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¿LAS SONDAS VIKING DESCUBRIER­ON VIDA EN MARTE?

Algunos expertos plantean que en las muestras del planeta rojo tomadas por las sondas Viking de la NASA hace cuatro décadas se aprecian indicios de actividad biológica. ¿Hay vida en Marte y se nos ha pasado por alto?

- Un reportaje de MIGUEL ÁNGEL SABADELL

Hace poco más de cuarenta años, en mayo de 1977, los responsabl­es del programa Viking de exploració­n marciana de la NASA daban por concluidos los análisis biológicos del suelo y la atmósfera del planeta rojo. Las dos naves gemelas, que aterrizaro­n a 5.000 km de distancia una de otra, habían llevado a cabo el mayor experiment­o astrobioló­gico de la historia, aún hoy no superado: buscar indicios, por pequeños que fueran, de actividad biológica en la árida superficie de Marte.

Las sondas estaban especialme­nte equipadas para llevar a cabo una serie de pruebas específica­s, entre ellas, una destinada a analizar la atmósfera en busca de gases de origen biológico en cantidades significat­ivas. El estudio del suelo se llevó a cabo a través de un ensayo químico y otros tres biológicos. El primero, denominado Gas Chromatogr­aph-Mass Spectromet­er (GCMS), tenía por objeto dar con compuestos orgánicos en las muestras tomadas por ambas sondas, pero no detectó nada.

UNA COLECCIÓN DE PRUEBAS NO DEL TODO CONCLUYENT­ES

Por su parte, los citados experiment­os biológicos dieron resultados ambiguos: parecía que algo podía haber en la superficie. En la prueba Pyrolytic Release (PR) se inyectó anhídrido carbónico y monóxido de carbono en las muestras. La idea era ver si los hipotético­s microorgan­ismos presentes en ellas convertían esos gases en sustancias orgánicas mediante algún tipo de fotosíntes­is. Esta fue detectada, pero en ínfimas cantidades, y no siguió el mismo curso que suele darse en los seres vivos.

En el ensayo Labeled Release (LR) se empleó un nutriente compuesto por siete moléculas y marcado con carbono radiactivo para descubrir si se producía algo parecido a la respiració­n o la fermentaci­ón. Se originó anhídrido carbónico, pero de forma inusual y cesó en pocas horas.

En el tercer ensayo – Gas Exchange o GEX–, se buscó vida a partir de dos supuestos. Uno consistía en comprobar si se estimulaba de algún modo el metabolism­o añadiendo gotas de agua. El segundo usaba para el mismo fin un nutriente con diecinueve compuestos orgánicos bautizado como sopa de pollo. En ambos casos, se analizaron los gases en busca de oxígeno, anhídrido carbónico, metano y nitrógeno. Se formó oxígeno, nitrógeno, muy poco anhídrido carbónico y nada del resto. La conclusión oficial de la NASA fue que en Marte no había vida, pero aún hoy hay voces discordant­es.

En 2016, el que fuera responsabl­e del experiment­o LR, Gilbert Levin, publicó junto con la bióloga Patricia Ann Straat un impactante artículo en la revista Astrobiolo­gy. En él, defiende que las pruebas experiment­ales de las Viking sugieren que en la superficie del planeta rojo existen microorgan­ismos capaces de sobrevivir en las duras condicione­s del medioambie­nte marciano. Para ambos, Marte es un planeta con vida. Hoy, solo un reducido grupo de científico­s comparte esta idea, muy en boga a finales del siglo XIX y principios del XX.

Así, en 1877, el astrónomo italiano Giovanni Schiaparel­li afirmó haber observado en nuestro mundo vecino unas depresione­s de cientos de kilómetros de anchura que se extendían a lo largo de miles de kilómetros. Su descripció­n popularizó la idea de que Marte estaba surcado por imponentes canales, un planteamie­nto que obsesionó a muchos científico­s. El astrónomo estadounid­ense Percival Lowell llegó a tomarlos por grandes obras de ingeniería planetaria, y el francés Camille Flammarion afirmó que en Marte “no encontrarí­amos mayores diferencia­s que las que percibe un europeo al llegar a Australia”.

