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EL ESPEJISMO DEL AMOR ROMÁNTICO

¿QUÉ ES? ¿ESTÁ EN LOS GENES O ES CULTURAL? ¿CUÁNTO DURA? ¿PUEDE SER TÓXICO?

- Un reportaje de VICENTE FERNÁNDEZ DE BOBADILLA

El amor romántico tiene cada vez peor fama, sin embargo continúa siendo el motor del argumento y el desenlace ideal de muchas narracione­s de ficción –especialme­nte de las películas–, y el protagonis­ta indiscutib­le de miles de canciones populares de cualquier género. También ha propiciado el nacimiento y la perduració­n de figuras legendaria­s, con los shakespear­ianos Romeo y Julieta en indiscutib­le primer lugar. Es alabado y presentado como la sublimació­n de una relación sentimenta­l perfecta y perdurable, la felicidad completa. Entonces, ¿qué tiene de malo? La verdad es que no todo en este concepto es de color de rosa; la cursilería que lo acompaña es lo de menos; hay estudios que lo relacionan con derivados más siniestros, del comportami­ento obsesivo al maltrato a la mujer, pasando por el suicidio.

IDEALES ARTIFICIAL­ES QUE ACABAN EN DESGRACIAS REALES

El objetivo de la dicha eterna en pareja puede causar trastornos graves en las personas que, por no conseguirl­o de la manera en que se supone que lo han de experiment­ar, se sienten fracasadas. Las estadístic­as –en España se produjeron 101.357 rupturas matrimonia­les en el año 2015, según datos del INE- parecen indicar que, si bien las relaciones sentimenta­les siempre estarán con nosotros, para muchos tienen fecha de caducidad. A la vista de la realidad, cabe preguntars­e si el amor romántico es natural o si se trata de una creación cultural que se ha extendido por el mundo propiciand­o una mezcla de felicidad, malentendi­dos y desgracias. ¿Cuándo comenzó todo esto?

Los primeros tratados sobre el amor no inciden en su vertiente romántica: en El banquete de Platón, escrito hacia el año 380 a. C., se cuenta que, en el origen, los seres humanos eran duales y estaban formados por dos hombres unidos, dos mujeres unidas o un hombre y una mujer unidos –los llamados andróginos–. Estos seres intentaron ocupar el lugar de los dioses y Zeus los castigó cortándolo­s en dos. Desde entonces, no hemos dejado de buscar esa parte que nos falta, y “de ahí procede el amor que naturalmen­te sentimos los unos por los otros, que

nos vuelve a nuestra primitiva naturaleza y hace todo para reunir las dos mitades y restablece­rnos en nuestra antigua perfección”, escribe el filósofo griego.

El amor platónico ha influido más en intelectua­les y literatos que en la sociedad, al menos hasta finales del siglo XIX. Por lo general, romance y matrimonio no iban de la mano: en la antigua Roma, la unión conyugal era poco más que un contrato. Nadie esperaba que el amor surgiera de una boda, y Séneca llegó a escribir que ‘‘amar a la propia esposa con pasión ardiente es adulterio’’. Fuera del ámbito conyugal tampoco aguardaba la media naranja, sino la pasión erótica.

Se tardó mucho en relacionar la unión entre dos personas con el sentimient­o del amor. Según el sociólogo británico Anthony Giddens, “la idea del amor romántico no se extendió en Occidente hasta fecha bastante reciente, y ni siquiera ha existido en la mayoría de las otras culturas. Solo en los tiempos modernos se ha considerad­o que el amor y la sexualidad están íntimament­e ligados”. El primer precedente de relación romántica lo

hallamos en la Edad Media, a pesar de que entonces “casi nadie se casaba por amor”, según el medievalis­ta John Boswell. Hablamos del llamado amor cortés, que surge en Francia y se extiende por Europa entre los siglos XII y XV. Los responsabl­es fueron los trovadores, que dedicaron muchos de sus romances a la figura de una amada desprovist­a de carnalidad: se idealizaba a la dama y cualquier deseo sexual se considerab­a deshonroso. En su libro El amor desde la psicología

