La amenaza de los cazas
Pergeñados durante la Gran Guerra por la necesidad de acabar con las aeronaves enemigas de bombardeo y reconocimiento, los aviones de caza no tardaron en convertirse en los aparatos voladores más avanzados y complejos.
Nacidos durante la Primera Guerra Mundial, los aviones de combate no tardaron en convertirse en los aparatos voladores más avanzados y complejos, y dieron lugar a una rica mitología bélica de ases del aire.
Cuando se inició la Primera Guerra Mundial, en el verano de 1914, aunque algunos de los contendientes contaban ya con servicios de aviación, prácticamente ninguno de ellos sabía con exactitud cómo darles un uso militar. Se suponía, y así se había experimentado en numerosas maniobras previas al conflicto, que sería una especie de caballería aérea, similar a la terrestre en sus funciones: explorar en vanguardia de los ejércitos para descubrir al enemigo y determinar su composición, la disposición de sus fuerzas y el número de sus efectivos y, cómo no, hostigarlo. Desde el aire se realizaría esta misión con mayor eficacia y velocidad y hasta podrían lanzarse algunas bombas, tal y como habían hecho italianos y españoles en sus guerras coloniales norteafricanas. No es de extrañar que entre los primeros aviadores militares se encontrara un gran número de oficiales de los Cuerpos de Ingenieros y de Caballería.
PRIMERAS MISIONES AÉREAS: RECONOCER Y BOMBARDEAR
Como resultado, gran parte del léxico aeronáutico quedó plagado de términos de este último y, así, los aviones pasaron a tener morro en vez de proa y cola en vez de popa, y a convertirse en la montura de los pilotos, quienes incluso tre- paban a sus aeronaves mediante estribos colocados en el lado derecho… De igual forma, las diferentes unidades aéreas recibieron nombres con reminiscencias de la equitación militar: escuadrillas, escuadrones y alas.
Para llevar a cabo de una manera más eficaz su cometido, los aviones de reconocimiento eran biplazas. En ellos, el segundo tripulante, llamado observador, podía tomar nota en sus mapas de cuanto descubriese. Poco después, estos observadores ya manejaban una cámara fotográfica, manual y muy pesada.
También las misiones de hostigamiento evolucionaron velozmente para dar paso a los verdaderos bombarderos, capaces
de portar cargas explosivas cada vez mayores. J Si en 1914 la bomba más usual era de escasamente cinco kilogramos, en 1918 se llegaron a arrojar algunas de 1,5 toneladas desde dirigibles y aviones polimotores. La primera ciudad en ser bombardeada por la aviación fue París, que un domingo 30 de agosto de 1914, transcurrido apenas un mes desde que Austria-Hungría declarara la guerra a Serbia, recibió la visita de un monoplano Taube (‘paloma’, en alemán). Pilotado por el teniente Ferdinand von Hiddessen, arrojó algunas bombas –la cifra oscila según la fuente, pero se estima que fueron entre tres y cinco– que causaron a lo sumo un par de víctimas mortales y diversos desperfectos, y dejó caer panfletos de propaganda en francés que instaban a que se rindieran los parisinos.
A FALTA DE ARMAS, VALOR, ARROJO Y TÁCTICAS KAMIKAZES AL ESTILO RUSO
Resultaba evidente que era necesario eliminar del cielo tanto a los exploradores y aviones de reconocimiento como a los bombarderos; ya desde el principio, unos y otros aviadores se habían disparado con pistolas y carabinas al encontrarse en los cielos. Era prácticamente imposible que, salvo por casualidad, ningún piloto pudiera guiar su avión y disparar un arma contra otra aeronave al mismo tiempo.
De hecho, el primer derribo aéreo se consiguió –el 8 de septiembre de 1914– cuando el pionero ruso Piotr Nésterov realizó con éxito un tarán (de la palabra rusa para ariete): embistió, con su Morane-Saulnier, contra un Albatros B.II austriaco de reconocimiento con dos tripulantes. Ambos aviones se estrellaron, y murieron los tres aviadores. Otro piloto ruso, Alexander Kazakov, empleó en marzo del año siguiente un ancla con una larga cadena que colgaba de su avión para derribar un biplaza Albatros –una variedad de tarán más astuta y menos suicida–.