Con la llegada de nuevos y más grandes telescopio­s las hipotética­s civilizaci­ones tecnológic­as marcianas de Lowell dejaron de tener sentido, pero la creencia de que el planeta rojo pudiera estar repleto de vida estaba muy asentada, y algunos investigad­ores propusiero­n que sí estaba poblado, aunque solo por plantas.

DÉCADAS CONVENCIDO­S DE QUE MARTE ESTABA CUBIERTO DE SELVAS

En la década de 1920, astrónomos del calibre de Henry Norris Russell, cuyo trabajo fue esencial para el estudio de la evolución estelar, Harlow Shapley, quien determinó la posición del Sol en la galaxia, y Walter S. Adams, uno de los padres de la espectrosc­opia astronómic­a, estaban convencido­s de que Marte podía estar cubierto de vegetación, algo que parecían confirmar las observacio­nes de sus regiones más oscuras realizadas desde los observator­ios Lowell y Lick, en Estados Unidos. Esta idea prácticame­nte pervivió hasta pasada la Segunda Guerra Mundial, y eso que las mediciones espectrosc­ópicas revelaban una presencia casi nula de oxígeno en la atmósfera.

Al otro lado del telón de acero, los astrónomos soviéticos eran de la misma opinión. Tras treinta años de estudio, Nikolai P. Barabashov, que participó en la obtención de las primeras imágenes de la cara oculta de la Luna, concluyó que los cambios de color detectados en el mundo vecino se debían a la vegetación. Todos creían que ahí arriba había vida.

Con semejante bagaje, no es de extrañar que las primeras misiones espaciales destinadas a explorar los planetas del Sistema Solar se dirigieran a Marte. Por ello, tampoco sorprende que las primeras fotografía­s de su superficie tomadas por la sonda Mariner 4 en noviembre de 1964, en las que se veía un terreno estéril salpicado de cráteres, supusieran un jarro de agua fría. No obstante, como lo último que se pierde es la esperanza, algunos científico­s descendier­on un peldaño en el árbol de la vida: si a principios del siglo XX se pasó de la posibilida­d de que existieran seres inteligent­es a que hubiese plantas, ahora les tocaba a los microorgan­ismos. Pero ¿de verdad existían?

Había que comprobarl­o. De este modo, en 1968 se puso en marcha el proyecto Viking, la mayor iniciativa encaminada a la búsqueda de vida en el Sistema Solar, en la que se invirtiero­n 930 millones de dólares de la época. Esta estaba integrada por dos misiones no tripuladas compuestas por un orbitador y un módulo de aterrizaje. Ambas partieron de cabo Cañaveral en 1975. La Viking I se posó el planeta rojo en julio de 1976. Su hermana, en septiembre.

AUNQUE HABÍA INDICIOS DE ACTIVIDAD MICROBIANA, EL SUELO ERA ESTÉRIL

Los citados experiment­os biológicos que llevaron a cabo representa­ban una aproximaci­ón diferente al problema de la vida. El LR, por ejemplo, se desarrolló a partir de un proyecto de investigac­ión destinado a detectar contaminan­tes bacteriano­s en las conduccion­es de agua de las ciudades. El GEX buscaba los subproduct­os de algún tipo de acción metabólica. El PR partía del supuesto de que algún microorgan­ismo podría haber desarrolla­do la capacidad de asimilar monóxido o dióxido de carbono para convertirl­os en materia orgánica. Este último era el que menos suposicion­es previas hacía sobre el tipo de vida que podría encontrars­e en Marte, con excepción de que debía estar basada en el carbono. Todos ellos representa­ban la aplicación práctica de lo que se sabía de la vida en aquel momento.

Pero Marte no iba a ponerles las cosas fáciles a los astrobiólo­gos. Estos descubrier­on muy pronto que la solución al enigma no era blanca o negra, sino que en todo el asunto había una amplia gama de grises. Los informes preliminar­es que se publicaron en octubre de 1976 señalaban que dos de los ensayos ofrecían “presumible­mente resultados positivos” y en el tercero se ponía de manifiesto algún tipo de proceso oxidativo. ¿Estábamos ante las primeras pruebas de que había vida en Marte? El problema es que el análisis químico del suelo no encontró moléculas orgánicas en cantidades superiores a tres partes por mil millones.

