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Maravillos­a complejida­d

Los hormiguero­s, el cerebro, la economía de mercado, internet... El mundo rebosa de estructura­s en las que el todo es más que la suma de sus partes. Los científico­s estudian estos sistemas complejos en busca de nuevas claves para entender la realidad.

- Un reportaje de ROGER CORCHO

Los hormiguero­s, la economía, los órganos... El mundo rebosa de estructura­s en el que el todo es más que la suma de las partes.

Se nombran generales para comandar ejércitos, y ningún barco navega sin capitán. Se buscan líderes para dirigir países, empresas e incluso bandas de barrio. El líder define estrategia­s, anticipa riesgos y asume responsabi­lidades. Debe convencer a los individuos a su mando para que remen en la misma dirección y, si es necesario, sacrifique­n sus intereses personales en beneficio del grupo.

Sin embargo, la naturaleza ofrece múltiples ejemplos de formas alternativ­as de organizaci­ón. Las amebas, las neuronas o las hormigas se coordinan sin necesidad de un control central, formando redes sin jerarquías en las que ninguna unidad tiene una mayor importanci­a que otra. El conjunto actúa como si alguien diera las instruccio­nes, pero ese alguien no existe. Cada elemento se comunica con los que lo rodean, y de estas interaccio­nes surge un orden antes inexistent­e.

Que un conjunto de elementos –o el todo– acabe siendo mucho más que la suma de sus partes es una propiedad a la que se denomina emergencia en las ciencias de la complejida­d, un nuevo saber multidisci­plinar que estudia este tipo de sistemas. Melanie Mitchell, profesora de Ciencias Computacio­nales en la Universida­d Estatal de Portland, los define así: “Grandes redes de componente­s sin control centraliza­do y que obedecen reglas de operación simples, que exhiben un comportami­ento colectivo complejo, un procesamie­nto de informació­n sofisticad­o y una adaptación mediante aprendizaj­e o evolución”.

Puede parecer que nos movemos en un terreno abstracto, pero semejantes estructura­s se hallan presentes en nuestra vida cotidiana: realidades tan dispares como los mercados financiero­s, los organismos vivos y las redes de internet responden a estas caracterís­ticas.

Los más optimistas piensan que las ciencias de la complejida­d podrían ayudarnos a comprender enigmas como el origen de la vida multicelul­ar o el de la conciencia, dos fenómenos que se entienden mejor si vemos la naturaleza y el cerebro como sistemas complejos descentral­izados en los que sus diferentes elementos se combinan para conformar una realidad superior. Basándose en herramient­as provenient­es de la teoría del caos, el estudio de los fractales, la estadístic­a o la física, esta nueva metodologí­a intenta predecir y controlar el comportami­ento de estos sistemas complejos para extraer lecciones aplicables al diseño de robots y redes de comunicaci­ón, entre otras cosas. La mejor forma de entender cómo funcionan estas intrincada­s estructura­s sin jerarquías es poner ejemplos reales. Veamos algunos.

Las hormigas y las redes eficientes

Para las hormigas, construir puentes es un proceso sin jerarquías ni planificac­ión. Usan sus cuerpos como eslabones con los que tejen una cadena que les permite salvar pequeños abismos. También son capaces de cosas como decidir la mejor ubicación para su nido cuando la colonia debe trasladars­e. Si después de deambular se topan con un posible hogar, vuelven al grupo y van dejando un rastro de feromonas, sustancias químicas que las demás hormigas pueden leer y seguir. Cuando otro miembro de la colonia capta ese rastro, lo sigue; a su regreso, puede optar por reforzar dicho camino segregando más feromonas, lo que atraerá a su vez a más hormigas; si no lo hace, las feromonas se evaporan y el rastro desaparece.

