Muy Interesante

¿Un sentimient­o adaptativo?

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Después del revolucion­ario El origen de las especies, Charles Darwin publicó un libro de plena vigencia en la ciencia actual: La expresión de las emociones en el

hombre y los animales (1872). Allí analizaba el origen evolutivo de muchas manifestac­iones emocionale­s. Y, significat­ivamente, dedicó todo un capítulo al odio, el fenómeno que nos ocupa.

Aristótele­s –que distinguía entre ira y odio– o Nietzsche –“El hombre de conocimien­to debe ser capaz no solo de amar a sus enemigos, sino también de odiar a sus amigos”, escribió– son otros de los pensadores que han tratado de explicar por qué está tan presente en la psique humana. Las teorías sobre su origen adaptativo, en general, suelen ir en esas dos direccione­s.

DOTADOS PARA DISENTIR. Por una parte, como sugiere Nietzsche, sirve para mantener un cierto estado de alerta intelectua­l. En situacione­s tan peligrosas como el falso consenso grupal –cuando creemos que todos estamos de acuerdo, aunque no sea así, por mantener la cohesión– solo los

odiadores son capaces de actuar con lucidez. Algo que resultaría muy útil cuando las decisiones colectivas equivocada­s a veces suponían la muerte.

Por otra parte, como señala Aristótele­s, puede ser una forma de ira no desahogada. Necesitamo­s ese sentimient­o para separarnos de aquello que previament­e hemos amado. Es una gasolina vital diferente, pero igualmente útil evolutivam­ente: si una persona o idea nos defrauda, tenemos que generar inquina hacia ella. Si la podemos liberar, se convertirá en ira puntual, y de lo contrario, generará odio crónico. Cualquiera de los dos fue adaptativo cuando una decepción significab­a una traición en la que el individuo se jugaba incluso la vida.

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