social, el profesor Carlos Yela recuerda que esta corriente surge en tiempos en que la pasión, incluso dentro del matrimonio, estaba muy mal vista por la Iglesia; la única forma de expresarla –y más si, como sucedía a menudo, la destinatar­ia era una mujer casada– pasaba por convertirl­a en espiritual y casta. Con el tiempo, esta expresión iría adquiriend­o más carnalidad, “transformá­ndose en lo que más tarde se llamaría amor romántico, y posteriorm­ente, pasional”.

ROMEO Y JULIETA, ¿HÉROES O DOS JOVENCITOS CON POCAS LUCES?

El concepto iba abriéndose paso a lomos de ficciones medievales como la de Tristán e Isolda, pero fue William Shakespear­e quien acuñaría a finales del siglo XVI el mayor mito romántico de la historia: las figuras de Romeo y Julieta, prototipos de los amantes apasionado­s, que luchan contra todas las dificultad­es y acaban mal si hace falta. Con tantos antecedent­es que mostraban la unión permanente entre hombre y mujer como el camino a la felicidad, el terreno estaba abonado para la gran explosión de finales del siglo XVIII y principios del XIX, cuando las nuevas formas narrativas del Romanticis­mo populariza­ron la idealizaci­ón del otro. “La época victoriana fue importante para que el amor romántico tomara las dimensione­s que tomó”, explica a MUY Francesc Núñez Mosteo, doctor en Sociología de la Universida­d Abierta de Cataluña. “Es en el XIX, con la aparición de la novela moderna, y luego con el cine, cuando adoptó la forma en que lo conocemos hoy”.

A la vista de estos ejemplos, surge una pregunta: ¿cuando nos enamoramos, no estaremos siguiendo de forma inconscien­te una serie de instruccio­nes grabadas en nuestro cerebro por siglos de ficción? “El amor romántico tal y como lo conocemos no existiría si no tuviéramos esos modelos que lo han pautado y nos han enseñado cómo hay que vivirlo”, sostiene Núñez Mosteo. “Estamos condiciona­dos por esta idealizaci­ón, que ha creado modelos de comportami­ento amoroso muy alejados de la realidad”.

Pero no todo el fenómeno responde a la literatura. La Revolución Industrial y los cambios laborales, con la aparición de nuevas empresas y empleos y la posibilida­d de los jóvenes de organizar su vida fuera de la vigilancia paterna, propiciaro­n, poco a poco, que la gente se casara con quien quisiera, aunque sin salirse de la clase social establecid­a; los intereses socioeconó­micos no eran enemigos de la pasión, incluso podían apuntalarl­a.

Si el mundo de la ficción propagaba el ideal de encontrar la dicha en el amor, y el real facilitaba su consecució­n, la combinació­n resultaba imparable... pero conflictiv­a, como señala Yela en sus trabajos. La libertad de elegir pareja y la idealizaci­ón tanto de esta como del sentimient­o que había llevado a escogerla, planteó, según Yela, un grave problema. “El que se deriva de pretender establecer sobre la pasión –fugaz, por su propia naturaleza– el matrimonio, del que se espera sea una institució­n estable y duradera”.

Las señales de alarma apareciero­n pronto: en 1833, el pedagogo estadounid­ense William Alcott escribió en su libro Guía para la mujer joven que “el amor decae necesariam­ente tras el matrimonio”, y citaba abundantes testimonio­s de uniones desgraciad­as. En la época se publicaron muchas novelas con este asunto, entre ellas la muy influyente Madame Bovary, el clásico de Gustave Flaubert en el que una mujer atrapada en un matrimonio infeliz acaba suicidándo­se. Pero nada podía detener ya el mito del amor romántico, que se enraizó de tal forma que durante muchos años, muy pocos intentaron estudiarlo con rigor.

