VIAJE ALUCINANTE AL CENTRO DE LA GALAXIA
El núcleo de nuestro barrio cósmico, una poco conocida región situada a 27.000 años luz de la Tierra, es una de las zonas más animadas de la galaxia y, según los astrónomos, de las más hostiles para la vida.
En 2018, una estrella blancoazulada denominada S2 pasará a solo diecisiete horas luz del corazón de nuestra galaxia, a una velocidad de casi 30 millones de kilómetros por hora, un 2,5 % la de la luz. Los astrónomos se preparan para estudiar el fenómeno gracias al instrumento GRAVITY, colocado en el interferómetro del sistema de cuatro telescopios Very Large
Telescope del Observatorio Europeo Austral, en el cerro Paranal (Chile). La idea es determinar la trayectoria que sigue la estrella –esta gira en torno al centro galáctico con un periodo de dieciséis años– con una precisión similar a medir la posición de un objeto en la Luna con un margen de error de un centímetro. Con ello no solo se espera comprobar, una vez más, la validez de la relatividad general de Einstein, sino entender un poco mejor lo que sucede en el núcleo de la Vía Láctea.
Es curioso cómo nuestra percepción del universo ha cambiado radicalmente desde mediados del siglo XX. Desde entonces, hemos descubierto que todo surgió de la gran explosión; que el cosmos tiene forma de esponja; que en algunas de las galaxias que lo pueblan cabrían holgadamente cien como la nuestra; o que en él existen colosales dinamos capaces de generar tanta energía como un billón de soles. También, que el núcleo de la Vía Láctea no es como creíamos. Los libros de texto de astronomía de los años 50 decían que este era un lugar relativamente tranquilo, donde las estrellas pasaban su jubilación mientras esperaban una muerte lenta. Pero hoy sabemos que esto no es cierto.
En 1932, Karl Guthe Jansky, un joven investigador de los Laboratorios Bell, en Nueva Jersey, relató a su padre que desde hacía un tiempo había estado captando una descarga atmosférica muy débil y uniforme. “Lo curioso es que siempre viene en la misma dirección... Parece interesante, ¿verdad?”, le indicó. Con el tiempo, el descubrimiento de Jansky demostraría ser absolutamente revolucionario: había encontrado que el centro galáctico emitía ondas de radio. Pero los astrónomos no lo tomaron muy en serio. Por suerte, Grote Reber, un radioaficionado al que le traía sin cuidado lo que estos opinaran, tomó cartas en el asunto. A Reber le había fascinado aquella supuesta descarga
atmosférica, y en 1937 decidió construir un plato de acero de casi un metro de diámetro en el jardín trasero de su casa, en Illinois.
Durante años, aquel fue el único radiotelescopio del mundo; con él, Reber trazó el primer mapa en ondas de radio del cielo. La comunidad científica tampoco le hizo mucho caso, pero su trabajo llamó la atención del astrónomo holandés Jan Oort, que inspirado por él acabaría convirtiéndose en uno de los grandes impulsores de la radioastronomía y en uno de los científicos que más contribuirían a comprender la naturaleza de la Vía Láctea. Curiosamente, en los años 70, muchos expertos en este campo afirmaban conocer con bastante seguridad el tamaño, la masa, el contenido y la estructura de nuestra galaxia, por lo que los jóvenes investigadores solían dejarla de lado y centrarse en otros asuntos. Como veremos, estaban muy equivocados.
UNA EXCURSIÓN MÁS ALLÁ DE LA GRAN DESTILERÍA GALÁCTICA
Visto desde la Tierra en una noche de verano, el centro de nuestra galaxia se encuentra donde la Vía Láctea corta el horizonte, hacia el este, en la constelación de Sagitario, oculto tras una impenetrable niebla de gas y polvo interestelar. Nuestro planeta se halla a unos 27.000 años luz del mismo. En esas nubes han aparecido cerca de 150 tipos de moléculas complejas, como amoniaco, acetileno, formaldehído, glicolaldehído –un azúcar– y alcohol suficiente para llenar más de mil cuatrillones de botellas de whisky. Pero ¿qué se esconde tras dichas nubes?