Pero fueron el sargento francés Joseph Frantz y su mecánico, el cabo Louis Quenault, quienes, a bordo de un biplano biplaza Voisin III en el que habían instalado una ametralladora, consiguieron derribar, por vez primera en combate aéreo, a un Aviatik alemán el 5 de octubre de 1914. Naturalmente, el segundo tripulante era el que manejaba el arma, mientras que el piloto se ocupaba de controlar el vuelo.
ROLAND GARROS: DE LA GLORIA DEPORTIVA AL COMBATE AÉREO
Joven, osado e impulsivo, Roland Garros se había ganado una amplia fama como sportman aéreo por batir varios récords y, muy especialmente, por ser el primer aviador que había cruzado el Mediterráneo volando, desde la base aérea naval de Fréjus-Saint Raphaël, en la Costa Azul francesa, hasta Bizerta, en la actual Túnez. Una hazaña que no le impidió alistarse en la naciente aviación militar tan pronto como estalló la Gran Guerra.
Garros fue destinado a la escuadrilla M23, dotada de monoplanos MoraneSaulnier tipo L, simples scouts o exploradores que no llevaban más armamento que algunas bombas improvisadas con obuses dotados de aletas. Al ser modelos monoplazas, carecían de acompañante que pudiera disparar. Él y su compañero Eugène Gilbert, antiguo competidor suyo en la carrera aérea ParísMadrid, pensaron –y ya otros lo habían hecho antes, sin éxito– en apuntar con el avión, pero se encontraron con el insalvable obstáculo que la hélice, situada en la proa y solidaria con el motor rotativo, suponía para los proyectiles disparados: irremediablemente, algunos impactarían en las palas, lo que causaría su propio derribo. Garros y Gilbert tuvieron una idea bien simple: instalar unas placas metálicas justamente en el lugar en que las balas chocarían. Hicieron pruebas con ayuda de los mecánicos de la escuadrilla, quienes perfeccionaron durante tres meses el invento, colocando unas placas triangulares acanaladas, a modo de deflectores, que desviarían hacia fuera el proyectil que llegase a impactar en ellas. Era una solución algo chapucera, pero las pruebas fueron prometedoras. En sus primeras salidas así armado, Garros consiguió, en apenas quince días, tres victorias consecutivas, las cuarta, quinta y sexta conseguidas en combate aéreo por las fuerzas aliadas. Es abril de 1915, ha pasado menos de un año desde el comienzo de la guerra y el avión de caza ve la luz.
UN ANCLA COLGADA DE UNA CADENA TAMBIÉN SERVÍA PARA DERRIBAR AL RIVAL
Por desgracia para los Aliados, la solución de Garros cayó en manos de los alemanes; según la versión más extendida, cuando el intrépido aviador se vio obligado a tomar tierra en Hulste (Bélgica), tras las líneas enemigas, al ser alcanzado por un proyectil lanzado desde tierra.
UNA IDEA ROBADA + UNA TECNOLOGÍA MEJORADA = AZOTE FOKKER
Garros fue capturado antes de que lograra incendiar su Morane-Saulnier tipo N, y este fue examinado por los expertos enemigos, que pusieron especial atención en su deficiente dispositivo de deflexión. El famoso constructor holandés Anthony Fokker –establecido en Alemania desde 1910– o, mejor dicho, su estrecho colaborador Heinrich Lübbe, relojero de profesión, tuvo la idea de sincronizar el disparador con el giro de la hélice, deteniendo, mediante una leva y una varilla, el percutor de la ametralladora cuando la pala se situaba delante del cañón. Probado e instalado en un monoplano Fokker M.5 –que, curiosamente, era una copia mejorada de un Morane-Saulnier de antes de la guerra–, el mecanismo mejoraba, y mucho, las virtudes del invento de Garros: la hélice no perdía eficacia a causa de las placas, que perjudicaban su perfil aerodinámico, ni sufría vibraciones cada vez que una bala la golpeaba; además, no se perdía munición y la cadencia de tiro de la ametralladora permanecía casi invariable, dada la elevada velocidad de giro de la hélice.
