¿DE VERDAD ES NECESARIO EXPERIMENTAR CON ANIMALES?
¿Deben proseguir los experimentos con animales? ¿Puede el conocimiento progresar sin ellos? Este espinoso debate marcará el futuro de la biociencia.
En un pasillo, tras una puerta anodina de cerradura sospechosamente robusta, se ocultaba el único animalario de una de las universidades donde estudié. Era una habitación pequeña con una sola ventana junto al techo, tapada con una tela negra. Estanterías de aluminio con las baldas llenas de cajas de plástico transparente cubrían sus paredes. Alojados en esa especie de grandes táperes, a veces solos, otras en pequeños grupos, los ratoncillos del animalario llevaban vidas ajetreadas. Los limpiábamos y alimentábamos a diario, e incluso jugábamos con ellos, hasta que se los requería y, a veces, ya no volvían. No tenía claro qué hacían con ellos –lo aprendí más tarde–, y eran tan pequeños y graciosos que me apenaba su destino.
COMPASIÓN CIUDADANA, PROMESAS POLÍTICAS Y VERDADES CIENTÍFICAS
En 2015, sentimientos similares llevaron a más de un millón de personas a firmar la iniciativa ciudadana que pedía a la Comisión Europea el fin de la experimentación científica con animales. La UE rechazó cualquier prohibición por prematura, pero se comprometió a reducir el número de ejemplares usados. ¿Saben quienes hacen estas promesas lo que pasa en un laboratorio? Como recuerda un documento publicado por la Confederación de Sociedades Científicas de España, “casi todos los protocolos para la prevención, curación y control de las enfermedades, de los antibióticos a las transfusiones de sangre, de la diálisis al transporte de órganos, de las vacunas a la quimioterapia, de las cirugías cardiacas a la sustitución de huesos y articulaciones, se basan en el conocimiento obtenido mediante investigaciones con animales”.
LOS FÁRMACOS EFICACES EN ANIMALES FALLAN EN HUMANOS EL 90 % DE LAS VECES
La contribución de especies no humanas a la investigación ha sido inestimable, pero ¿debemos seguir usándolas? En la comunidad científica se alzan voces que piden dejar de usarlas... o que se cambien los métodos. El problema no es solo ético, sino práctico: un número creciente de expertos duda del valor de los resultados. ¿Y SI ESTOS ENSAYOS CLÍNICOS PARTIERAN DE UNA PREMISA FALSA?
Investigadores del Centro Médico Universitario Radboud, en Holanda, plasmaron estos recelos en un artículo publicado en 2014: “La inmensa mayoría de los animales de laboratorio se usan para recopilar información sobre la salud y las enfermedades humanas. Se parte de la premisa de que los datos obtenidos predicen los resultados en personas”. Sin embargo, como sabe cualquiera que siga la actualidad científica, hemos combatido con eficacia el cáncer, el alzhéimer y todo tipo de enfermedades infecciosas en ratones en un sinfín de ocasiones, pero seguimos sin saber cómo hacerlo en humanos.
En realidad, la mayoría de los fármacos probados con éxito en otras especies fracasan cuando llegan a las pruebas clínicas. “Todos esos compuestos habían demostrado su seguridad y eficacia en los modelos animales, pero luego fallan en las personas”, explica Joseph Garner, profesor de Medicina Comparada en la Universidad de Stanford (EE. UU.).
Durante décadas, se han publicado directrices y recomendaciones y se han diseñado protocolos más rigurosos para mejorar la calidad de los ensayos. Pero el porcentaje de casos fallidos de traslación –es decir, de compuestos eficaces en animales pero inútiles o incluso peligrosos en humanos– ronda el 90 %.
Numerosos artículos científicos recientes defienden que los animales son tan distintos de nosotros que no sirven para predecir los resultados en humanos. El desencanto es tal que incluso Elias Zerhouni, exdirector de los Institutos Nacionales de Salud de Estados Unidos, sostie-
ne que la investigación con otras especies no funciona: “Necesitamos nuevas metodologías para experimentar en nosotros mismos y estudiar las enfermedades”. Pero muchos discrepan de él. El neurobiólogo Adrian R. Morrison, acérrimo defensor de los ensayos con animales, dice que los expertos que defienden esa postura “tergiversan y distorsionan la naturaleza del descubrimiento científico. Hacen afirmaciones irresponsables y tontas”.
“Hay dos posibilidades”, dice Garner. Y las precisa: “O los animales son inherentemente malos modelos, o existen problemas sistemáticos en la manera en que hacemos los experimentos. Todo apunta a esto último. Sería un error trágico concluir que no pueden mostrar una validez predictiva, pero hay que cambiar de paradigma. La clave para trabajar con otras especies reside en reconocer sus limitaciones. Cada fracaso por falta de eficacia de un fármaco es también un problema de bienestar animal, un desperdicio de vidas, un dilema ético y moral”. CUANDO LA AMBICIÓN PERSONAL SABOTEA EL MÉTODO CIENTÍFICO
“Los últimos veinte años han sido trágicos en este campo”, se lamenta Malcolm Macleod, profesor de la Universidad de Edimburgo y líder de la iniciativa internacional CAMARADES, cuyo objetivo es comprobar si los estudios con animales cumplen las normas de la investigación científica de calidad. Emily Sena, uno de los miembros de su equipo, ha dirigido varios trabajos que han revelado prácticas que pueden invalidar líneas enteras de investigación. “Partimos de la hipótesis de que en las ciencias de la vida existen los incentivos perversos”, explica Sena. “Lograr una publicación, obtener financiación o conseguir un ascenso son cosas que incitan a la producción masiva de resultados positivos, con poca atención a su validez”.
