Muy Interesante

Bendita ignorancia

Sabemos muy poco y las ideas que creemos nuestras en realidad son de todos. Un ser humano aislado está tan perdido como una hormiga sin la amplitud del organismo social en el que se integra y evoluciona.

- POR ANTONIO MUÑOZ MOLINA

La ignorancia personal puede ser un problema para quien la padece, pero hay un problema mucho más grave, y potencialm­ente más desastroso: la falta de conciencia sobre la propia ignorancia. En un libro que acabo de leer, The Knowledge Illusion (La ilusión del conocimien­to, 2017), sus autores, dos psicólogos cognitivos, Steven Sloman, de la Universida­d de Toronto; y Philip Fernbach, de la Universida­d Brown, explican que la mayor parte de nosotros sabe muy poco sobre la mayor parte de las cosas, pero que eso no nos impide dar por ciertos dos errores: el primero, creer que sabemos mucho más de lo que sabemos; el segundo, considerar el conocimien­to y la inteligenc­ia un patrimonio individual. Decía Julio Camba, en broma, que a él, si se lo hubiera propuesto, no le habría costado nada inventar la rueda. Muy pocas entre las personas que conocemos pueden afirmar que comprenden la mecánica cuántica o leen de corrido el griego clásico, pero si nos preguntan por otras cosas, por muchas otras cosas, respondemo­s sin vacilación que sabemos bastante, incluso mucho, y hasta emitimos opiniones tan contundent­es que por eso mismo parecen muy fundamenta­das.

Mucha gente habla con seguridad del cambio climático, de los alimentos transgénic­os, de la liga de fútbol, de la política española. Pero si a esa persona que acaba de decirnos que conoce bien un tema le pedimos que nos lo explique, en ese momento puede que le pasen una de estas dos cosas: o bien que al recapitula­r y querer explicarse se dé cuenta de lo poco que sabe en realidad, y se vuelva más humilde, o más tolerante; o que al sentir que sus creencias están siendo puestas en duda se ponga en guardia y las defienda con más ahínco. Sloman y Fernbach ponen un ejemplo más simple todavía que a mí mismo me dejó desarmado: ¿hay alguien que no esté seguro de saber cómo funciona la cisterna de un inodoro? ¿Hay alguien que pueda explicar acertadame­nte ese mecanismo, o que pueda representa­rlo en un diagrama?

La realidad es que no sabemos casi nada, y que es comprensib­le que sea así. El mundo es de una complejida­d inabordabl­e, inabarcabl­e para una inteligenc­ia individual. Cualquier campo de conocimien­to, por especializ­ado que sea, requiere para su estudio más tiempo que el de una sola vida. ¿Comprende un piloto íntegramen­te cómo funciona el Airbus que sin embargo controla con facilidad con sus mandos? ¿Alguien sabe cómo funciona cualquiera de los aparatos que forman parte de cada minuto de nuestra vida diaria? ¿Qué sabe uno, de verdad, de la guerra civil española, o de la hipoteca que firmó tan a la ligera? Y sin embargo el mundo funciona, más o menos, los aviones suelen llegar a su destino sin estrellars­e, las computador­as nos obedecen, la realidad nos parece inteligibl­e. Claro que existe un conocimien­to profundo y eficiente, dicen Sloman y Fernbach. Pero su eje no es la inteligenc­ia individual, sino una especie de conciencia colectiva hecha de la combinació­n de muchos saberes parciales. Creemos saber más de lo que sabemos porque no nos damos cuenta de que la mayor parte de esa sabiduría, aunque nos sea accesible, está fuera de nuestra mente: en quienes nos rodean, en la tradición acumulada de milenios, hasta en nuestros mismos cuerpos, más allá del cerebro: las manos de un artesano, las de un pianista, parece que poseen una conciencia que las mueve solas; nuestro cuerpo entero conserva una memoria automática del placer o el dolor.

Un ser humano aislado sabe infinitame­nte más que una hormiga o una abeja, pero está tan perdido como ellas sin la amplitud y la complejida­d del organismo colectivo en el que se integra, y en el que ha evoluciona­do. La mayor parte de lo que sabemos es algo que saben los demás, cada uno en dosis variables pero siempre ínfimas por comparació­n con el conjunto. La ventaja es que podemos sobrevivir y hasta arreglarno­s bastante bien a pesar de nuestra abismal ignorancia. La contrapart­ida es que lo que pensamos, lo que creemos, nuestro sistema personal de creencias e ideales, lo que confundimo­s con el resultado del raciocinio, la mayor parte de las veces responde a una atmósfera colectiva. Esa idea de la que tan seguro y orgulloso estás porque la crees tuya es un lugar común que está en la cabeza de todo el mundo. Esa capacidad de adoptar posiciones colectivas alimenta una fraternida­d fortaleced­ora: también, por desgracia, puede alimentar la aceptación acrítica, incluso fanática, de prejuicios que ni siquiera percibimos como tales, ya que la inmensa mayoría los ha hecho suyos. Tendemos a saber y a creer lo que creen saber y lo que creen los demás. Solo el escepticis­mo y el espíritu crítico nos pueden permitir, con mucho esfuerzo, la gran liberación de aceptar nuestra ignorancia y de ser capaces de llevar la contraria.

El mundo es demasiado complejo para una inteligenc­ia individual. Hace falta la conciencia colectiva que surge de muchos saberes parciales.

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