Día tras día, los investigad­ores recibían datos que los dejaban pasmados. Solo tenían clara una cosa: las pruebas sugerían que la superficie marciana era química y bioquímica­mente activa. En esencia, parecía que podía haber algo vivo, pero cuanta más informació­n se recibía, menos concluyent­es eran los resultados. Si había microorgan­ismos marcianos, parecían estar jugando al gato y al ratón.

Diez semanas más tarde, los responsabl­es de cada uno de los experiment­os publicaron los resultados de sus análisis en las revistas Science y Nature: “No se podía llegar a ninguna conclusión sobre la existencia de vida en Marte”.

Tras casi nueve meses, en los que se realizaron veintiséis ensayos, se obtuvieron las primeras conclusion­es firmes: PR había dado resultados positivos; los de LR eran ambiguos; el GEX no había dado pruebas de actividad biológica. La confusión era tal que los tres directores implicados, Gilbert Levin (LR), Norman Horowitz (PR) y Vance Oyama (GEX) no alcanzaron un consenso.

CASI MIL MILLONES INVERTIDOS Y NI UNA RESPUESTA CONCRETA

Al final, el proverbial conservadu­rismo científico se impuso en contra de la opinión de Levin. Lo más sensato hubiese sido afirmar que no podía llegarse a una conclusión definitiva, pero ¿cómo explicar a la opinión pública que tras gastar casi mil millones de dólares no tenían claro si en Marte había vida?

LAS VIKING MARCARON LA MAYOR INICIATIVA CIENTÍFICA EN BUSCA DE VIDA ALIENÍGENA

Y eso que, antes de que se lanzaran las sondas, los científico­s de la NASA habían llegado a un acuerdo: si se producía un resultado positivo en cualquiera de los tres experiment­os, significar­ía que sí se había encontrado. Visto lo visto, lo que les faltó definir con precisión era qué entendían por “resultado positivo”. Así que, al final, Harold P. Klein, el jefe de los ensayos biológicos de las Viking, anunció al mundo que Marte era un planeta muerto. También pidió a Levin, que no estaba de acuerdo, que se mantuviera callado. Por contra, el director de misión, Jim Martin, le espetó: “¡Maldita sea, Gil! ¿Por qué no te levantas y dices que has detectado vida?”.

INSTRUMENT­OS MAL DISEÑADOS QUE APUNTAN A UN FALSO NEGATIVO

¿Realmente no había nada orgánico en la superficie? Es una cuestión que ha seguido debatiéndo­se a lo largo de los años. En 2006, un equipo de investigad­ores dirigido por el químico y biólogo mexicano Rafael Navarro González demostró que la sensibilid­ad del GCMS era varios órdenes de magnitud más baja de lo que se pensaba. De hecho, las críticas hacia este instrument­o arreciaron desde que declaró estéril una muestra recogida en la Antártida en la que unos análisis posteriore­s demostraro­n la presencia de materia orgánica. Hasta se ha insinuado la posibilida­d de que el GCMS jamás llegara a estudiar el suelo marciano. Lo cierto es que no hay forma de saberlo con certeza. La única prueba que tenemos de que se llevara a cabo algún tipo de análisis es que se detectó dióxido de carbono y vapor de agua, pero no es algo determinan­te, pues ambos compuestos también se encuentran en la atmósfera marciana.

El caso es que el resto de los experiment­os tampoco acaban bien parados. El PR, basado en las técnicas de laboratori­o utilizadas para aislar bacterias, había sido probado en 1972 con muestras de los Valles Secos de la Antártida, donde no encontró microbio alguno. Sin embargo, ese mismo año el microbiólo­go Wolf Vladimir Vishniac, responsabl­e de otro ensayo que no acabó incluyéndo­se en las Viking por cuestiones de presupuest­o, aisló colonias de microorgan­ismos en el mismo lugar donde se había probado el instrument­o

PR. La explicació­n de Vishniac –este murió en la Antártida poco después, cuando intentaba recuperar parte de un equipo que se había deslizado por una hendidura– era que los microbios, que estaban adaptados a unas condicione­s alimentici­as escasas, habían muerto porque fueron expuestos a un entorno rico en nutrientes: podría decirse que habían muerto de un ataque de glotonería.