Al más puro estilo alemán, Fokker bautizó el mecanismo sin andarse con eufemismos: stangensteuerung (‘control de varilla’). Ahora sí era posible que un solo hombre pudiera pilotar, apuntar con el propio avión y disparar.
De inmediato, el dispositivo de sincronización fue instalado en los monoplanos ( eindecker, en alemán) Fokker E.I, monoplazas que comenzaron a ser distribuidos a las escuadrillas de biplazas de reconocimiento para que los escoltaran en sus misiones de observación tras las líneas enemigas, tarea en la que rápidamente comenzaron a obtener éxito. De proteger a los biplazas pasaron enseguida a atacar a los observadores y bombarderos enemigos, con tal eficacia que en la segunda mitad de 1915 fue casi imposible que los aviones británicos y franceses sobrevolaran las líneas alemanas, en lo que fue conocido como Fokker Scourge (el azote, flagelo o plaga Fokker).
LOS PRIMEROS ASES, LAS PRIMERAS MEDALLAS Y LAS PRIMERAS REGLAS
Los dos pilotos pioneros de estos monoplanos fueron Max Immelmann y Oswald Boelcke, quienes consiguieron ocho victorias cada uno antes de final de año y se convirtieron en los primeros aviadores en recibir la máxima condecoración alemana al valor, la preciada Pour le Mérite, que, a partir de entonces, y en honor a Immelmann y al color de la medalla, sería conocida como el Max Azul o Blauer Max.
Ambos pilotos establecieron las primeras reglas del combate aéreo, que recogió el segundo en su famoso Dicta Boelcke, un manual de tácticas que pronto fue seguido por las nuevas unidades alemanas formadas solo por aviones de caza, las llamadas Jagdstaffel (‘escuadrón de caza’). El sustantivo cazador es también utilizado por otros contendientes, como los franceses, que los llamarán chasseurs, o los italianos, que bautizarán a los suyos como caccia; sin embargo, los británicos, por ejemplo, emplearán fighter (‘peleador’, ‘combatiente’) en vez de hunter.
Faltos de sincronizadores, los Aliados probaron otras soluciones, como la de instalar las ametralladoras en los costados del avión, orientadas
en ángulo para evitar el círculo batido por la hélice; o la de situarlas, en los biplanos, en la parte superior del ala –el extradós, para ser exactos– apuntando hacia delante y ligeramente hacia abajo, una solución esta última que no se abandonaría incluso cuando ya se disponía de mecanismos sincronizadores.
Pero la más radical fue la adoptada por los pushers (literalmente, ‘empujadores’) –como los británicos F.E.2 y, sobre todo, el De Havilland DH.2–, en los que el motor y la hélice se situaban detrás del piloto, quien tenía así el sector frontal despejado. Será una solución momentánea, dado que estos aviones planteaban problemas para el vuelo, como la debilidad de la estructura –la cola, con sus superficies estabilizadoras y de mando, estaba sostenida por enrejados metálicos desnudos–, la escasa velocidad y el hecho de que a ningún aviador le gustara tener el motor en la espalda cuando se veía obligado a hacer un aterrizaje forzoso (no eran pocos los que morían aplastados).
UNA DURA CONTIENDA MECÁNICA DE POTENCIA Y VELOCIDAD
Llegar más rápido al punto de encuentro, poder escapar en caso de apuro y alcanzar a los bombarderos o a los cazas enemigos que intentan huir es esencial para el caza, y no es extraño que la verdadera batalla técnica se desarrollara, en esos años cruciales, en el terreno de los motores.
En los inicios de la contienda solían ser de tipo rotativo, refrigerados por el aire que pasaba entre los cilindros y dotados con aletas –como los de las motocicletas, algunos de los cuales se usaron en los primeros aeroplanos–. Estos motores giraban por sí mismos sobre su cigüeñal, fijo en el avión, y sus hélices eran solidarias con el propio motor. Luego se empezarían a usar motores en línea, más pesados, como los Mercedes alemanes, los Rolls-Royce británicos y los Liberty estadounidenses.
