El futuro es ayer
Los escenarios futuristas que presentaban las novelas y películas de ciencia ficción se han quedado anticuados y superados por una realidad imparable, pero lo que nos espera no es menos inquietante.
Todas las fechas de los futuros de la ciencia ficción ya forman parte del pasado, incluso de un pasado que empieza a volverse lejano. El 1984 de la novela de Orwell es ya una fecha olvidada del último siglo, de cuando muchos de nosotros éramos muy jóvenes, escribíamos cartas y leíamos periódicos en papel, usábamos como máximo máquinas de escribir electrónicas. Cuando yo era niño, me gustaba mucho una serie de televisión, de rústico futurismo, que se llamaba Espacio 1999. Los tres nueves seguidos, el hecho de que marcaran la víspera de una fecha tan redonda como el año 2000, nos daban una sensación de vértigo, un vacío tan ilimitado como ese espacio en el que se extraviaban los astronautas de aquel futuro. Hacíamos cálculos los amigos y averiguábamos con incredulidad íntima la edad que tendríamos en el año 2000. Un niño puede ser imaginativo o puede no serlo. Pero incluso los que lo son en grado máximo no saben imaginar el tiempo futuro de sus vidas. A los doce o los catorce años, la idea de tener alguna vez 44 parece inverosímil. Son los mayores los que se hacen viejos, y además muy pronto, e irremisiblemente. Me pregunto qué sentirá Paul McCartney, camino de los 65 años, cuando escuche aquella canción de rara melancolía futurista que escribió con poco más de veinte, When I’m Sixty-Four (“Cuando tenga 64”). Y cada vez que veo a los provectos miembros de los Rolling Stones lanzarse a una nueva gira para recaudar todavía más millones, me acuerdo de aquella consigna que ellos mismos ayudaban a difundir en los sesenta: “No te fíes de nadie que tenga más de treinta años”.
El futurismo más bien místico del 2001 de la película de Kubrick quedó eclipsado para siempre por el atentado en Nueva York que dio a esa fecha un sello de apocalipsis definitivo y realista. Los que nos paseábamos de noche por los alrededores de la Zona Cero, en los días siguientes al ataque, cuando aún seguía ascendiendo una gran columna de humo y la parte sur de Manhattan, por debajo de Ca- nal Street, permanecía desierta y a oscuras, recordamos una desolación urbana más terrible que la que en 1982 había predicho Blade Runner para Los Ángeles en 2019.
Ahora las fechas del futuro que dan miedo están cada vez más cerca. Es muy probable que en 2019 no haya todavía replicantes, pero habrá sonámbulos que anden perdidos en la contemplación de sus móviles o lleven en la cabeza gafas de realidad virtual tan complicadas como los cascos de los soldados imperiales en Star Wars. Leí hace poco un informe muy detallado en el que se predice, con las cifras en la mano, que, al ritmo al que son cazados en la actualidad, los rinocerontes se habrán extinguido en 2025. En este mundo presuntamente empapado de ciencia y tecnología los rinocerontes se van a extinguir gracias a la pervivencia de una superstición no ya medieval, sino milenaria: la de las virtudes afrodisiacas y curativas de sus cuernos. Millonarios chinos pagan cifras enormes a intermediarios sin conciencia para que cazadores africanos hambrientos derriben a tiros esas magníficas catedrales de la vida que son los rinocerontes. No hay muchos ejemplos más gráficos del poder destructivo que adquieren, cuando se mezclan, la estupidez, la miseria, la codicia humana.
2025 parece concedernos un cierto margen de tiempo, que nos viene muy bien para cerrar los ojos a lo que nos da miedo o nos desagrada, otro hábito humano igual de dañino. Pero 2017 ya no es el futuro, sino el presente más estricto: este es el año, la fecha que se recordará en el porvenir porque va a ser la del primer verano en el que muy probablemente el Ártico no estará cubierto de hielo. Es una consecuencia del calentamiento global, pero también es una de las causas que lo aceleran. Al reflejar la luz solar, el hielo y la nieve rebajan la temperatura del planeta: cuanto menos hielo hay, menos glaciares, menos superficies cubiertas de nieve, más sube la temperatura, y por lo tanto más rápidamente desaparecen los hielos, lo cual continúa el círculo vicioso. Al despejarse la superficie de las aguas árticas y subir su temperatura, empieza a descongelarse el permafrost submarino, la capa helada bajo el lecho oceánico, y libera cantidades incalculables de metano, un gas que acelera el calentamiento atmosférico más aún que el dióxido de carbono. Aunque quizás, y a pesar de todo, peor que el deshielo del Ártico, lo más temible de 2017 será la presidencia de Donald Trump.
En 2019 no habrá replicantes, como predecía Blade Runner, pero sí zombis absortos en sus gadgets tecnológicos