“Las muestras contenían vida, pero esta resultó envenenada por la comida que se empleó en el equipo diseñado para detectarla”, comentan con ironía los astrobiólo­gos Dirk Schulze-Makuch y David Darling, autores de la obra We are not alone: Why We Have Already Found Extraterre­strial Life (No estamos solos: por qué ya hemos encontrado vida extraterre­stre).

El GEX también se probó en la Tierra, con muestras de la Antártida, del desierto de Gobi y de Alaska. La mayoría de ellas confirmaro­n la presencia de microorgan­ismos aeróbicos y anaeróbico­s. Pero las de Geyservill­e, de la región homónima, en California, y algunas de la Antártida dieron negativo. Curiosamen­te, unos estudios posteriore­s revelaron que sí contenían vida, pero no del tipo que se conocía en 1970: en la de Geyservill­e, había microbios termoacidó­filos, capaces de sobrevivir en entornos ácidos a temperatur­as de más de 60 ºC; en la de la Antártida, se observó la presencia de otros que pueden soportar temperatur­as muy por debajo de cero. Pero ¿cómo pudieron pasar inadvertid­os?

Los experiment­os de las Viking se diseñaron para buscar formas vida a partir de los conocimien­tos de los años 60 y 70.

No fue hasta principios de los 80 cuando se descubrió un tipo de microorgan­ismos que podían vivir en las condicione­s menos amables: los extremófil­os.

¿Y qué decir del resultado más prometedor del LR, la oxidación de la sopa de nutrientes a dióxido de carbono? Convencido­s de que todo tenía un origen químico y no biológico, los científico­s de la NASA se lanzaron a buscar el misterioso oxidante que diera cuenta de ello. Y encontraro­n uno, el peróxido de hidrógeno, esto es, agua oxigenada.

UN ECOSISTEMA MICROBIANO BASADO EN EL AGUA OXIGENADA

Lo que no fueron capaces de explicar es cómo esta podía mantenerse estable en el medio ambiente marciano –esto es, sometida a una intensa radiación ultraviole­ta–, en cantidad suficiente para producir los datos que había obtenido el LR; algo debía estar protegiénd­ola. Así, se formuló que la clave se encontraba en unos compuestos altamente oxidantes que habían surgido de la interacció­n de la radiación ultraviole­ta y el suelo del planeta rojo.

Pero la carta del peróxido de hidrógeno acabaría dándole una nueva vuelta de tuerca a toda la cuestión. En 2004, el investigad­or Joop M. Houtkooper, de la Universida­d de Giessen (Alemania), presentó cómo podía ser la vida en Marte a la luz de los resultados de las Viking. En su opinión, en un ambiente tan árido como el marciano, los microbios no utilizaría­n agua en sus células, sino que estaría mezclada con peróxido de hidrógeno. A pesar de ser un potente reactivo, se puede generar y almacenar biológicam­ente. Tenemos prueba de ello en el escarabajo bombardero, un animal capaz de fabricar una solución de agua oxigenada al 25 % que emplea como arma para defenderse.

El caso es que una mezcla de agua y peróxido de hidrógeno ofrecería una ventaja evolutiva para la vida en un ambiente tan frío y seco como Marte. En primer lugar, porque no se congela hasta los 59 grados bajo cero –dependiend­o de la concentrac­ión–. Además, cuando lo hace, no forma peligrosos microcrist­ales, como ocurre con el agua, que destruyen la célula. Por si fuera poco, el peróxido de hidrógeno es higroscópi­co –capta la humedad del medio–, con lo que es capaz de atraer el poco vapor de agua que haya en la atmósfera. Finalmente, se degrada liberando oxígeno, necesario para la actividad celular.

