EMPEZANDO DE BOTONES, SE PODÍA ASCENDER HASTA LA CIMA DEL ESCALAFÓN
tes, seguiría siendo importante si bien en dos escenarios muy distintos: los pequeños comercios y las grandes administraciones, con Italia como referencia. La contabilidad mercantil se desarrolló sobre todo en Venecia, donde las cuentas se solían llevar en el piso de arriba de los propios comercios, y el papeleo administrativo contó por primera vez con locales destinados para ese fin.
Una de las joyas de la arquitectura mundial del siglo XVI, la Galería Uffizi de Florencia, fue en su origen concebido por el duque Cosme I de Medici para albergar los departamentos administrativos y judiciales de la ciudad. Hoy es un museo cuyos visitantes pueden admirar, además de las obras de arte, el talento visionario de su arquitecto, Giorgio Vasari, quien diseñó una estructura en forma de U que sigue vigente en muchos complejos de oficinas modernos. En aquella época, los negocios privados, por modestos que fueran, reservaban un espacio para las tareas administrativas y contrataban a gente con los conocimientos necesarios para resolverlas.
Pero esos espacios estaban aún muy alejados del concepto de oficina moderna. De hecho, el término ni siquiera había aparecido –era más co- mún el de despacho o contaduría–, y los empleados se llamaban secretarios o escribientes.
La ostentación de Florencia quedaba lejos de la mayoría de los locales, que habitualmente consistían en instalaciones reducidas donde se apiñaba el escaso personal dirigido por un jefe, y las cosas siguieron así durante siglos. Los cambios que poco a poco llegaban se debían a un aumento paulatino del papeleo, pero la estructura básica se mantenía. Eran las oficinas descritas por Dickens en su Cuento de Navidad (1843) y por Melville en Bartleby, el escribiente (1853).
SI QUIERES TRABAJAR AQUÍ, ADELANTA 500 LIBRAS
Gracias a Charles Lamb (1775-1834), uno de los grandes ensayistas ingleses, tenemos más información sobre la vida cotidiana en aquellos despachos. Él trabajó durante veinticinco años como oficinista en el departamento de contabilidad de la Compañía Británica de las Indias Orientales y escribió sobre ello en sus ensayos y correspondencia privada. De entrada, para hacerse con el puesto tuvo que depositar una fianza de 500 libras, práctica común entre los patrones de la época para asegurarse el buen compor-
tamiento del personal. Además, durante los dos primeros años los empleados solo percibían una gratificación anual de 30 libras. El sueldo inicial de Lamb, a partir del tercer año, fue de 40 libras anuales. Cuando se retiró en 1825 había ascendido a 730.
En cuanto a la rutina diaria del trabajo, Lamb dejó abundantes comentarios sobre la
cautividad y el servilismo reinantes: “Durante treinta años he servido a los filisteos y mi cuello aún no ha sido dominado por el yugo. No sabes lo fatigoso que resulta respirar el aire confinado entre cuatro paredes, sin descanso días tras día durante las horas doradas del día, entre las 10 y las 4, sin reposo o interposición”. El horario no siempre se cumplía y muchas veces tenía que alargar su jornada hasta bien entrada la tarde o la noche. Libraba los domingos, el día de Navidad, un día en Semana Santa y una semana en verano, como muchos de sus colegas de todos los países industrializados.
"QUIERO TRES COPIAS. BUENO, MEJOR CUATRO"
¿En qué consistía exactamente aquel trabajo de oficina tan cargante? Además de mantener la contabilidad y tener al día los cobros, los oficinistas ocupaban buena parte de su jornada redactando correspondencia o documentos legales, sobre todo antes de que aparecieran los primeros métodos de copiado, ya que ningún papel se escribía una sola vez. Algunas firmas exigían tres copias de cada carta, una para archivar y otras dos para enviar por correo, en el caso de que una de ellas no llegara a su destino. Los bufetes de abogados solían pedir y expedir sus papeles legales por cuadruplicado. La creatividad que tanto necesitaba Lamb estaba bastante ausente de la profesión con que se ganaba la vida.
