De la fisión al zambombazo
Conocida desde finales del siglo XIX, la radiactividad era la prueba de que el seno de la materia contenía una gran cantidad de energía. En los años 30, el físico italiano Enrico Fermi demostró que se podía inducir la radiactividad en cualquier elemento al lanzar neutrones lentos sobre sus núcleos. Para frenar los neutrones, se averiguó que el mejor método era usar agua pesada.
En Berlín, otro equipo formado por Otto Hahn y Lise Meitner bombardeó núcleos de átomos de uranio con neutrones neutros. Con Meitner huida –para no acabar en un campo de concentración por sus raíces judías–, Hahn demostró, en 1938, que tras esta reacción se obtenía bario. Meitner recibió estos resultados mientras visitaba en Suecia a su sobrino, el también físico Otto Robert Frisch. Ambos interpretaron correctamente que se había producido la fisión del uranio y que la reacción generaba una gran cantidad de energía.
UN DESCUBRIMIENTO EXPLOSIVO.
En 1939 se observó que la fisión del uranio liberaba dos neutrones, con los que se podía provocar la fisión de dos nuevos números atómicos. Sin embargo, Niels Bohr comprobó que la fisión solo se producía con uranio-235 –muy escaso en la naturaleza–. Como se creía que sería necesaria una gran cantidad de este, y el proceso para obtenerlo era muy caro, conseguir la bomba parecía inverosímil. En el Reino Unido, a los científicos Frisch y Rudolf Peierls se les encargó redactar un informe sobre la posibilidad de fabricar una bomba nuclear. El Memorándum Frisch-Peierls, de 1940, demostró que la masa crítica de uranio-235 precisa era mucho menor de lo esperado. La bomba ya era posible.