especie de consulados, denominado­s próxenos, que asistían a los viajeros foráneos cuando se hallaban en situacione­s problemáti­cas.

Algunos de estos turistas eran romanos, para los cuales Grecia era la esencia de la cultura, la meca a la que ir a peregrinar o a educarse. Tal costumbre se dio sobre todo durante la Pax romana (27 a. C.-180), cuando la red de calzadas, que llegaron a recorrer 160.000 km y contaban con posadas cada 15 km, conectaba casi todos los rincones del imperio. Los desplazami­entos surgían a menudo por puro entretenim­iento, pues muchas ciudades contaban con teatros, termas, circos, templos, foros, mercados y otros atractivos, que los nobles disfrutaba­n contratand­o a guías locales.

Los patricios y ricos comerciant­es eran quienes, llegado el verano, se escapaban de la canícula urbana a través de la Vía Apia, saboreando el exquisito vino de Falerno en sus lujosos carruajes. Su destino eran las villas de veraneo que se asomaban a la bahía de Nápoles, donde había algo parecido a resorts en los puntos más famosos por sus balnearios, como la ciudad de Bayas. Allí, mientras veraneaba, Séneca se quejó del ruido de las fiestas nocturnas. La caída de Roma a manos de los bárbaros dejó la antorcha de la cultura y los viajes de placer en Bizancio, cuyos patricios visitaban la India gracias a las rutas comerciale­s, mientras que Europa occidental se apagaba entre feudos de los que casi nadie osaba salir.

Una leve luz se encendió en el siglo XII con la expansión demográfic­a y mercantil, que pobló de nuevo las viejas calzadas en un impulso fomentado por las ferias agrícolas y

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