EL INFIE NO HEL DO
En los Andes peruanos, a 5.100 m de altitud, se abre en las entrañas de la tierra la mina de oro de La Rinconada. Hombres y mujeres retan al frío y al aire irrespirable para buscar las pepitas doradas que los saquen de la miseria para siempre. Muy pocos l
A la mina, a la mina!”, grita una mujer desde una furgoneta en una destartalada estación de autobuses. “¿Va a la mina? Suba, suba”, insiste al verme llegar. Después de encajonarme en el asiento de atrás entre caras serias que me miran con recelo, emprendemos la marcha. Estamos en Juliaca, en la región de Puno, en el sudeste de Perú. De allí parten los autobuses para La Rinconada, la ciudad más alta del mundo, donde a 5.100 metros sobre el nivel del mar, resistiendo el frío y la falta de oxígeno, unas 50.000 personas malviven persiguiendo el sueño del oro.
Después de 210 km y más de tres horas de carretera, el asfalto desaparece y la tierra se vuelve gris. Ahí, en la falda del Nevado de Ananea, en plenos Andes, surge La Rinconada, una ciudad de casas de zinc entre nieves perpetuas que han ido improvisando los hombres y las mujeres que llegaron a ella en las últimas décadas. Todo parece inerte. En uno de los accesos a la población nos reciben montañas de basura. El vertedero se extiende a ambos lados del camino; aves carroñeras, perros y alguna llama compiten por los restos de comida. Cuando la furgoneta entra en la calle principal, como un presagio de lo que nos espera, lo primero que se ve es una funeraria.
Rostros duros llenos de preguntas se acercan a mí cuando bajo del vehículo. Pocos forasteros se aventuran a viajar a La Rinconada. “¿A qué ha venido a la mina, a sufrir?”, me dice un vecino con una mezcla de enfado y resignación. Aquí las calles siempre están cubiertas de lodo. Es una ciénaga formada por la nieve derretida, el agua de los lavaderos y desagües, y el mercurio usado para procesar los minerales. Las heces y los residuos orgánicos humanos y animales son arrojados a la calle sin más. La basura lo cubre todo. No hay canalizaciones de agua potable, ni alcantarillado, ni calefacción, y el tratamiento de los desechos es una quimera. Salvo el transporte y la telefonía móvil, los servicios públicos brillan por su ausencia.
SOLO HAY UNAS DUCHAS PÚBLICAS, PERO ABUNDAN LOS BURDELES
El aire enrarecido me recuerda que estoy a más de 5.000 metros de altitud y tengo que parar a recuperar el resuello mientras subo las escaleras del hotel. Los alojamientos escasean. Suelen ser habitaciones donde apenas cabe una cama, con tres mantas para soportar el frío de la noche, con un lavabo compartido, sin calefacción ni ventana. Hay unas duchas públicas para toda la población. En cambio abundan las cantinas y los burdeles, donde muchos mineros pasan el tiempo libre gastando su dinero.
“Aquí los hombres se malean, tocan el oro y ya no vuelven a ser los mismos”, me dice Juana, una mujer que accede a hablar conmigo. La prostitución, los asesinatos y las desapariciones están a la orden del día. La escasez de policías convierte a La Rin- conada en una ciudad sin ley. La mayoría de los crímenes quedan sin resolver y a los visitantes que planean viajar hasta aquí se les aconseja que informen de ello en la comisaría de Juliaca.
Hasta los años ochenta, La Rinconada no fue más que un pequeño asentamiento donde unos pocos campesinos empobrecidos buscaban fortuna. Pero la fiebre del oro atrajo a cientos de mineros, obreros en paro y comerciantes dispuestos a desafiar el clima, la altitud y un sistema de trabajo propio de esclavos. Después, la crisis económica triplicó la población en apenas una década.
La Corporación Minera Ananea tiene la concesión del Estado peruano para explotar la mina. A su vez, la corporación alquila el aprovechamiento de cada socavón o galería excavada en la montaña a unos cuatrocientos contratistas. Cada contratista subcontrata a los mineros, que son quienes trabajan bajo tierra en condiciones extremas, en túneles irrespirables. Están sometidos al llamado cachorreo: cada minero trabaja veinticinco días gratis
para el contratista, y cinco en beneficio propio. Nunca sabe cuál es su salario. Si tiene suerte y encuentra oro en los últimos días puede conseguir unos miles de soles (mil soles equivalen a 285 €). Si no, no ganará nada, tendrá que endeudarse y no podrá abandonar la ciudad.
Me dirijo hacia las bocaminas entre un ir y venir de mineros, muchos cargados con sacos llenos de la piedra extraída en su jornada de cachorreo. Paso junto a lo que un día fue una laguna de agua limpia, convertida en una charca gris contaminada por el mercurio y la basura que se acumula en el pueblo. Me encuentro con Mauro, que lleva tres décadas en la mina. “Vine para unos años, creía que me haría rico y aquí sigo”, me dice, a la que se prepara para entrar en la galería.
Mientras trabaja para el contratista, el minero dispone de taladro neumático y el filtrado de los minerales se hace de forma mecánica, pero en los días de cachorreo todo el proceso es artesanal. Después de sacar las piedras de la mina las lleva al molino para triturarlas, y con agua y mercurio separa el oro del resto de minerales en una batea. Al final obtiene una pequeña bola de oro con mercurio que irá a vender a alguno de los muchos acopiadores que hay en el poblado.
HASTA EL AGUA PARA BEBER ESTÁ CONTAMINADA POR LOS METALES
El acopiador calienta la amalgama con un soplete hasta que el mercurio se evapora y queda el oro puro. El problema es que ese metal tan contaminante, al salir por las chimeneas, queda flotando en el ambiente y es inhalado por la población. También impregna la nieve que, una vez derretida, se usa como agua para beber. Los trastornos de salud se multiplican. José, de 42 años, cuenta que no quiere quedarse aquí mucho tiempo: “Mi hermano murió en la mina, este no es buen sitio para vivir. Dejé a mi familia en Huancayo y cuando consiga suficiente dinero me iré”. José no quiere hablar de cuánto puede ganar al mes, pero la realidad es que solo unos pocos mineros sacan unos buenos ingresos.
Las mujeres tienen prohibido acceder a los túneles. Según los mineros, la montaña es celosa y el oro desaparece si ellas entran, así que se dedican a escarbar entre los desechos que descargan los camiones. Son las pallaqueras que buscan restos de oro entre las piedras. Muchas llegaron siguiendo al marido, para cuidarlo y evitar que se gastara el jornal en la cantina. Otras son madres solteras que buscan una vida mejor para sus hijos. Recientemente se han organizado en gremios: “Hemos mejorado algo, hacemos turnos de cuatro horas. Pero se gana muy poco”, dice Juana. Ella vino con su marido y sus hijos y, aunque su salario depende de la suerte, entre los dos sacan adelante a la familia. “Aquí mis hijos pueden estudiar”, dice sin quitar la vista de las piedras. Perú es el mayor productor de oro de Latinoamérica y el sexto del mundo, pero los mineros de La Rinconada saben que un día la montaña ya no dará más y tendrán que irse.