Los radiotelescopios están sintonizados para captar las dos emisoras preferidas del núcleo, cuya música suena como vapor saliendo del radiador de un coche viejo: la del gas caliente al que la radiación procedente de alguno de los enjambres de estrellas de la región ha arrancado parte de sus electrones; y la de los propios electrones, que se mueven a gran velocidad por culpa del campo magnético existente, más intenso que el del resto de la galaxia, pero quinientas veces más débil que el de la Tierra.
ESTRELLAS DE NEUTRONES, ENANAS BLANCAS Y AGUJEROS NEGROS ESTELARES RODEAN EL NÚCLEO
Gracias a ello sabemos que el núcleo galáctico es similar al de nuestras ciudades, con casas viejas, mucha gente y mucho movimiento. En el caso que nos ocupa, encontramos las estrellas más antiguas de la Vía Láctea, que se formaron solo 300 millones de años después del big bang; además, la distancia media entre estos objetos es apenas mil veces la que separa la Tierra del Sol –doscientas sesenta menos que lo que ocurre en nuestro entorno–; y existen nubes de gas que se mueven a más de 3,5 millones de kilómetros por hora. Esto significa que están a 10 millones de grados centígrados y emiten gran cantidad de rayos X.
Ahora bien, no son las únicas fuentes de esta radiación de alta energía: enanas blancas, estrellas de neutrones y agujeros negros estelares añaden su granito de arena. El telescopio espacial de rayos X Chandra ha identificado más de un millar de estas fuentes en un espacio de 400 por 900 años luz.
MUNDOS CON VISTAS ESPLÉNDIDAS PERO EN UN ENTORNO MORTÍFERO
Lo cierto es que si viviéramos en algún planeta de la zona –y supiéramos protegernos de la mortal radiación presente– el cielo nocturno nos parecería un espectáculo fantástico, plagado de estrellas tan brillantes como Sirio –la más luminosa del firmamento visto desde la Tierra–, restos de supernovas, filamentos de gas caliente, nubes de gas molecular –en las que nacen nuevas estrellas a un ritmo elevado– y algo parecido a un cúmulo abigarrado de una docena de estrellas, brillantes y azuladas, llamado IRS 16. Esto último supone un verdadero misterio, pues resultan demasiado grandes y brillantes para tratarse de estrellas. Entonces, ¿qué son? ¿Podrían ser varios objetos estelares que se hubieran quedado pegados por su mutua atracción gravitatoria? Nadie lo sabe.
También encontramos cúmulos de luminarias mucho más masivas que el Sol, como Arcos, a 100 años luz del centro. Este tiene una edad de 2,5 millones de años, y es el más denso conocido de la Vía Láctea; cuenta con mil estrellas por año luz cúbico. También destaca Quíntuple –este posee cinco fuentes de emisión en infrarrojo–, el doble de viejo que el anterior. Es menos denso, pero contiene dos estrellas muy peculiares: una hipergigante azul denominada Pistola, que irradia en veinte segundos la misma energía que emite el Sol en un año; y qF362 o V4650 Sagittarii, una de las más luminosas del cielo, 1,7 millones de veces más que el astro rey.
A medida que nos acercamos al centro puede percibirse cómo los rayos gamma –la radiación más energética que existe y que nosotros creamos en las centrales nucleares– inundan la región con una energía que multiplica por 250.000 la de la luz visible. Se origina con la aniquilación de un electrón con su gemelo de antimateria, el positrón, de forma que cada segundo se consumen 10.000 millones de toneladas de antimateria. Todo ello tiene lugar en una factoría de energía conocida como Gran Aniquilador, aunque su nombre de catálogo es más prosaico, 1E 1740.7-2942. No sabemos de qué se trata, aunque se sospecha que es un agujero negro oculto tras una enorme nube de gas. Si miramos con cuidado podemos señalar dónde se encuentra: justo de donde salen, en direcciones opuestas, dos chorros de materia de 5 años luz de largo. Pero aunque está cerca del centro de la galaxia, a unos 350 años luz, no es su mismo núcleo.
