Maravillosa complejidad
Los hormigueros, el cerebro, la economía de mercado, internet... El mundo rebosa de estructuras en las que el todo es más que la suma de sus partes. Los científicos estudian estos sistemas complejos en busca de nuevas claves para entender la realidad.
Los hormigueros, la economía, los órganos... El mundo rebosa de estructuras en el que el todo es más que la suma de las partes.
Se nombran generales para comandar ejércitos, y ningún barco navega sin capitán. Se buscan líderes para dirigir países, empresas e incluso bandas de barrio. El líder define estrategias, anticipa riesgos y asume responsabilidades. Debe convencer a los individuos a su mando para que remen en la misma dirección y, si es necesario, sacrifiquen sus intereses personales en beneficio del grupo.
Sin embargo, la naturaleza ofrece múltiples ejemplos de formas alternativas de organización. Las amebas, las neuronas o las hormigas se coordinan sin necesidad de un control central, formando redes sin jerarquías en las que ninguna unidad tiene una mayor importancia que otra. El conjunto actúa como si alguien diera las instrucciones, pero ese alguien no existe. Cada elemento se comunica con los que lo rodean, y de estas interacciones surge un orden antes inexistente.
Que un conjunto de elementos –o el todo– acabe siendo mucho más que la suma de sus partes es una propiedad a la que se denomina emergencia en las ciencias de la complejidad, un nuevo saber multidisciplinar que estudia este tipo de sistemas. Melanie Mitchell, profesora de Ciencias Computacionales en la Universidad Estatal de Portland, los define así: “Grandes redes de componentes sin control centralizado y que obedecen reglas de operación simples, que exhiben un comportamiento colectivo complejo, un procesamiento de información sofisticado y una adaptación mediante aprendizaje o evolución”.
Puede parecer que nos movemos en un terreno abstracto, pero semejantes estructuras se hallan presentes en nuestra vida cotidiana: realidades tan dispares como los mercados financieros, los organismos vivos y las redes de internet responden a estas características.
Los más optimistas piensan que las ciencias de la complejidad podrían ayudarnos a comprender enigmas como el origen de la vida multicelular o el de la conciencia, dos fenómenos que se entienden mejor si vemos la naturaleza y el cerebro como sistemas complejos descentralizados en los que sus diferentes elementos se combinan para conformar una realidad superior. Basándose en herramientas provenientes de la teoría del caos, el estudio de los fractales, la estadística o la física, esta nueva metodología intenta predecir y controlar el comportamiento de estos sistemas complejos para extraer lecciones aplicables al diseño de robots y redes de comunicación, entre otras cosas. La mejor forma de entender cómo funcionan estas intrincadas estructuras sin jerarquías es poner ejemplos reales. Veamos algunos.
Las hormigas y las redes eficientes
Para las hormigas, construir puentes es un proceso sin jerarquías ni planificación. Usan sus cuerpos como eslabones con los que tejen una cadena que les permite salvar pequeños abismos. También son capaces de cosas como decidir la mejor ubicación para su nido cuando la colonia debe trasladarse. Si después de deambular se topan con un posible hogar, vuelven al grupo y van dejando un rastro de feromonas, sustancias químicas que las demás hormigas pueden leer y seguir. Cuando otro miembro de la colonia capta ese rastro, lo sigue; a su regreso, puede optar por reforzar dicho camino segregando más feromonas, lo que atraerá a su vez a más hormigas; si no lo hace, las feromonas se evaporan y el rastro desaparece.
Cada hormiga contribuye a la decisión final por acción u omisión; en el proceso, llega un momento en que una de las alternativas se impone y emerge una decisión unánime sin que medien jefes, en un proceso semejante al de un cambio de fase. Con idéntico procedimiento, las hormigas logran establecer cuál es el camino más corto hasta una fuente de comida. Estos insectos perciben los olores con las antenas, y glándulas situadas en su abdomen segregan las feromonas que
EN LA NATURALEZA, LOS SISTEMAS COMPLEJOS EVOLUCIONAN SIN CONTROL CENTRALIZADO
avisan de la presencia de alimento o de la cercanía de un enemigo. Su cerebro, del tamaño de un grano de sal, asocia olores a acciones precisas. “Una hormiga sola es una decepción”, dicen Bert Hölldobler y Edward O. Wilson en su libro Viaje a las
hormigas. Sin embargo, en sociedad son uno de los grandes éxitos de la evolución. El científico Douglas Hofstadter plantea así el misterio de este pequeño animal: “Construyen gigantescos e intrincados hormigueros, pese a que las 100.000 neuronas de su cerebro no contienen, casi con seguridad, ninguna información relativa a la estructura de estos. Entonces, ¿cómo surgen? ¿Dónde reside la información?”.