En la lucha por aunar potencia y ligereza destaca un nombre: Hispano– Suiza. El V8 creado por el ingeniero helvético Marc Birkigt en Barcelona fue fabricado en París en números considerables y se convirtió en decisivo para
la supremacía aérea que los cazas SPAD franceses obtuvieron en 1917 y 1918. Las velocidades de estos aviones –225 km/h en el caso del modelo S.XIII– nada tienen que ver con los 100 o 130 km/h que alcanzaban, respectivamente, los monoplanos Morane-Saulnier N o Fokker E.III de 1915 y 1916.
Con la lucha terrestre enfangada en una interminable y estática guerra de trincheras en la que la combinación de artillería pesada, alambradas y ametralladoras hacía imposible ninguna clase de victoria, la moral de las naciones más afectadas, como Francia, que sufría en su propio terreno las más terribles carnicerías por conquistar unos pocos metros, se vio duramente afectada.
Los periodistas o los propagandistas, no se sabe bien, volvieron sus ojos al cielo y allí encontraron de nuevo la gesta épica, la gloria del combate singular. Los guerreros que en sus monturas aladas —de nuevo la caballería— se desafiaban y conseguían las victorias fueron pronto aclamados en la prensa como verdaderos ejemplos de hidalguía, caballerosidad y destreza bélica.
¿CABALLEROS DEL AIRE O SIMPLES SOLDADOS CON ARMAS VOLADORAS?
Pronto una constelación de ases, jóvenes que se jugaban la vida durante el día en el aire, batiéndose contra el adversario –tan caballeresco como ellos, todo hay que decirlo–, y luego se divertían por la noche en sus coches deportivos o sus motocicletas, bebiendo y amando, para volver al combate antes casi de que amaneciera, llenó el firmamento del patriotismo (y del patrioterismo, claro) galo y luego se contagió al resto de contendientes.
En principio, para ser considerado un as se requería un mínimo de cinco victorias, pero pronto esas cifras serían casi ridículas frente al número alcanzado por quienes ocuparon el parnaso de la fama –ver recuadro de la página anterior–. No solo había nacido, hace ahora un siglo, el avión de caza, sino también el personaje de su piloto: un joven con grandes dosis de destreza aérea, una autoestima por encima de toda lógica, algo fanfarrón y bastante alocado, que iniciaría, muy a pesar de los verdaderos ases del cielo, su largo recorrido en la literatura popular y en el cine hasta nuestros días.
La realidad, sin embargo, nada tuvo ni tiene que ver con estos personajes de ficción: Manfred von Richthofen, por ejemplo, ni siquiera era barón, sino Freiherr, un título no hereditario que se aplicaba a todos los miembros de la familia, incluso en vida del padre. Y aunque fue un excelente atleta y cazador, sus cualidades militares eran nulas y su personalidad, bastante enfermiza y obsesiva, le llevaba a coleccionar recuerdos de sus víctimas que recogía personalmente con indisimulada satisfacción de entre los restos de los aviones que abatía.
Con 53 victorias, el segundo de los ases galos, Georges Guynemer –solo por detrás de su compatriota René Fonck–, era un hombre endeble que fue incluso declarado médicamente inútil para el servicio. Y así con todos y cada uno de ellos: el hombre nada o poco tiene que ver con el personaje, aunque en realidad el tópico se creara con características de muchos de ellos. Es el caso del italiano Francesco Baracca, quien no tenía reparos en saludar a los aviadores derribados si sobrevivían. “Es al avión enemigo al que disparo, no al hombre”, decía. La caballerosidad y el respeto mutuo no fue un caso excepcional, como demuestran hechos como el entierro con todos los honores militares que los británicos dieron al temido Barón Rojo. Lamentablemente, conflictos posteriores darían al traste con todo ello.
Aquellos tiempos pasaron, pero el avión de caza, propulsado ahora a velocidades supersónicas, volando en los límites de la resistencia de los materiales y del piloto y armado con misiles que alcanzan al enemigo más allá del horizonte, ha sobrevivido a pesar de las muchas veces que se ha preconizado su desaparición, sustituido por misiles o por drones.
EL FAMOSO BARÓN ROJO COLECCIONABA RECUERDOS DE LOS ENEMIGOS QUE ABATÍA