David Colquhoun, profesor en la University College de Londres, coincide con este juicio. Especialista en bioestadística y en activo a sus ochenta años, ha dedicado gran parte de su carrera a denunciar uno de los problemas detectados por Sena y Macleod. “La calidad de los análisis estadísticos –dice Colquhoun– es muy baja. Muchos investigadores creen haber obtenido efectos positivos cuando no es así. No saben interpretar los resultados. Los datos publicados por las farmacéuticas sobre sus intentos de replicar experimentos realizados en otros laboratorios ilustran muy bien la situación”. Y añade: “La industria funciona de la siguiente forma: busca en la literatura científica el material que le parece prometedor, lo replica, y si funciona abre una línea de investigación. ¿Y sabes qué? Bayer logró replicar menos de un 40% de los estudios preclínicos que les interesaron; y AMGEN, solo un 11 %”.
Cabe recordar que, para que sea científicamente probado, un experimento ha de dar los mismos resultados si se repite en iguales condiciones. La conclusión tiene que ser idéntica aunque cambie el investigador. Sin embargo, a medida que crece la cantidad de artículos publicados y de información científica disponible, más improbable es que se puedan replicar todos los experimentos. Una de las consecuencias, según los estudios del grupo liderado por Macleod, es que muchas intervenciones con animales no son tan eficaces como parecen. El problema es que nadie detecta esos falsos positivos. Un ensayo clínico que recibe luz verde gracias a este tipo de estudios fracasará. Con estas negligencias, “no solo menoscabamos la vida de los animales de laboratorio. También ponemos en peligro todo el proceso de desarrollo de fármacos”, dice Garner. EL PROBLEMA MORAL DE EXPLOTAR A SERES QUE SIENTEN Y PADECEN
Según Lilly, una de las mayores compañías farmacéuticas del mundo, cada año se gastan unos dos millones de dólares en ensayos clínicos que fracasan. “Estos costes –comenta Garner– se reflejan en el precio de mercado de los medicamentos. Para mantener un sistema de salud sostenible, debemos atajar estos problemas”. Según los expertos, el camino pasa por cambiar la forma de hacer los estudios preclínicos. “Los animales son seres conscientes y sufren como nosotros”, afirma Jonathan Kimmelman, profesor de Bioética de la Universidad McGill, en Canadá. “Lo menos que podemos hacer –continúa– es asegurar que su sacrificio genere un bien social y un conocimiento útil. Hay que programar los experimentos con visión de futuro. En los estudios preclínicos sobre el cáncer, por ejemplo, se suele usar la contracción tumoral como prueba de que un fármaco es efectivo, lo que lleva a testarlo con personas. Pero a los pacientes no les importa que el tumor encoja, aunque así suceda en el ensayo clínico, porque eso no alarga su vida”.
Garner suele utilizar un ejemplo que ilustra con originalidad las carencias actuales de la experimentación con otras especies: “Imagínate que quieres estudiar el efecto de un fármaco. Para ello, eliges a un grupo de sujetos, todos varones de la misma edad, habitantes del mismo pueblo, con una dieta igual en calidad y cantidad. Viven en casas muy similares, con termostatos fijados a la misma temperatura; y, además, qué casualidad, son todos nietos del mismo hombre. Una vez a la semana, un gigante los saca de la seguridad de su hogar, les da un susto de muerte y luego los devuelve a su rutina. ¿Crees que tus resultados podrán predecir lo que pasará en una población entera?”.
FACTORES COMO LA LIMPIEZA DE LAS JAULAS PUEDEN ALTERAR EL RESULTADO
Las revisiones sistemáticas de Macleod evidencian problemas en la metodología y el análisis de las conclusiones experimentales. Y Garner señala otro fallo básico: el comportamiento y el bienestar de los animales se ignoran a menudo. Estudios recientes le dan la razón, al apuntar que, en el caso de los ratones, factores como la temperatura del laboratorio, la limpieza de las jaulas y el género del científico que los manipula pueden cambiar los resultados. Lo habitual para superar estas limitaciones es examinar todos los factores, “medir las fuentes de variabilidad y controlarlas en el análisis estadís- tico”, indica Garner. Pero él cree que la solución pasa por un enfoque opuesto: “Hay que hacer los ensayos con animales como si fueran con seres humanos”.
