Aguas encendidas
Gracias a las propiedades de la luz ultravioleta y la fluoresceína sódica, convertimos una simple disolución en un precioso estallido lumínico.
Ciertas sustancias absorben la radiación electromagnética a la que llamamos luz y luego emiten parte de esa radiación en una longitud de onda distinta a la original, lo que provoca un fenómeno muy llamativo: la fluorescencia. Por lo general, esto sucede cuando la luz absorbida es ultravioleta –invisible a nuestros ojos–, cuya longitud de onda está por debajo de los 400 nm; la energía rebotada tiene una longitud de onda algo mayor que sí po- demos ver en la forma de una peculiar luminiscencia. La lista de sustancias que poseen esta propiedad es larga y, gracias a ella, tienen usos cotidianos: en los rotuladores fluorescentes, en los blanqueadores ópticos aplicados al papel o en los detergentes, para que la ropa quede reluciente.
BUENO, BONITO Y PRÁCTICO.
Este fenómeno se conoce al menos desde el siglo XVI, pero hubo que esperar a 1852 para que el matemático y físico ir- landés George Gabriel Stokes lo describiera de forma científica. Lo bautizó con el nombre de fluorescencia, porque en sus investigaciones utilizó un mineral llamado fluorita.
En nuestro experimento hemos empleado fluoresceína sódica, un colorante orgánico sintetizado en 1871 por el químico alemán Adolf von Baeyer. Aunque no es de uso corriente, sus aplicaciones resultan variadas. En oftalmología sirve como un contraste que ayuda a detectar anomalías en los vasos sanguíneos que riegan la retina; los hidrólogos la usan para trazar el curso de corrientes subterráneas, y permite a los fontaneros descubrir fugas de agua en canalizaciones industriales o domésticas.
El poderío de la fluoresceína resulta muy notable. En unos pocos segundos, una cantidad de menos de dos gramos basta para llenar de luminiscencia un recipiente con más de veinte litros de agua, lo que nos regala el disfrute de un hermoso e hipnótico espectáculo.