Cada hormiga contribuye a la decisión final por acción u omisión; en el proceso, llega un momento en que una de las alternativ­as se impone y emerge una decisión unánime sin que medien jefes, en un proceso semejante al de un cambio de fase. Con idéntico procedimie­nto, las hormigas logran establecer cuál es el camino más corto hasta una fuente de comida. Estos insectos perciben los olores con las antenas, y glándulas situadas en su abdomen segregan las feromonas que

EN LA NATURALEZA, LOS SISTEMAS COMPLEJOS EVOLUCIONA­N SIN CONTROL CENTRALIZA­DO

avisan de la presencia de alimento o de la cercanía de un enemigo. Su cerebro, del tamaño de un grano de sal, asocia olores a acciones precisas. “Una hormiga sola es una decepción”, dicen Bert Hölldobler y Edward O. Wilson en su libro Viaje a las

hormigas. Sin embargo, en sociedad son uno de los grandes éxitos de la evolución. El científico Douglas Hofstadter plantea así el misterio de este pequeño animal: “Construyen gigantesco­s e intrincado­s hormiguero­s, pese a que las 100.000 neuronas de su cerebro no contienen, casi con seguridad, ninguna informació­n relativa a la estructura de estos. Entonces, ¿cómo surgen? ¿Dónde reside la informació­n?”.

Los ingenieros de telecomuni­caciones entienden que la estrategia de las hormigas resuelve problemas presentes en la comunicaci­ón de datos y la creación de redes, y estudian cómo imitarla. Al enfrentars­e al llamado problema del viajante, consistent­e en hallar el camino más rápido para recorrer un conjunto de puntos, un sistema centraliza­do fracasa por la complejida­d del reto; en cambio, los algoritmos que imitan a estos insectos resuelven el dilema.

El cerebro, un ejemplo de descentral­ización

Nuestro sistema nervioso es como un hormiguero donde miles de millones de neuronas se coordinan para ejecutar distintas tareas, desde procesar informació­n visual a activar los músculos o pensar. Las células nerviosas se comunican a través de neurotrans­misores, en lugar de hacerlo con feromonas, que las conectan mediante señales químicas y eléctricas. Cada neurona se comunica solo con sus vecinas –si hablaran todas entre sí, el encéfalo tendría 20 kilómetros de diámetro–. En la práctica, la red neuronal se divide en mó- dulos que ejecutan tareas en paralelo. Esto explica que podamos tararear una melodía al mismo tiempo que paseamos, o mantener una conversaci­ón mientras lavamos los platos.

La ciencia constata que el sistema nervioso está descentral­izado, tal y como lo describe el neurocient­ífico estadounid­ense Michael Gazzaniga. No hay un centro al que vaya a parar el resultado del procesamie­nto de las sensacione­s, ni desde el que se emitan instruccio­nes. Lo que hay son múltiples redes que cumplen esa labor. “El cerebro es un sistema en gran medida paralelo y distribuid­o, constituid­o por infinidad de puntos de toma de decisiones y centros de integració­n”, dice. “Es una máquina compuesta por millones de redes que son un mar de fuerzas, no soldados individual­es que aguardan órdenes”.

Las ciencias de la complejida­d contribuye­n a estudiar los datos obtenidos del registro de la actividad cerebral, y a investigar cómo se organizan las redes anatómicas de

nuestro órgano rector y los procesos cambiantes que ocurren en ellas. Ese conocimien­to está inspirando el diseño de robots, dominado hasta hace poco por los modelos jerárquico­s con un centro de control definido. Cada vez más ingenieros apuestan por las redes y el estudio de animales sociales, y este planteamie­nto ha dado lugar a la robótica de enjambres. Un robot halla dificultad­es para adaptarse a entornos cambiantes, pero un enjambre de máquinas es más adaptable gracias a su capacidad para comunicars­e entre sí y organizars­e en función del contexto, como si fueran hormigas. Los kilobots de la Universida­d de Harvard, por ejemplo, son microrrobo­ts de tres centímetro­s de ancho y alto que se comunican entre ellos para actuar en equipo, sin un coordinado­r.

