EE. UU. compra a Rusia el territorio de Alaska
Las autoridades estadounidenses aprovecharon un momento de debilidad económica rusa para adquirir Alaska, bajo la protección de los zares desde el siglo XVIII. Acabaría siendo una jugada geopolítica clave.
Alo largo de la historia, los Estados más poderosos se han caracterizado por la tendencia a incrementar su territorio a costa de los vecinos. A menudo, esto ha tenido lugar a través de la invasión y el sometimiento. Por ello, cualquier pueblo celoso de su independencia debía tener un ejército fuerte que pudiera evitar esas ansias expansivas. Así ha venido siendo hasta nuestros días, incluso en Europa, donde en el último siglo se han modificado varias veces las fronteras, sobre todo tras las guerras. No obstante, los cambios en los límites territoriales no siempre obedecen a choques bélicos. Es lo que sucedió en el caso de Alaska, hace ahora siglo y medio.
CRECIMIENTO ACELERADO. A mediados del siglo XIX, el Imperio británico se alzaba sobre las demás potencias: España había perdido sus posesiones americanas más importantes, y Francia, concluida la época napoleónica, miraba hacia su interior. Por entonces, los Estados Unidos eran un joven país en pleno crecimiento. En 1803, sus gobernantes habían comprado a Francia todo el centro de lo que es hoy su territorio; en 1819, integraron en él las Floridas, que España ya no podía defender; y más tarde acabaron anexionándose Texas. Su expansión continuó hasta el Pacífico, en un proceso en el que los pueblos indígenas, como se sabe, no tuvieron mucho que decir. Por su parte, el Imperio ruso había ido avanzando hacia el este, hasta ocupar Siberia y alcanzar ese mismo océano. A finales del siglo XVIII, los exploradores y comerciantes rusos mantenían una importante actividad en las tierras vecinas de América del Norte. Bajo la protección zarista, establecieron distintos negocios, centrados especialmente en el marfil de morsa y las pieles de nutria y foca. Así, surgió un punto de comercio interna- cional que llegó a su apogeo en las primeras décadas de 1800.
UNA TIERRA LEJANA. Pero aquel territorio colindante con el Canadá británico estaba demasiado lejos de San Petersburgo, la capital rusa. El país, además, se encontraba en una situación financiera complicada y había entrado en conflicto con la Inglaterra victoriana, en Crimea, por lo que apenas podía protegerlo. Tras años de contactos y menos de un mes de negociaciones, el 30 de marzo de 1867 se llegó al acuerdo “de cesión de las posesiones rusas en Norteamérica por su Majestad el Emperador de todas las Rusias a los Estados Unidos de América”. La venta de aquella región, tres veces más grande que España, y que comenzaría entonces a llamarse Alaska, se acordó en 7,2 millones de dólares. Aunque el Senado ratificó el tratado, la aprobación del gasto no llegó hasta agosto de 1868; fue entonces cuando se habilitó el correspondiente cheque. Diez meses antes se había realizado la ceremonia de transferencia de soberanía, con la arriada de la bandera rusa y el izado de la enseña de las barras y estrellas. En 1959, Alaska se convertiría en el estado número 49 de EE. UU.
A PRECIO DE SALDO. En un principio, hubo críticas al acuerdo de compra por ambas partes. En Rusia, había quien pensaba que era un precio muy bajo por una zona en la que, según comenzaba a saberse, había metales preciosos. En Estados Unidos, no se comprendía por qué se había pagado tanto por un enclave frío y remoto. Pero pronto vendría la fiebre del oro. Se estima que cincuenta años después de que se efectuase la compra, esta ya había sido amortizada cien veces, y eso que todavía faltaba por venir el descubrimiento y la explotación de sus enormes recursos petrolíferos, cuya riqueza total a día de hoy está aún por cuantificar.