Algo más próximo del mismo, a 200 años luz, nos encontramos con una peculiar nube molecular de historia no tan anodina como su nombre, CO-0.40-0.22. En su interior, los radioastrónomos han encontrado ácido cianhídrico, cianoacetileno, metanol, formamida, tioformaldehído... toda una botica de compuestos complejos. Tiene una masa de 4.000 soles y forma elíptica, y se mueve a gran velocidad, pero no de manera uniforme: la diferencia de velocidades en distintas partes de la nube puede llegar a los 360.000 km/h, de ahí su configuración ovalada. En 2015, un equipo de astrónomos analizó las observaciones de esta nube y concluyó que muy probablemente esto se debe a que en su interior habita un agujero negro de 100.000 masas solares, lo que lo convertiría en el segundo más masivo de la Vía Láctea.
TRES INMENSAS FUENTES DE RADIACIÓN SUPERPUESTAS
Toda la zona central recibe el nombre de Sagitario A, que fue lo que detectó el citado Jansky en los años 30. Es una radiofuente compleja, pero los científicos han podido identificar sus tres principales componentes: Sagitario A Este, el resto de una supernova de 25 años luz de ancho que se formó tras una explosión entre treinta y cien veces más potente que la de una supernova típica;
HACE DOS MILLONES DE AÑOS TUVO LUGAR UN ENORME ESTALLIDO EN EL COGOLLO GALÁCTICO
Sagitario A Oeste, un conjunto de nubes de gas y polvo que caen sobre el tercer componente; y Sagitario A* (Sgr A*), una fuente de radio muy brillante y compacta. De allí salen dos chorros de materia en dirección perpendicular al plano galáctico que acaban cayendo sobre su disco, ya en los barrios exteriores de la Vía Láctea.
A medida que nos acercamos al kilómetro cero de la galaxia aparecen más sorpresas. En 2015, los astrónomos se toparon con una potente emisión de rayos X de origen desconocido a 10 años luz de él. Una hipótesis sostiene que se trata de miles de cadáveres estelares apelotonados, como enanas blancas o estrellas de neutrones. Ese mismo año también se descubrieron 44 discos protoplanetarios de estrellas de baja masa a solo dos años luz del núcleo galáctico. Era la primera vez que se observaba la formación de este tipo de objetos en ese enclave. Estos discos se encuentran en dos cúmulos si- tuados a 2 y 2,6 años luz de Sgr A*, y podrían llegar a formar planetas. Todo este conjunto está adornado con unas 3.000 estrellas que orbitan alrededor de este último en menos de lo que dura una vida humana. La mayoría de ellas lo hacen en unos sesenta años, aunque hay otras que no llegan a tanto: el periodo orbital de S0-102, por ejemplo, es de once años y medio.
Más allá, en el corazón de la Vía Láctea, se yergue Sgr A*, un superagujero negro de 4,1 millones de masas solares. Y es que si en los mapas la X marca el lugar donde está el tesoro, estos objetos indican dónde se encuentra el centro de las galaxias. Los primeros que sospecharon de su existencia fueron los astrónomos británicos Martin Rees y Donald Lynden-Bell, en 1971. Tres años más tarde, los estadounidenses Bruce Balick y Robert Brown descubrieron una fuente compacta y variable de ondas de radio que se parecía a los cuásares, pero justo en el cogollo de nuestro barrio cósmico. Como estaba dentro de Sagitario A, la bautizaron Sagitario A*.
NADA ESCAPA DEL CORAZÓN DE LA VÍA LÁCTEA, NI SIQUIERA LA LUZ
Durante las dos décadas siguientes, los astrofísicos vigilaron Sgr A* en el rango óptico, infrarrojo y de radio. La velocidad del gas y las estrellas arremolinándose a su alrededor a una velocidad de 1.400 km/s los convenció de que se trataba de un gran agujero negro o de una estructura desconocida muy masiva.
