LA ESPECIE MÁS COMÚN EN LAS AGUAS ESPAÑOLAS ES LA
TORTUGA BOBA
Las tortugas marinas evocan imágenes de calma y elegancia acuática, pero su vida está llena de curvas peligrosas. Pueden disfrutar de existencias longevas –las tortugas verdes, por ejemplo, pasan de los ochenta años–, pero antes tienen que solucionar unos cuantos problemas. Aunque se reproducen con facilidad y las hembras ponen en las playas entre cincuenta y doscientos huevos de una sentada, pocas tortuguitas sobreviven a su primer año. Cangrejos, zorros y diversas aves las incluyen en sus menús y dan buena cuenta de ellas antes de que completen el angustioso trayecto que separa su cascarón del mar.
Y luego estamos nosotros, los grandes exterminadores. Además de arrasar su hábitat a buen ritmo y trastornarlas con el cambio climático –son muy sensibles a las variaciones de la temperatura del agua y del aire– y la polución, destruimos sus nidos playeros y matamos a un gran número con nuestras lanchas, barcos y redes de pesca. A estos quelonios les lleva décadas alcanzar su madurez sexual y necesitan vivir mucho tiempo como adultos para que crezca el número de ejemplares de cada especie. De ahí su vulnerabilidad.
Así que su futuro pinta tormentoso. La Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (UICN) considera que seis de las siete especies existentes –la carey, la lora, la olivácea o golfina, la boba, la laúd y la verde– se hallan en distintos grados de peligro de extinción. De la séptima –la tortuga plana– no hay datos suficientes. Un triste destino para un reptil cuyas especies evolucionaron a partir de un único grupo que se separó del resto de tortugas hace más de cien millones de años y prosperó para poblar todos los mares; se han avistado ejemplares aislados incluso en aguas del Ártico. Hasta que llegó el hombre.
Las estamos llevando al abismo, pero algunos de nosotros trabajan para salvarlas. Documentar la tarea de los científicos y especialistas empeñados en lograrlo ha sido el objetivo de Esther Horvath, una fotógrafa húngara afincada en Nueva York que ha retratado las labores que se llevan a cabo en el Acuario de Nueva Inglaterra (Boston), el Centro para el Cuidado de la Fauna Marina del Acuario de Virginia (Virginia Beach) y otras instituciones estadounidenses similares.
El personal de estos organismos intenta preservar los nidos en las playas norteamericanas, y rescata las tortugas varadas en la costa por el mal tiempo, las enfermedades o las heridas causadas por embarcaciones y redes. La intención siempre es rehabilitar al animal para dejarlo libre, pero cuando no resulta posible, estos conservacionistas alojan a todas las tortugas que pueden en acuarios, zoos y centros donde se las atiende y alimenta el tiempo que haga falta, a veces incluso décadas, dada la longevidad que las caracteriza. e