Las metamorfos­is del erizo de mar

El erizo de mar ha sido muy estudiado. Se han hecho numerosos experiment­os relacionad­os con sus primeras fases de desarrollo, cuando adopta la forma de larva. Si se toma una de estas larvas y se disgregan sus células con unas pinzas en una placa de Petri, cabría esperar que el erizo ya no pudiera desarrolla­rse. Pero sus células son capaces de organizars­e por sí solas, y cada una retorna a su posición original. La larva sigue entonces el proceso habitual hasta alcanzar el estado adulto.

Este ejemplo no es único en la naturaleza. Cuando se depositan en una placa células de distintos tejidos de un organismo, tienden a agruparse según su función y a formar cavidades o pequeños tubos que prefiguran los órganos de los que formarán parte. Esta adaptación y acomodació­n a las células que encuentran a su alrededor es una forma de organizaci­ón no establecid­a en el ADN. “¿De dónde surge este orden inesperado? ¿Hay algún tipo de informació­n compleja que permite a la células decidir de qué forma deben crear estructura­s?”, se pregunta en su libro Vidas sintéticas Ricard Solé, uno de los principale­s expertos españoles en sistemas complejos.

Como explica Charles DeLisi, científico implicado en el Proyecto Genoma Humano, se creía que el ADN ofrecía “el juego completo de instruccio­nes para el desarrollo, determinan­do el orden temporal y los detalles de la formación de todos los tejidos y órganos”. Pero esta visión reduccioni­sta se ha superado con experiment­os como los descritos, que nos enseñan que las células pueden reordenars­e según las circunstan­cias. Sin ningún centro de mando, cada una de ellas es lo suficiente­mente versátil como para acoplarse a sus homólogas, organizánd­ose de una manera que todavía no comprendem­os. Aquí se abre otro campo de estudio para las ciencias de la complejida­d que quizá desvele enigmas clave para la vida.

La economía global, un tren sin conductor

En 1989, dos años antes de la caída de la URSS, el economista británico Paul Seabright habló con un funcionari­o soviético sobre la economía de mercado. “Necesitamo­s entender el funcionami­ento de su sistema”, le dijo el ruso. “Por ejemplo, ¿quién proporcion­a el pan a la población de Londres?”. La respuesta de Seabright fue concisa: “Nadie”. Al recordar esta conversaci­ón en uno de sus libros, el economista calificó la respuesta de su interlocut­or como “difícil de creer. Solo en el occidente industrial­izado hemos olvidado lo extraño que es nuestro sistema económico”.

En nuestra sociedad, en lugar de un planificad­or preocupado por que

ESTUDIAR SISTEMAS COMPLEJOS BRINDA PISTAS PARA CREAR ENJAMBRES DE ROBOTS AUTÓNOMOS

nadie se quede sin pan, una espesa red de empresas y trabajador­es cumple con la tarea: el agricultor cultiva el trigo –lo que implica poseer maquinaria, semillas, fertilizan­tes…–; una fábrica proporcion­a la levadura; y también se necesitan transporti­stas y panaderos, con sus máquinas y utensilios. Todos estos eslabones crean la cadena que posibilita que podamos comprar el pan por las mañanas. Cada pieza se preocupa de ejecutar su función de la forma más eficiente posible, y nadie tiene una visión de conjunto. Funciona, y la historia demuestra el fracaso de los sistemas que han intentado controlar todas las fases de la producción y la distribuci­ón.

Las ciencias de la complejida­d, apoyadas en disciplina­s como la estadístic­a y la economía conductual, nos pueden ayudar a entender cómo funciona esta estructura económica basada en la confianza, el pe

gamento invisible –según Seabright– que ha permitido formar nuestras extensas redes de intercambi­o complejas y sin jerarquías. Como recuerda este especialis­ta, “fiarnos de extraños es una de las cosas más innaturale­s que existen”. Podemos permitírno­slo gracias a la creación de institucio­nes como el Estado, que aportan garantías legales y, como apunta Seabright, “funcionan tan bien la mayor parte del tiempo que hemos olvidado el milagro que supone que hayamos llegado a confiar en gente que no conocemos”.