Pero pese a la monotonía y las condiciones laborales, el
aumento constante del número de trabajadores en las oficinas a lo largo del siglo XIX trajo consigo la aparición de una nueva clase social: los oficinistas.
En 1855, constituían la tercera fuerza laboral más numerosa de Nueva York, aunque era difícil encuadrarlos. No pertenecían a la clase obrera ni a la dominante. Eran otra cosa. Pero, según Saval, pertenecían en cierto sentido a la élite, ya que se requería un conocimiento del idioma y una especialización en los términos comerciales que impedía el acceso de los inmigrantes a la profesión.
GENTE DE MANOS FINAS Y ASPECTO ARISTOCRÁTICO
Este experto estadounidense en la historia de la oficina describe otro de sus rasgos característicos: “En su apariencia y manera de vestir, los primeros oficinistas parecían también pertenecer a la élite. Cobraban un salario fijo, vestían bien y tenían las muñecas delgadas y la complexión pálida de los aristócratas que no estaban acostumbrados al trabajo manual, en un país que había nacido como una revolución contra la aristocracia”.
Es cierto que no era un trabajo al alcance de todos: requería titulación y un par de años de aprendizaje en una escuela de negocios. Solo las clases medias o acomodadas podían pagarse esa formación. Sin embargo, desde que a mitad del siglo XIX se abrieron en Estados Unidos las primeras escuelas privadas de ese tipo, el número de estudiantes inscritos en ellas subió de 6.460 en 1871 a 188.363 en 1920. Además, ese mismo año hubo otros 400.000 titulados en la escuela pública, que había incorporado este campo de estudios. El trabajo de oficinista se iba democratizando debido a la ingente y continua demanda de profesionales.
Los principales emplea- dores eran grandes empresas como bancos, compañías de seguros y departamentos gubernamentales en rápido crecimiento, como el de correos. Pero este auge impuso también una transformación radical de la oficina.
ADIÓS A LOS VIEJOS ESCRITORIOS DE PERSIANA
El escenario físico en que trabajaban los oficinistas dejó de estar representado por los tradicionales despachos donde un pequeño grupo de empleados copiaba documentos sin cesar, cada uno en su escritorio de madera con cierre de per- siana, donde echaban la llave al finalizar la jornada. Ahora hacía falta más gente para mantener al día unas cuentas cada vez más complejas.
Con el aumento de personal llegó la especialización, y a mediados del siglo XIX aparecieron cargos como el de cajero, contable y secretario, que a menudo se ocupaba también de llevar las cuentas personales del jefe. La división del trabajo en departamentos dificultó la mecánica inicial del ascenso: no solo había más empleados, sino que estos carecían de la visión del conjunto del negocio que tuvieron sus antecesores.
NUEVA YORK EN 1900 IBA CAMINO DEL CIELO
La oficina en sí también comenzó a crecer, con la aparición de los primeros edificios modernos construidos específicamente como lugares de trabajo. Algunos eran modelos de ostentación arquitectónica que proclamaban el poderío económico de la empresa que los construía, pero tanta suntuosidad estaba, de momento, limitada: pocos sobrepasaban los cinco pisos, ni siquiera en la próspera Nueva York.
Con la llegada de las nuevas técnicas de construcción y, sobre todo, con la invención del ascensor por Elisha Otis en 1852, las cosas comenzaron a cambiar, y aumentó no solo la altura, sino el volumen: en su libro The High-Office Buildings of New York, publicado en 1900, R. P. Bolton escribió que la ciudad ese año ya contaba con “sesenta y cinco edificios de más de sesenta metros de altura, dedicados exclusivamente a oficinas”. Cada uno de ellos albergaba entre mil y cuatro mil trabajadores.
Por impresionantes que pudieran parecer estas cifras, aquello era solo el principio. La oficina y sus empleados iban a verse afectados por una sucesión de cambios vertiginosos que traerían consigo la revolución de la modernidad que llegaría con el siglo XX. e
POR SU ASPECTO Y MANERA DE VESTIR, LOS OFICINISTAS PARECÍAN PERTENECER A LAS ÉLITES