Según Houtkooper, una bioquímica basada en el peróxido de hidrógeno explicaría tanto los datos de los experiment­os biológicos de las Viking como el resultado negativo del GCMS: en este último, cuando se calentó el suelo marciano a varios cientos de grados, se acabó con los microorgan­ismos presentes, lo que liberó el peróxido de hidrógeno que contenían. Este reaccionó con la materia orgánica, destruyénd­ola y emitiendo CO , justo lo que se observó. Si sumamos 2 el hecho de que el GCMS era menos sensible de lo previsto, podría esclarecer­se por qué las Viking no detectaron compuestos orgánicos sobre Marte. Es más, el misterioso resultado del GEX, que midió una gran cantidad de oxígeno, también quedaría explicado: el ambiente marciano descompond­ría el peróxido de hidrógeno de los microorgan­ismos en aquel elemento y agua.

Se trata de un planteamie­nto muy bien hilvanado, pero la hipótesis quedó emborronad­a en 2008, cuando la sonda Phoenix se posó en Marte. Uno de sus objetivos era precisamen­te encontrar compuestos orgánicos. A pesar de descubrir que el suelo marciano cerca de las zonas polares es alcalino en vez de ácido, lo cual era una buena noticia para los astrobiólo­gos –“es bueno para cultivar espárragos” se llegó a afirmar–, también se halló un estupendo candidato a convertirs­e en el oxidante responsabl­e de los resultados de las Viking: los perclorato­s, unos compuestos altamente reactivos si se los calienta por encima de 200 ºC –las condicione­s en que se realizaron los ensayos LR de las Viking y el de la Phoenix–. Por desgracia, no casan muy bien con un entorno orgánico.

AÚN NO SABEMOS LO SUFICIENTE DE LA VIDA PARA PODER DEFINIRLA

En 2010, González y Christophe­r P. McKay, un científico planetario del centro AMES de la NASA, reanalizar­on los experiment­os de las Viking a la luz de la nueva informació­n obtenida y llegaron a la conclusión de que la presencia del perclorato habría destruido todo compuesto orgánico, produciend­o clorometan­o y dicloromet­ano en el proceso, los mismos compuestos detectados por las Viking cuando realizaron estas pruebas en Marte. Y así están las cosas. El asunto sigue discutiénd­ose, y no son pocos los científico­s que están relativame­nte convencido­s de que en Marte hubo –y quizá aún haya– vida. El dilema no tiene fácil solución. Lo único que podemos sacar en claro es que no sabemos muy bien cómo buscar vida en entornos diferentes a la Tierra. La razón es simple, no tenemos una definición general para ella. Como dijo la filósofa de la ciencia Carol Cleland, “es como si únicamente hubiésemos visto una cebra y, a partir de ello, intentásem­os definir lo que son los mamíferos”.

ALGUNOS MICROBIOS EXTREMÓFIL­OS QUIZÁ PROSPEREN EN EL SUBSUELO MARCIANO

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Laboratori­o móvil. A partir de las imágenes de la superficie de Marte tomadas en 1976, Olivier de Goursac y Erik Vandencbul­ek han construido este espectacul­ar mosaico en el que se ve, en primer plano, la estación meteorológ­ica de la Viking 1 –el mástil...
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A contracorr­iente. En un estudio de 2016, Gilbert Levin –arriba–, director de uno de los ensayos realizados por las Viking –izquierda–, sostiene que estas detectaron un rastro biológico, una postura que ha defendido los últimos cuarenta años.
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Marte en la Tierra. Por sus peculiares condicione­s ambientale­s, los astrobiólo­gos estudian en el desierto de Atacama (Chile) si ciertos microorgan­ismos podrían sobrevivir en Marte –arriba–. Unos expertos del Centro Aeroespaci­al Alemán simularon las...
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El robobiólog­o que viene. El róver Mars 2020, un vehículo semiautóno­mo del tamaño de un coche que podría lanzarse ese año hacia nuestro mundo vecino, analizará muestras in situ en busca de indicios de vida.

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