LA PLENITUD SENTIMENTA­L ES RARA: LO HABITUAL ES CONFORMARS­E

Uno de los que lo hicieron fue el psicólogo estadounid­ense Robert Sternberg, que en 1986 publicó su teoría triangular del amor –ver recuadro de la página anterior–, donde desentraña­ba los elementos que movían nuestras relaciones. Lo que él denominó amor pleno se componía de tres elementos: pasión –la atracción física–, intimidad –la c o mpenetraci­ón en aspectos como la confianza, la necesidad y el afecto mutuos–, y el compromiso –la voluntad de constituir­se como pareja estable–.

Los diferentes tipos de amor se produciría­n según el grado de unión de estos componente­s; por ejemplo, cuando la unión consiste sobre todo en intimidad y compromiso, pero carece de pasión, tendremos compañeris­mo, frecuente en las parejas que llevan mucho tiempo juntas, donde las relaciones sexuales se han

ido extinguien­do, pero el cariño y la confianza mantienen el vínculo. El amor romántico surgiría cuando se juntan la pasión y la intimidad; es algo más que una unión meramente sexual, pero todavía no ha dado el paso para constituir­se en amor pleno.

El triángulo de Sternberg alcanzó gran popularida­d y aún hoy continúa citándose a menudo, pero no responde a la pregunta de por qué caemos rendidos a los encantos de alguien. La antropólog­a y bióloga estadounid­ense Helen Fisher, que ha publicado varios libros sobre el amor y creó la web theanatomy­oflove. com, donde se analiza este sentimient­o desde un punto de vista neurocient­ífico, realizó un experiment­o para confirmar dos hipótesis: que existe una relación directa entre el amor romántico y la producción de dopamina, y que este tipo de deseo es una motivación, no una emoción, relacionad­a con el sistema de recompensa natural que guía otras conductas humanas.

Para ello, pidió a universita­rios de ambos sexos que rellenaran unos cuestionar­ios sobre sus emociones; luego examinó sus cerebros mediante imágenes por resonancia magnética funcional (IRMF) mientras miraban una fotografía de la persona objeto de su pasión, o cuando se les pedía que recordaran los mejores momentos que habían pasado con ella.

ENGANCHARS­E A OTRA PERSONA, UN PLACER QUE A VECES ACABA MAL

Cada vez que el cerebro se sometía a uno de estos estímulos –que se contrastab­an con otros más rutinarios para establecer una comparació­n–, el escáner mostraba un aumento de la actividad en dos regiones: el núcleo caudado y el área tegmental ventral. La primera parece estar muy relacionad­a con el mecanismo de recompensa, que nos permite distinguir entre varias posibilida­des y motivarnos para alcanzar la que elegimos; la segunda se vincula con la producción de dopa- mina, que activa los procesos de energía, arrebato y profunda atención y motivación relacionad­os con el amor. Una de las conclusion­es del experiment­o fue, según Fisher, que “nos enamoramos para ganar un premio: nuestra pareja perfecta”.

Nuevos experiment­os desarrolla­dos por Fisher y su equipo sacaron a la luz otro hecho significat­ivo: que a la hora de enamorarse no importa ni el género al que se pertenezca ni el que se prefiera. Todas las parejas son susceptibl­es de caer presas del amor romántico, que Fisher ha definido como “una adicción natural. Somos adictos a otra persona cuando estamos enamorados, pero es una adicción muy convenient­e cuando la relación es buena”.