Los ingenieros de telecomunicaciones entienden que la estrategia de las hormigas resuelve problemas presentes en la comunicación de datos y la creación de redes, y estudian cómo imitarla. Al enfrentarse al llamado problema del viajante, consistente en hallar el camino más rápido para recorrer un conjunto de puntos, un sistema centralizado fracasa por la complejidad del reto; en cambio, los algoritmos que imitan a estos insectos resuelven el dilema.
El cerebro, un ejemplo de descentralización
Nuestro sistema nervioso es como un hormiguero donde miles de millones de neuronas se coordinan para ejecutar distintas tareas, desde procesar información visual a activar los músculos o pensar. Las células nerviosas se comunican a través de neurotransmisores, en lugar de hacerlo con feromonas, que las conectan mediante señales químicas y eléctricas. Cada neurona se comunica solo con sus vecinas –si hablaran todas entre sí, el encéfalo tendría 20 kilómetros de diámetro–. En la práctica, la red neuronal se divide en mó- dulos que ejecutan tareas en paralelo. Esto explica que podamos tararear una melodía al mismo tiempo que paseamos, o mantener una conversación mientras lavamos los platos.
La ciencia constata que el sistema nervioso está descentralizado, tal y como lo describe el neurocientífico estadounidense Michael Gazzaniga. No hay un centro al que vaya a parar el resultado del procesamiento de las sensaciones, ni desde el que se emitan instrucciones. Lo que hay son múltiples redes que cumplen esa labor. “El cerebro es un sistema en gran medida paralelo y distribuido, constituido por infinidad de puntos de toma de decisiones y centros de integración”, dice. “Es una máquina compuesta por millones de redes que son un mar de fuerzas, no soldados individuales que aguardan órdenes”.
Las ciencias de la complejidad contribuyen a estudiar los datos obtenidos del registro de la actividad cerebral, y a investigar cómo se organizan las redes anatómicas de
nuestro órgano rector y los procesos cambiantes que ocurren en ellas. Ese conocimiento está inspirando el diseño de robots, dominado hasta hace poco por los modelos jerárquicos con un centro de control definido. Cada vez más ingenieros apuestan por las redes y el estudio de animales sociales, y este planteamiento ha dado lugar a la robótica de enjambres. Un robot halla dificultades para adaptarse a entornos cambiantes, pero un enjambre de máquinas es más adaptable gracias a su capacidad para comunicarse entre sí y organizarse en función del contexto, como si fueran hormigas. Los kilobots de la Universidad de Harvard, por ejemplo, son microrrobots de tres centímetros de ancho y alto que se comunican entre ellos para actuar en equipo, sin un coordinador.
Las metamorfosis del erizo de mar
El erizo de mar ha sido muy estudiado. Se han hecho numerosos experimentos relacionados con sus primeras fases de desarrollo, cuando adopta la forma de larva. Si se toma una de estas larvas y se disgregan sus células con unas pinzas en una placa de Petri, cabría esperar que el erizo ya no pudiera desarrollarse. Pero sus células son capaces de organizarse por sí solas, y cada una retorna a su posición original. La larva sigue entonces el proceso habitual hasta alcanzar el estado adulto.
Este ejemplo no es único en la naturaleza. Cuando se depositan en una placa células de distintos tejidos de un organismo, tienden a agruparse según su función y a formar cavidades o pequeños tubos que prefiguran los órganos de los que formarán parte. Esta adaptación y acomodación a las células que encuentran a su alrededor es una forma de organización no establecida en el ADN. “¿De dónde surge este orden inesperado? ¿Hay algún tipo de información compleja que permite a la células decidir de qué forma deben crear estructuras?”, se pregunta en su libro Vidas sintéticas Ricard Solé, uno de los principales expertos españoles en sistemas complejos.
Como explica Charles DeLisi, científico implicado en el Proyecto Genoma Humano, se creía que el ADN ofrecía “el juego completo de instrucciones para el desarrollo, determinando el orden temporal y los detalles de la formación de todos los tejidos y órganos”. Pero esta visión reduccionista se ha superado con experimentos como los descritos, que nos enseñan que las células pueden reordenarse según las circunstancias. Sin ningún centro de mando, cada una de ellas es lo suficientemente versátil como para acoplarse a sus homólogas, organizándose de una manera que todavía no comprendemos. Aquí se abre otro campo de estudio para las ciencias de la complejidad que quizá desvele enigmas clave para la vida.