De igual opinión es Macleod: “En los ensayos clínicos se aplican reglas que evitan los sesgos. Dos de las más importantes son la aleatorización y el doble ciego”. En primer lugar, los participantes deben elegirse al azar y tener la misma probabilidad de ser seleccionados para el grupo de tratamiento –que recibe el nuevo fármaco– que para el de control, al que no se le administra. Ade- más, el experimento ha de hacerse a cie
gas, sin que los científicos sepan a qué grupo pertenece cada sujeto.
“¡Ningún científico debería obviar estos procedimientos!”, clama Macleod. No hacerlo puede exagerar los beneficios de las nuevas terapias. Por desgracia, una revisión reciente desveló que, en una muestra de trescientos estudios, solo el 13 % usó la aleatorización, y un raquítico 14 % aplicó el método del doble ciego. Peor aún, un examen hecho por científicos británicos en 2009 indicó que menos de un 5% de los artículos publicados informaba del número de animales usados, clave para evaluar si los resultados son de verdad significativos, y una omisión que impide los intentos de replicación. SI NO APARECES EN UNA REVISTA CIENTÍFICA DE PRESTIGIO, NO EXISTES
Uno de los mayores retos de trabajar con animales es definir cuántos ejemplares se necesitan para garantizar resultados estadísticamente concluyentes. Aunque cada caso implica consideraciones particulares, hay fórmulas para hacerlo. Pero, según un análisis de Sena, “menos de una de cada cien publicaciones aportan el tamaño de la muestra”. Entre las presiones bienintencionadas para reducir el número de individuos estudiados y el afán de ahorrar, a menudo se usan pocos sujetos, lo que invalida estadísticamente los resultados, lleva a la repetición del ensayo y, por tanto, aumenta el número de animales usados.
Lo cierto es que los experimentos mal diseñados suelen encontrar efectos positivos más importantes, y por eso llegan
LA CIENCIA SIGUE NECESITANDO LOS EXPERIMENTOS CON ANIMALES PARA PROGRESAR
con más facilidad a las revistas científicas, que rara vez publican estudios negativos. Según un análisis de Sena, esa abundancia de éxitos hace que se sobrestime en un 30% la probabilidad de que un tratamiento funcione. Conclusiones así levantan ampollas entre la comunidad científica. “Nos acusan –dice Sena– de incluir en nuestros trabajos artículos de revistas poco conocidas, que se asume que son peores, pero no hemos hallado relación entre el impacto de una publicación y el nivel de los estudios que publica. Salir en Nature no es garantía de calidad. Se publican muchos estudios mal diseñados en revistas de primer nivel”.
LOS TRABAJOS CON CONCLUSIONES NEGATIVAS NO INTERESAN
En los últimos años, las normas a las que están sujetos los ensayos clínicos se han endurecido. Ahora se obliga a registrar todos sus detalles en una base de datos pública. Aunque no aparezcan jamás en una revista, la información sobre ellos está disponible. Así se evita que se repitan experimentos inútiles o que se tomen decisiones erróneas por culpa de los sesgos de publicación que llevan a dar prioridad editorial a los trabajos con resultados significativos.
Los expertos abogan por un registro obligatorio también para los estudios preclínicos realizados con animales, y demandan la implicación de las revistas científicas. “Es más difícil financiar estudios sobre métodos novedosos que los basados en métodos bien establecidos, aunque sepamos que estos conducen a errores. Pero es que, además, publicar algo que desafíe al statu quo resulta casi imposible”, señala Garner. Incluso cuando se logra, es fácil sepultar un artículo incómodo bajo centenares de trabajos acordes con el paradigma actual, aunque sea obra de un científico renombrado. Al final, solo unos duros estándares de política editorial han puesto coto a estos problemas. Eso sí, hasta cierto punto.
HECHA LA NORMA DE PUBLICACIÓN, HECHA LA TRAMPA
En 2010, un grupo de expertos de varias universidades británicas publicó las directrices ARRIVE. Diseñadas con el apoyo de científicos, expertos en estadística, editores de revistas científicas y entidades financiadoras, describen la información mínima que debe constar en los artículos publicados para garantizar la calidad, integridad y transparencia de la experimentación con animales.
Más de cuatrocientas revistas científicas se han adherido a su uso, algunas tan relevantes como Nature, Science, Cell y Translational Medicine. Pero no se han visto muchos cambios. La mayoría de los estudios publicados carece aún de mucha información relevante, lo que impide replicar el experimento y complica la evaluación de la validez de los resultados.
“Las revistas científicas no son el Daily Mail”, afirma de forma tajante Sena. Y añade: “Si vamos a emplear animales, los datos deben estar disponibles, y usarse para aplicar medidas que aumenten la probabilidad de desarrollar tratamientos eficaces. Además, la mejora en la utilidad de la información obtenida de cada animal y cada experimento evitará el uso innecesario de más seres vivos”.
La discusión social sobre los animales de experimentación tiende a girar en torno a si es éticamente aceptable su uso o a si hay casos en los que el beneficio esperado es suficiente para justificar el sufrimiento infligido. Pero, según todos estos expertos, la pregunta que deberíamos hacernos es otra. Cuando no existe alternativa, ¿cómo deben ser diseñados, conducidos y analizados los experimentos? Un debate difícil pero ineludible.