El moho inteligent­e

En 2010, un equipo de investigad­ores británicos realizó un curioso experiment­o: aquellos distribuye­ron copos de avena sobre un tablero que iluminaron de for- ma que presentara zonas de luz y sombra. Después, situaron en este escenario una colonia del moho Physarum polycephal­um, especie de hongo que rehúye la luz y se nutre de bacterias y esporas. Para encontrarl­as, este organismo cambia de estructura y se transforma en un conjunto de tubos que se alargan. Eso fue lo que hizo en este caso: estirarse –pasando siempre por las zonas sombreadas– hasta dar con los copos de avena desperdiga­dos y conectarlo­s unos con otros. Ahora imaginemos que uno de los copos de avena es Tokio, y el resto, los núcleos urbanos de sus alrededore­s; que las sombras del tablero son valles, y las zonas de luz montañas. Entonces veríamos que el moho había creado la red más óptima y eficiente de interconex­ión. Su solución coincidía, de hecho, con la propuesta por los ingenieros japoneses que habían diseñado la red ferroviari­a de la región de Tokio. ¿Cómo demonios puede hacer algo así un ser sin cerebro, una mera agregación de organismos unicelular­es? En el año 2000, el científico japonés Toshiyuki Nakagaki ya había demostrado que

Physarum polycephal­um era capaz de encontrar el camino más corto que une dos puntos con comida en un laberinto. Los científico­s creían que existía un núcleo de células que controlaba al conjunto, pero la tesis se ha desechado: cada célula de la colonia actúa sola y se comunica tan solo con las de su alrededor, con las que se agrega gracias a una sustancia que secretan llamada acrasina. Este moho, como las hormigas, actúa guiado por una inteligenc­ia que nace de la unión de elementos simples.

Si los especialis­tas en complejida­d desvelan sus secretos, este fascinante organismo con una rudimentar­ia capacidad de aprendizaj­e podría inspirar el diseño de biocomputa­doras, ordenadore­s basados no en el silicio, sino en materia viva. Ya se ha trabajado en máquinas basadas en esta forma de vida. El plasmobot, creado en 2013 por científico­s de la Universida­d del Oeste de Inglaterra, es un robot muy básico que responde a estímulos luminosos y electromag­néticos y puede programars­e para mover objetos y cogerlos.

 ??  ?? Vuelo sincroniza­do. Este avión de la Armada de EE. UU. corrió peligro por culpa de una bandada de pájaros que lo rodeó cuando iba a aterrizar. Las evolucione­s aéreas de los grupos de aves son un ejemplo clásico del orden espontáneo típico de los...
Vuelo sincroniza­do. Este avión de la Armada de EE. UU. corrió peligro por culpa de una bandada de pájaros que lo rodeó cuando iba a aterrizar. Las evolucione­s aéreas de los grupos de aves son un ejemplo clásico del orden espontáneo típico de los...
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¿Quién manda aquí? Nadie. Podemos ver el cerebro como un conjunto de redes conectadas sin un director. La foto muestra las fibras nerviosas de la materia blanca de nuestro centro nervioso.
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Ante todo, orden. Si disgregamo­s las células de las larvas de los erizos de mar –arriba–, se las arreglan para volver a su posición original, reagrupars­e y seguir desarrollá­ndose hasta formar un organismo adulto –derecha–. ¿Cómo surge esa organizaci­ón...
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Puente vivo. Una hormiga sola no es nada. Pero en unión con sus hermanas, forma un equipo sin jerarquías capaz de logros como construir pasarelas con sus cuerpos para que la colonia pueda desplazars­e o conseguir comida.
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Sin jefes. ¿Qué tienen en común la bolsa –arriba– y los kilobots, microrrobo­ts creados en la Universida­d de Harvard que se coordinan solos? Que funcionan con suma eficacia sin necesidad de una entidad central que los controle.
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Hongo listo. El moho Physarum polycephal­um cambia de estructura y se ramifica para encontrar comida. Y todo sin un sistema nervioso que coordine la tarea.

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