La economía global, un tren sin conductor
En 1989, dos años antes de la caída de la URSS, el economista británico Paul Seabright habló con un funcionario soviético sobre la economía de mercado. “Necesitamos entender el funcionamiento de su sistema”, le dijo el ruso. “Por ejemplo, ¿quién proporciona el pan a la población de Londres?”. La respuesta de Seabright fue concisa: “Nadie”. Al recordar esta conversación en uno de sus libros, el economista calificó la respuesta de su interlocutor como “difícil de creer. Solo en el occidente industrializado hemos olvidado lo extraño que es nuestro sistema económico”.
En nuestra sociedad, en lugar de un planificador preocupado por que
ESTUDIAR SISTEMAS COMPLEJOS BRINDA PISTAS PARA CREAR ENJAMBRES DE ROBOTS AUTÓNOMOS
nadie se quede sin pan, una espesa red de empresas y trabajadores cumple con la tarea: el agricultor cultiva el trigo –lo que implica poseer maquinaria, semillas, fertilizantes…–; una fábrica proporciona la levadura; y también se necesitan transportistas y panaderos, con sus máquinas y utensilios. Todos estos eslabones crean la cadena que posibilita que podamos comprar el pan por las mañanas. Cada pieza se preocupa de ejecutar su función de la forma más eficiente posible, y nadie tiene una visión de conjunto. Funciona, y la historia demuestra el fracaso de los sistemas que han intentado controlar todas las fases de la producción y la distribución.
Las ciencias de la complejidad, apoyadas en disciplinas como la estadística y la economía conductual, nos pueden ayudar a entender cómo funciona esta estructura económica basada en la confianza, el pe
gamento invisible –según Seabright– que ha permitido formar nuestras extensas redes de intercambio complejas y sin jerarquías. Como recuerda este especialista, “fiarnos de extraños es una de las cosas más innaturales que existen”. Podemos permitírnoslo gracias a la creación de instituciones como el Estado, que aportan garantías legales y, como apunta Seabright, “funcionan tan bien la mayor parte del tiempo que hemos olvidado el milagro que supone que hayamos llegado a confiar en gente que no conocemos”.
El moho inteligente
En 2010, un equipo de investigadores británicos realizó un curioso experimento: aquellos distribuyeron copos de avena sobre un tablero que iluminaron de for- ma que presentara zonas de luz y sombra. Después, situaron en este escenario una colonia del moho Physarum polycephalum, especie de hongo que rehúye la luz y se nutre de bacterias y esporas. Para encontrarlas, este organismo cambia de estructura y se transforma en un conjunto de tubos que se alargan. Eso fue lo que hizo en este caso: estirarse –pasando siempre por las zonas sombreadas– hasta dar con los copos de avena desperdigados y conectarlos unos con otros. Ahora imaginemos que uno de los copos de avena es Tokio, y el resto, los núcleos urbanos de sus alrededores; que las sombras del tablero son valles, y las zonas de luz montañas. Entonces veríamos que el moho había creado la red más óptima y eficiente de interconexión. Su solución coincidía, de hecho, con la propuesta por los ingenieros japoneses que habían diseñado la red ferroviaria de la región de Tokio. ¿Cómo demonios puede hacer algo así un ser sin cerebro, una mera agregación de organismos unicelulares? En el año 2000, el científico japonés Toshiyuki Nakagaki ya había demostrado que
Physarum polycephalum era capaz de encontrar el camino más corto que une dos puntos con comida en un laberinto. Los científicos creían que existía un núcleo de células que controlaba al conjunto, pero la tesis se ha desechado: cada célula de la colonia actúa sola y se comunica tan solo con las de su alrededor, con las que se agrega gracias a una sustancia que secretan llamada acrasina. Este moho, como las hormigas, actúa guiado por una inteligencia que nace de la unión de elementos simples.
Si los especialistas en complejidad desvelan sus secretos, este fascinante organismo con una rudimentaria capacidad de aprendizaje podría inspirar el diseño de biocomputadoras, ordenadores basados no en el silicio, sino en materia viva. Ya se ha trabajado en máquinas basadas en esta forma de vida. El plasmobot, creado en 2013 por científicos de la Universidad del Oeste de Inglaterra, es un robot muy básico que responde a estímulos luminosos y electromagnéticos y puede programarse para mover objetos y cogerlos.