Amados vigilantes
Hoy ya no hace falta que un gobierno totalitario nos espíe o nos lave el cerebro. Nosotros mismos regalamos nuestra intimidad a las empresas más ricas del mundo mientras jugueteamos con las redes sociales.
Ningún tirano ha usurpado tanto poder como el que acumulan Google, Amazon, Facebook o Apple
En los meses que han pasado desde la victoria de Donald Trump, el 1984 de George Orwell se ha convertido en un éxito de ventas en Estados Unidos. Que un multimillonario megalómano sin ninguna preparación y ningún respeto por la ley llegue a presidente sin duda es una amenaza para las libertades civiles, pero el modelo de opresión que puede imponer no se parecería en nada al tosco estado policial que imaginó Orwell en 1948. El motivo no es político, sino tecnológico. Orwell estaba comprensiblemente obsesionado con el sistema de dominación totalitario de la Unión Soviética de Stalin, a algunos de cuyos agentes había visto actuar con espanto en la España republicana durante la guerra civil. El ansia de dominación de los estalinistas o de los nazis no tenía límites: lo que sí los tenía era su capacidad tecnológica de espionaje y terror. Por muchos delatores voluntarios o involuntarios que hubiera, por muchos micrófonos que pudieran instalarse furtivamente en las viviendas privadas, la vigilancia de la vida de las personas requería esfuerzos enormes, y su rudeza sin disimulo provocaba un rechazo que el poder solo podía contrarrestar con más represión. La eficacia de la fuerza bruta depende de su ejercicio permanente. En cuanto el espía se da la vuelta o se descuida, el espiado inventa formas nuevas de disimulo y de sorda resistencia. La policía secreta podía instalar micrófonos, pero la gente estaba en guardia, y si tenía que hablar algo comprometedor abría los grifos para disimular las voces, y alimentaba un recelo visceral hacia la autoridad. Quienes hemos conocido la censura oficial sabemos el efecto reactivo que despierta: basta que algo esté prohibido para que se vuelva más apetecible. El ansia de libertad que muchos de nosotros seguimos sintiendo no sería tan poderosa si no hubiéramos experimentado en primera persona su ausencia.
Un modelo mucho más verosímil de dominación es el que imaginó Aldous Huxley en Un mundo feliz. Huxley publicó su novela futurista en 1932, dieciséis años antes que Orwell la suya, y la situó en un porvenir mucho más lejano, el año 2540. Lo que gobierna el mundo de Huxley no son el terror ni la miseria, sino el deleite atolondrado, el entretenimiento vacío, la ignorancia feliz. Los opresores de Orwell, igual que los del Fahrenheit 451 de Ray Bradbury, prohíben y queman los libros. Tanto prohibir como quemar son tareas que requieren grandes esfuerzos, equipos numerosos y bien entrenados. Mucho más eficaz que prohibir los libros, haciendo así que cobren un valor inusitado, es crear una cultura que los vuelva irrelevantes. Si nadie tiene ningún interés en la lectura no hace falta cerrar ninguna biblioteca ni encender ninguna hoguera.
En los sistemas totalitarios, las personas defienden con astucia y hasta con heroísmo su propia intimidad frente al poder. Faltan más de quinientos años para que lleguemos al futuro de Huxley, pero todo avanza tan rápido hacia el cumplimiento de sus profecías que da la impresión de que solo se equivocó en las fechas. A la inmensa mayoría de nosotros no nos ha hecho ninguna falta que el poder nos espíe o que un aparato abrumador de propaganda se dedique noche y día a lavarnos el cerebro. Nosotros mismos regalamos nuestra intimidad a las empresas más ricas y más poderosas del mundo mientras jugueteamos con la distracción de las redes sociales. No hay policía secreta de ninguna dictadura del pasado o del presente que siga con tanta eficacia los pasos de ningún sospechoso como nos siguen a nosotros Google y Amazon y Facebook y Apple en cada uno de nuestros recorridos con un GPS instalado en el teléfono. Con una generosidad casi enternecedora les facilitamos toda la información sobre nuestros gustos, sobre nuestro trabajo, hasta sobre nuestros secretos menos confesables. Ningún tirano ha usurpado nunca tanto poder como el que acumula cualquiera de esas compañías. Ningún demagogo ha despertado nunca un entusiasmo tan fervoroso como el de esas personas que pasan en vela noches enteras para conseguir ávidamente un nuevo modelo de teléfono que es casi exactamente igual al anterior, pero gracias al cual cada devoto pondrá su pequeña contribución para enriquecer más todavía a los que ya son ilimitadamente ricos. Ni los más fervientes guardianes de la Revolución Cultural agitaron sus libritos rojos de Mao como agitan sus teléfonos los devotos de la religión de Steve Jobs.
En los últimos tiempos me he interesado particularmente por la vida y la obra de Baudelaire. Ahora, cada mañana, los periódicos digitales que consulto me aparecen llenos de anuncios sobre Baudelaire. Cómo voy a sentir recelo hacia los vigilantes y los espías, si tienen esta preocupación por mí, este interés generoso en ofrecerme lo que busco.