Colosos de la jornada laboral
Poco a poco, las oficinas se han hecho con la ciudad. Desde sus despachos, los jefes gobernaban a sus empleados bajo una premisa: la máxima eficiencia.
La llave del lavabo de los jefes era uno de los símbolos de estatus en la película El apartamento –mencionada en la primera parte de este reportaje–, de igual modo que existían el comedor o las plazas de garaje reservadas para ellos. Esto suponía una novedad, pues en las antiguas oficinas los dirigentes de la empresa no vivían en un mundo aparte de sus empleados. Pero a medida que avanzaba el siglo XX, llegaron cambios que iban más allá del espacio físico.
Las oficinas habían crecido. Gracias al cemento, las vigas de acero y los ascensores, el cielo era el límite a la hora de construir. En el interior, los tubos fluorescentes ofrecían una iluminación uniforme en grandes superficies y el aire acondicionado permitía mantener una temperatura constante sin necesidad de abrir o cerrar ventanas.
LA IMPORTANCIA DE LAS RELACIONES DE PODER
Estos avances elevaban el consumo de energía, y sus infraestructuras se llevaban un buen número de superficie, lo que obligó a los arquitectos a crear espacios para la tecnología en los edificios. Pero, por complicado que fuese, era inevitable: el final del siglo XIX había traído enormes avances en transporte terrestre, marí- timo y comunicaciones. Cada vez era más fácil expandir el negocio del ámbito local al nacional –y después al internacional– enviando las mercancías por tren o barco y gestionando los pedidos y los cobros por el telégrafo o el teléfono.
Eso obligaba a reclutar más personal y a establecer nuevos protocolos de funcionamiento. Un solo empleado ya no podía llevar toda la contabilidad ni el presidente de una empresa abarcar todas las funciones ejecutivas. La única manera de poner orden en el conjunto era repartir responsabilidades.
Surgieron mandos intermedios, vicepresidentes, directores y jefes de departamento, que ya no tenían tanta proximidad física con sus subordinados. Según Nikil Saval, “la proliferación de senior managers y vicepresidentes significó de pronto que las relaciones de poder eran a la vez claramente jerárquicas y confusamente similares”. Salvo
por el sueldo, era difícil distinguir la categoría de cada jefe, hasta que “la oficina, siempre más refinada para repartir recompensas al estatus, marcó la diferencia de modo clarísimo: dando mesas a algunos y espacios privados a otros”.
En teoría, los despachos respondían a las necesidades de aislamiento y autonomía que tenían los cargos de mayor responsabilidad, pero también eran un símbolo de autoridad. “El estatus tenía mucha importancia”, afirma Leyre Octavio de Toledo, directora general de la División de Arquitectura de la consultora inmobiliaria Aguirre Newman.
“A inicios del siglo XX, sobre todo en Inglaterra y EE. UU., las oficinas se separan de las fábricas y tienen sus propios edificios. Se sigue el modelo industrial de la supereficiencia y la producción en cadena. Se mete a mucha gente dentro de una nave, y al jefe, en un despacho”, dice Octavio de Toledo.
VENTANALES Y MUEBLES DE MADERAS NOBLES
Junto a la lucha por el espacio, se desarrolló una batalla por la luz: la artificial era para la tropa; los subjefes se sentaban en mesas próximas a las ventanas con luz natural, y los jefes, en despachos con ventana propia o con más de una. Cuando las oficinas pasaron a ocupar más de una planta e incluso edificios enteros, los cargos top se confinaron en los pisos superiores. Allí, protegidos por un batallón de secretarias, solo trataban con sus subordinados inmediatos.
Esos espacios de los directivos alojaban maravillas del antiguo mobiliario de oficina, como los escritorios de maderas nobles. El del presidente de la empresa siempre era el más grande y suntuoso. Aún hace apenas treinta años –en los 80–, podía haber “cinco tipos de despachos: el del superjefe, el del jefe, el del subjefe… Eso estaba muy metido en la cultura corporativa del español medio en todos los sectores”, comenta Octavio de Toledo. Respecto a los empleados, suministrar muebles de madera a una plantilla de cientos era prohibitivo, pero la solución llegó en 1915 cuando la Steelcase Corporation creó su Modern Efficiency Desk (escritorio de eficiencia moderna): una mesa de metal con unos cajones para archivadores en uno de sus extremos. ¿A que os suena?
