LA PISTA DEL CRIMEN
Así ayudan el ADN y las nuevas técnicas forenses a resolver los casos más complicados
“S e busca peligroso asesino de 1,72 metros de altura, caucásico, de entre 49 y 58 años de edad, pelo rubio y rizado, nariz chata y ancha, barbilla afilada y ojos verdes”, alerta un aviso de la policía. No ha sido un testigo ocular quien ha proporcionado esta descripción tan exacta, sino el análisis de una muestra de ADN hallada en la escena del crimen. A estas alturas, la ciencia ha avanzado lo suficiente como para que los forenses elaboren un retrato robot bastante preciso de cualquier persona partiendo de una muestra de su material genético.
Llegar hasta aquí no ha sido sencillo. Desde que hace treinta años el británico Alec Jeffreys introdujo el uso de la huella genética, la iden-
tificación con ADN J no ha cesado de plantear retos. Uno de los principales se resolvió gracias a un conjunto de diez a quince regiones cortas del ADN altamente variables que se conocen como microsatélites (STR, por sus siglas en inglés), de las que se generan millones de copias en el laboratorio usando una técnica llamada reacción en cadena de la polimerasa (PCR). Usar los STR como marcadores permitió realizar análisis a partir de muestras ínfimas de ADN. Con la ventaja de que cuando se usan simultáneamente trece de estos fragmentos para la identificación, como hace el sistema CODIS –base de datos creada por el FBI–, la probabilidad de que dos personas escogidas al azar compartan la misma huella genética es de una entre 10.000 millones.
Ahora bien, los microsatélites son regiones no codificantes; y eso implica que, si bien unidas funcionan como un código de barras de una persona, por sí solas no dicen ni mu sobre cómo es o se comporta un individuo. Están, por así decirlo, vacías. Sin embargo, el ADN de las muestras que manejan los forenses también cuenta con otras regiones codificantes, abarrotadas de información. Y ahí es donde la genética anticrimen tiene su mayor campo de expansión. Es la última revolución en los laboratorios de criminología: el fenotipado forense, la técnica que, usando solo información genética procedente del genotipado o lectura del ADN, amenaza con averiguar con todo detalle el aspecto de un desconocido.
LA POLICÍA PODRÁ APRESAR A LOS CRIMINALES HASTA POR LA NAPIA
Cuando el ADN testifica en los laboratorios para aportar información sobre un delincuente, lo primero de lo que se
chiva es del sexo y el color de los ojos. Lo primero se deduce a partir de los cromosomas sexuales Xe Y: la combinación de dos X es propia del género femenino, mientras que el masculino se reconoce por el par XY. En cuanto a la tonalidad del iris, depende de varios genes. De un lado, el OCA2, implicado en la producción de melanina, genera ojos marrones en condiciones normales, y ojos verdes y color avellana cuando está mutado.
Ciertas variaciones de otro gen próximo, el HERC2, son las responsables de los ojos azules. Claro que no se puede obviar que hasta en el color del iris existen grados. Así, Manfred Kayser y sus colegas del Departamento de Identificación Genética de la Universidad Erasmo de Róterdam (Holanda) demostraron que existen otros cuatro genes que modulan la intensidad del color, a los que debemos la amplia gama de azules claros, azules marinos, colores miel y marrones terrosos, entre otros. Y con ellos, unidos al OCA2 y al HERC2, los forenses pueden alcanzar una precisión superior al 90% a la hora de pronosticar la tonalidad de los ojos.
El tono capilar tampoco tiene misterio. El propio Kayser sacó a la luz trece marcadores genéticos repartidos a lo largo de once genes que diferencian a rubios, castaños, morenos y pelirrojos. A su test se suma la reciente demostración de que un cambio en una sola letra de la secuencia genética –una A (adenina) por una G (guanina)– basta para hacer que el cabello deje de ser oscuro y se vuelva dorado, tal y como publicaba David Kingsley, de la Universidad de Stanford (EE. UU.), en Nature
Genetics. Cuando ocurre esta sustitución, se modifica la expresión de un gen llamado KITLG, como si se tratase de un interruptor que, ¡ voilà!, activa de un plumazo la tonalidad rubia. La mutación, como era de esperar, está omnipresente en los escandinavos y noreuropeos.
“Creemos que el genoma está plagado de interruptores como este que se alte-
A LA HORA DE PRONOSTICAR LA TONALIDAD DE LOS OJOS, LA PRECISIÓN SUPERA EL 90 %
ran para producir determinadas características biológicas”, afirma Kingsley, que está decidido a encontrar más botones y pulsadores genéticos relacionados con los rasgos físicos.
Los rizos se reflejan asimismo en el ADN. La cabellera se curva cuando existe una variante concreta del gen de la tricohialina, una proteína de la raíz del pelo, mientras que la melena lisa se relaciona con una variante del gen PRSS53. En cuestión de vellos, el genoma evidencia incluso si una persona es propensa a desarrollar canas, la densidad y el grosor de los pelos de su barba, si tiene las cejas gruesas o si estas se unen en el entrecejo, según una investigación reciente de la Universidad de Oviedo.
Que la nariz sea ancha o estrecha, chata o afilada lo definen esencialmente cuatro genes. Lo descubrieron en 2016 científicos londinenses, y proporcionaron una grata sorpresa a los forenses, que desde ahora esperan poder apresar a los sospechosos también por su napia. Además, existe otro gen, el EDAR, que lleva escrito cómo de afilada es nuestra barbilla.
¿EXISTE YA LA TECNOLOGÍA CAPAZ DE CREAR UN RETRATO ROBOT GENÉTICO?
