Pásame los clínex
Es uno de los objetos de uso cotidiano más comunes. Y seguro que si miras en tu bolso, o en el bolsillo de alguno de tus pantalones, acabarás encontrando los restos de algún paquete. Hablamos de los kleenex o, en español, clínex, con la grafía que adoptó la Real Academia Española cuando incluyó este término en el Diccionario. Como ocurre con otros objetos cotidianos –típex, pósit, chupachups–, proviene de una marca comercial tan popular que acabó dando nombre al producto.
Los pañuelos desechables nacieron en Estados Unidos hace más de noventa años. Durante la Primera Guerra Mundial, la escasez de algodón obligó a buscar un sucedáneo barato, y la celulosa se reveló perfecta para fabricar compresas, vendas e incluso filtros de máscaras antigás. Terminada la contienda, había un enorme excedente de ese material, con el que empezaron a fabricarse –y a comercializarse– toallitas desmaquillantes. Lanzadas en 1924, al principio se llamaron Kleenex Kerchiefs.
Y aunque muchas actrices de la época aparecieron en las revistas elogiando sus virtudes cosméticas, lo cierto es que los pañuelos de usar y tirar empezaron a emplearse en cosas para las que, en principio, no se habían pensado: quitar manchas, secar el sudor, limpiarse las manos o, lo que era más común, sonarse la nariz: eran más cómodos que los tradicionales de tela, e infinitamente más higiénicos. En los años treinta, la compañía que los fabricaba, Kimberly-Clark, enumeraba en las cajas hasta 48 posibles aplicaciones domésticas.
Nunca se ha sabido de dónde proviene la denominación de la marca, pero se especula con que fuera algún tipo de deformación o juego de palabras inspirado en el verbo inglés to clean –‘limpiar’–. Por cierto, la voz clínex sirve tanto para el singular como para el plural. Aunque es divertida la anécdota de esa señora que iba a comprar un solo paquete y pidió un clin.