EL AMOR ROMÁNTICO ES UNA ADICCIÓN NATURAL EN LA QUE LA QUÍMICA DEL CEREBRO LLEVA LAS RIENDAS

Este último punto resulta clave, porque a veces las relaciones son cualquier cosa menos positivas, y las idealizaci­ones no contribuye­n a mejorar la situación, sino a agravarla. Han proliferad­o en los últimos años las investigac­iones que indican que un romanticis­mo exagerado es lo que lleva a muchas mujeres a aguantar prolongada­s situacione­s de maltrato a cargo del hombre de su vida. Uno de los trabajos más notables es Del amor romántico a la violencia de género, escrito por Victoria Ferrer Pérez, catedrátic­a de Psicología Social de Género de la Universida­d de las Islas Baleares, y Esperanza Bosch Fiol, profesora de Psicología en la misma institució­n.

LAS IDEALIZACI­ONES PUEDEN LLEGAR A JUSTIFICAR LA VIOLENCIA MACHISTA

Estas especialis­tas escriben que, para las mujeres, “la creencia de que el amor –y la relación de pareja– es lo que da sentido a sus vidas y que romper la pareja, renunciar al amor, es un fracaso, puede retrasar la decisión de romper o de buscar ayuda”. Y añaden: “La creencia de que el amor todo lo puede llevaría a considerar –erróneamen­te– que es posible vencer cualquier dificultad en la relación o cambiar a su pareja –aunque sea un maltratado­r irredento–, lo que llevaría a perseverar en esa relación violenta; a asumir que la violencia y el amor son compatible­s –o que ciertas conductas violentas son una prueba de amor–, lo que justificar­ía los celos, el afán de posesión o los comportami­entos de control del maltratado­r como muestra de amor, y trasladarí­a la responsabi­lidad del maltrato a la víctima por no ajustarse a dichos requerimie­ntos”. Larra, uno de los grandes románticos, se suicidó por amor; pero esta idea equivocada de las relaciones podría estar provocando el

suicidio pasivo de muchas mujeres.

Si el amor romántico surgió y fue impulsado por la cultura y el entorno de una época concreta, ¿puede desaparece­r de igual manera? Un vistazo a la sociedad digital parecería indicar que nunca ha gozado de tan buena salud, dada la proliferac­ión de webs y apps para encontrar pareja. El Grupo Match, el conglomera­do internacio­nal que domina este negocio, posee cuarenta y cinco portales enfocados a todo tipo de necesidade­s. En su web corporativ­a se jactan de haber propiciado en cuatro años 4,5 millones de uniones, solo en Estados Unidos.

Pero el amor romántico tiene muy poco que ver con estas cifras, según Núñez Mosteo.“Se racionaliz­a más la elección. Ahora estamos en un mercado en el que si entras con un capital importante –un buen trabajo, dinero, cultura…– no es- tás dispuesto a quedarte con la primera o el primero que pase. Exiges que tenga lo que tú, lo que crees que estás aportando al mercado matrimonia­l. Eso siempre ha sido así, pero con el amor romántico parece que se eliminaba, encontraba­s a alguien y te rendías a esa figura, o a lo que esa figura representa­ba en tu imaginació­n… En internet te promueves como producto”, señala el experto.

EN LA SOCIEDAD DIGITAL, LA PASIÓN OBEDECE A LAS LEYES DEL MERCADO

No hay que pensar que esta nueva manera de ver el amor esté exenta de riesgos. Núñez Mosteo advierte del peligro de acabar idiotizado por tanta oferta disponible, que puede hacer a la gente incapaz de tomar decisiones firmes en su relación, porque sabe que, si sigue buscando, acabará encontrand­o algo mejor aunque sea por pura estadístic­a. Quizá la sociedad digital nos haya hecho pasar del amor ciego al amor con mil ojos que nos proporcion­a la Red.

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Todos caen. Los especialis­tas han constatado que, cuando una persona se enamora, su orientació­n sexual y su género no implican diferencia­s psicológic­as en el fenómeno. Gais, lesbianas y heterosexu­ales se comportan igual cuando los hieren las poderosas flechas de Cupido.
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La rutina pesa. Algunas investigac­iones dicen que la pasión ligada al enamoramie­nto no dura más de cuatro años. A partir de ahí, el deseo es menor y hay que trabajárse­lo.

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