Es porque ha sobrevivido durante más de un siglo sin grandes cambios –del metal se ha pasado al PVC– en las oficinas de todo el mundo. Fue un éxito desde el inicio, no solo porque reducía costes, sino porque no permitía ninguna privacidad. Cualquier jefe podía pasear por los pasillos del departamento y percibir de un golpe de vista lo que sus empleados hacían… o no hacían.
Y es que la organización de la oficina moderna se impregnó de un concepto propio de las fábricas, donde la produc- ción se contaba por horas y piezas elaboradas: la eficiencia. La relajación de tiempos pasados, aunque extendida a lo largo de jornadas de doce horas, se había terminado.
HORARIO, PRODUCTIVIDAD Y VASOS DE AGUA
Ahora se exigía una dedicación plena a la tarea de cada uno, sin distracciones ni charlas, y sujeta a un horario fijo y una vigilancia ubicua. Los primeros especialistas en eficiencia administrativa, como
LA CREACIÓN DEL CUBÍCULO EN 1915 REVOLUCIONÓ LA FORMA DE ORGANIZAR EL ESPACIO
Frederick Taylor –del que surgió el término taylorismo–, desarrollaron nuevos modelos de planificación del trabajo.
Su discípulo William H. Leffingwell llegó más lejos con su libro Administración cien
tífica de oficinas, publicado en 1917 y que aún se sigue vendiendo hoy. En el pensamiento metódico y obsesivo de Leffingwell, todo se podía mejorar: la mecanografía, la ubicación del trabajador, la disposición de los útiles en su mesa, el tipo de lápiz o el proceso de meter las cartas en los sobres.
Leffingwell llegó a hacer un informe sobre el número de fuentes de agua que debían repartirse por la oficina para reducir el tiempo que los trabajadores empleaban en beber, teniendo en cuenta la cantidad y frecuencia de consumo de una persona al día y la distancia normal –15 metros– entre el puesto de trabajo y la fuente. Concluyó que cada grupo de cien empleados caminaba 5.000 km al año para buscar H O. En otro informe describía la forma de eliminar movimientos innecesarios y el mo- biliario adecuado para aumentar un 20% el ritmo de apertura de la correspondencia.
La razón principal detrás de esa obsesión era la dificultad de controlar una plantilla numerosa. En las oficinas pequeñas del siglo XIX, jefes y empleados estaban cerca tanto en lo físico –sus mesas se situaban a unos pocos metros– como en lo personal –había conocimiento mutuo y confianza–. Pero la nueva oficina, grande y despersonalizada, no posibilitaba esa opción.
Por eso, las ideas de Taylor y Leffingwell fueron tan bien recibidas, y aunque raras veces llegaron a aplicarse al cien por cien, sí determinaron algunas costumbres que marcarían la organización de la oficina durante varias décadas, como la disposición de las mesas de los empleados enfrentadas a la de su supervisor directo.
HABÍA QUE SENTARSE MIRANDO AL JEFE
Los efectos psicológicos sobre los trabajadores no preocupaban demasiado en unos tiempos donde la eficiencia lo era todo, pero estaban ahí. Para empezar, aquel esquema reproducía con inquietante fidelidad la distribución espacial de las aulas, con los pupitres enfocados hacia la autoridad; no es raro que en Estados Unidos a la oficina se la llamara la clase. El reducido espacio entre las mesas impedía toda privacidad visual o auditiva, y el ruido circundante dificultaba la concentración. Pero lo que importaba no era si los oficinistas estaban estresados por sus condiciones de trabajo, sino si estaban siendo todo lo productivos que podían ser.
En 1968, Robert Propst, inventor que trabajaba para la empresa Herman Miller, presentó una creación que revolucionó el mundo de la oficina: el cubículo. O, según su nombre oficial, el Action Office II (el I, de 1964, no había tenido éxito): tres paneles unidos que no llegan hasta el