Todo eso está fenomenal. ¿Pero realmente se puede dibujar un rostro completo y preciso a partir del ADN? Todavía no, si bien los primeros intentos son prometedores. Como el que llevaron a cabo en 2014 el antropólogo y genetista estadounidense Mark Shriver y el experto en imágenes belga Peter Claes. Los investigadores emplearon fotos tomadas con seis cámaras en distintos ángulos para crear mapas faciales de distintos rostros basándose en 7.150 puntos del semblante. Con los datos obtenidos, elaboraron un modelo estadístico sobre cómo los genes, el sexo y los ancestros de una persona afectan a la posición de esos miles de puntos que definen la forma del semblante.
El resultado era orientativo, pero demasiado impreciso. Se calcula que la técnica solo recoge el 45 % de las características del rostro definidas por nuestra compleja paleta genética. Y, por lo tanto, de momento solo podría ayudar a estrechar la búsqueda.
Aun así, ya hay quien está dando uso a tecnologías similares. En 2015, una agencia de relaciones públicas de Hong Kong se alió con la compañía privada Parabon NanoLabs, experta en fenotipado forense, para analizar los restos de basura encontrados en las calles de la ciudad –colillas de cigarro, chicles, tazas de café, etc.– y, en base al ADN, realizar retratos robot de cómo podrían ser los culpables de la suciedad.
Los rostros de estos fueron los protagonistas de una campaña destinada a lograr la implicación ciudadana en una urbe más limpia. Esa misma empresa ha colaborado con la policía en varios estados para facilitar la resolución de casos de homicidio ofreciendo bocetos aproximados del aspecto físico del malhechor.
No estamos lejos de poder deducir también la edad con la ayuda del genoma. Pese a que no tenemos un tronco como el de los árboles que grabe el paso de los años en forma de anillos, los biólogos moleculares están empeñados en hallar su equivalente. Los que más cerca se han quedado han sido Eric Vilain y su equipo de genetistas de la Universidad de California, en Los Ángeles (EE. UU.), que han comprobado que basta con ana- lizar dos modificaciones químicas del ADN conocidas como metilaciones para calcular la edad de una persona con un margen máximo de error de 5,2 años.
De lejos, la mayor precisión conseguida hasta la fecha. “Preveo que muy pronto la predicción de la edad a partir de marcadores de metilación podría combinarse con otros datos del aspecto presentes en el ADN para incluir en el retrato robot de un sospechoso si es calvo, si tiene canas y arrugas y otros rasgos asociados al paso de los años”, vaticina Kayser en declaraciones a MUY.
SI DAS LA MANO A UN CRIMINAL JUSTO ANTES DE DELINQUIR, PUEDES ACABAR EN CHIRONA
La estatura es otro cantar. Kayser y su equipo evidenciaron que la altura de un individuo depende nada menos que de 180 variantes de ADN. Y el grado de precisión que se obtiene analizándolas es de un 75 %. Esperanzador, pero aún demasiado bajo para los forenses.
El rastro de ADN de un criminal podría decirnos asimismo si, como Jack el Destripador o el famoso estrangulador de Boston, pertenece a ese minoritario 10 % de la población que escribe con la mano izquierda. De momento, se sabe que los portadores del gen LRRTM1 son zurdos.
CUANDO SUBE AL ‘ESTRADO’, EL ADN PUEDE CONTAR ALGUNA MENTIRIJILLA
Sin embargo, la extraordinaria sensibilidad de las técnicas de análisis genético es un arma de doble filo. En esencia porque favorece que se produzcan falsas acusaciones. Como le sucedió en 2013 a Lukis Anderson, un sintecho arrestado en California por el asesinato de un multimillonario de Silicon Valley. La policía científica había encontrado restos de su ADN bajo las uñas de los dedos de la víctima del homicidio. El juez lo condenó: no cabía duda de su culpabilidad. ¿O sí?
Tras una dura lucha por parte de sus abogados, finalmente se demostró que Anderson nunca había conocido a la víctima y que la tarde previa al crimen había ingresado en un hospital por un coma etílico. Casualmente, quienes lo atendieron al llegar al centro fueron los mismos paramédicos que, varias horas después, acudieron en ambulancia a asistir al multimillonario asesinado. Sin darse cuenta, habían transferido el ADN de Anderson a la víctima del crimen.
Es lo que se conoce como transferencia secundaria de ADN, y sucede con más asiduidad de lo que parece. Decidida a demostrarlo, la antropóloga forense Krista Latham, de la Universidad de Indianápolis (EE. UU.), puso en marcha un experimento en el que pidió a varias parejas de voluntarios que estrecharan sus manos durante dos minutos para, después, sostener cada uno un cuchillo. Cuando se analizaron los mangos de las dos armas blancas, en el 85 % de los casos tenían ADN de ambos voluntarios –del que la había tocado y del que no–. Simulando qué ocurriría si se analizasen los cuchillos en un laboratorio forense como armas homicidas, Latham y sus colegas probaron que en uno de cada cinco casos los análisis de ADN identificaban a la persona que nunca había tenido el cuchillo en sus manos como único sospechoso.
“Esto debería cambiar el modo en que la medicina legal valora las evidencias de ADN”, reflexionaba Latham a raíz del estudio. El ADN nunca miente, es cierto, pero resulta sumamente fácil que se mueva de un sitio a otro y aparezca en lugares que señalan como culpable a una persona inocente. Basta con que hayas estrechado la mano del autor de un crimen antes de que lo cometa para que acabes entre rejas.
“No es que la genética forense no funcione, ni mucho menos, sino que tenemos que interpretar los casos con una visión global, considerando el ADN solo como otra prueba más”, concluye Latham.