Únicamente las observaciones en rayos X podían elucidar el misterio. Y ello por dos razones: en primer lugar, porque este tipo de emisiones son el último estertor de la materia antes de ser tragada por un agujero; también, porque solo los rayos X pueden penetrar a través de la mencionada nube de gas y polvo que oculta el centro galáctico. La respuesta llegó en enero de 2000, pocos meses después del lanzamiento del telescopio Chandra. Los astrofísicos anunciaron
entonces que había suficientes pruebas para afirmar que Sgr A* era un agujero negro supermasivo. Hoy está bien establecido que es así. De hecho, el movimiento de las estrellas y gas cercanos, que se desplazan al 4 % de la velocidad de la luz, solo se puede explicar si se trata de un objeto de ese tipo.
En 2002, se descubrió que un cuerpo gaseoso llamado G2, con una masa que triplica la de la Tierra, se encaminaba al disco de acreción de Sgr A*, esto es, el lugar donde orbita la materia que cae en espiral hacia el agujero. Las predicciones sugerían que su máximo acercamiento tendría lugar en 2014, cuando se aproxi- maría a unas 36 horas luz de su horizonte de sucesos, una especie de frontera que marca el punto a partir del cual nada escapa del mismo. La vigilancia a la que fue sometido G2 fue exhaustiva, pero como ocurre con los buenos tráileres de las películas mediocres, al final no hubo ni un mísero fuego de artificio: parte de él acabó ganando velocidad del mismo modo que nuestras sondas aprovechan el campo gravitatorio de los planetas y pudo escapar a la atracción del agujero.
Ahora G2 se aleja a diez millones de kilómetros por hora. Eso sí, en su huida dejó atrás un trozo, que quedó atrapado en el disco de acreción que rodea Sgr A*. Podría decirse que este se comporta como una inmensa planta carnívora que se alimenta de los insectos que se acercan, atraídos por su dulce perfume gravitatorio... y a veces se da un atracón.
Así, en 2001 se hizo 45 veces más brillante durante tres horas. La energía liberada se corresponde a lo que ocurriría si cayera en él un pedazo de materia con la masa de un cometa. Evidentemente, no ha sido el mayor de este tipo de estallidos. Por ejemplo, hace dos millones de años lanzó una tremenda cantidad de radiación de alta energía al espacio, cien millones de veces más potente que lo que suele emitir en la actualidad. Entonces se produjo lo que se llama una explosión Seyfert. Quizá nuestros remotos antepasados, allá en la sabana africana, vieran el fogonazo. El registro del fenómeno se conserva en un débil resplandor que se observa en la corriente magallá- nica, una larga cinta de gas compuesta principalmente de hidrógeno que se extiende alrededor de la Vía Láctea y casi a medio camino de sus galaxias-satélite, las Nubes de Magallanes.
Los datos aportados por el telescopio espacial Hubble sugieren que este arroyo intergaláctico salió de la Pequeña Nube hace unos 2.000 millones de años. Diferentes estudios han probado que se formó cuando el chorro de alta energía que salió del corazón de nuestra galaxia golpeó la corriente magallánica, haciéndola relucir, más o menos como sucede cuando el viento solar alcanza la Tierra y se originan las auroras.
UN SUPERAGUJERO NEGRO CON FLUCTUACIONES DE ENERGÍA
El estudio de la información obtenida de los rayos X emitidos por Sgr A* ha permitido saber que el agujero negro mide unos quince millones de kilómetros, menos de la cuarta parte del diámetro de la órbita de Mercurio. Como no podía ser de otro modo, esta emisión de alta energía tiene su propio misterio: la intensidad de los rayos X que emite el agujero es la quinta parte de lo que la teoría predice. Pero ¿por qué?
Una de las hipótesis que se manejan es que el estallido de una supernova cercana hace 10.000 años barrió la mayor parte del gas y polvo interestelar de la región. Pero este no es el mayor de los enigmas que aún encierra nuestro centro galáctico. Hay uno que gana a todos: ¿de dónde viene ese agujero negro?