POR QUÉ SOMOS TAN COTILLAS
UNA NECESIDAD VITAL Y UN NEGOCIO MILLONARIO
Un día sin noticias sobre Donald Trump es un día perdido. No es exagerado asegurar que, desde que el magnate de la corbata roja juró el cargo de presidente de los Estados Unidos, no pasan veinticuatro horas sin que se publique alguna novedad sobre él: su última decisión ejecutiva, su tuit más reciente, una nueva dimisión en su equipo, el espinoso tema de Rusia y Putin, su desmantelamiento del programa de cobertura sanitaria de su antecesor –el Obamacare–, los bandazos en sus relaciones internacionales y sus continuos ataques a la prensa. Pero todo esto son noticias y, como tales, están basadas en hechos contrastados sobre lo que Trump acaba de decir o hacer.
En cambio, la información –llamémosla así– que aparece acerca de su mujer, Melania, se sustenta sobre bases más inasibles: dicen que odia la vida en la Casa Blanca; dicen que no soporta a su marido; dicen que está pensando en divorciarse; dicen que está embarazada; dicen que tiene un amante. Dicen, dicen, dicen... Porque ninguna de estas especulaciones, aparecidas en medios de todo el mundo, se apoya en otra cosa que el cotilleo.
Conviene añadir que el propio Trump no se libra de los chismes: además de las noticias contrastadas sobre su actividad política o las investigaciones a las que está sometido, a los medios han llegado rumores o especulaciones sobre su estado mental o su falta de adaptación al entorno de la Casa Blanca. Es comprensible, ya que Washington ha sido considerado tradicionalmente uno de los mayores centros de cotilleo del poder político mundial. Pero Trump es el primer presidente que, además de padecer el chismorreo, lo ejerce, como muestra su seguidísima cuenta de Twitter, donde no duda en publicar todo tipo de rumores infamantes sobre quienes considera sus enemigos; la prensa encabeza la lista.
UN FENÓMENO QUE AFECTA A FAMOSOS Y A GENTE COMÚN
El cotilleo no se ceba únicamente con la que quizá sea hoy la pareja más célebre del mundo; sus antecesores en fama, el matrimonio de Brad Pitt y Angelina Jolie fueron pasto de él durante años, y todo lo que se pueda saber sobre las causas de su divorcio –presuntas peleas, alcoholismo, maltrato a los hijos...– es lo mismo que no saber nada, ya que nada ha sido contrastado, a pesar de que mucho de lo que se comenta procede “de fuentes muy fiables”.
Antes que estas, en tiempos previos al auge de internet y las redes sociales, muchas otras parejas y personalidades se convirtieron en blanco de los cotillas. Y, paralelamente, los millones de personas que viven alejadas de la fama y
conforman lo que se llama la gente común tuvieron y tienen la oportunidad de vivir en sus carnes lo que se siente cuando hablan de uno para mal. Porque la gente es cotilla, y siempre lo ha sido. Chismorrea todo el mundo, incluidos quienes investigan este fenómeno y quienes teorizan sobre él; el autor de este artículo y, desde luego, sus lectores.
Una costumbre –o vicio (ya lo iremos viendo)– que muchas veces practicamos sin plena conciencia de que lleva con nosotros casi desde los albores de la humanidad. Es más, esta, según han determinado algunos expertos, ni siquiera habría llegado a existir sin el cotilleo.
¿CUÁL ES EL PAPEL DE LAS REDES SOCIALES EN LOS CHISMES?
A estas alturas, quizá más de un lector se haya sentido injustamente acusado por el párrafo anterior. “¡Pero si yo nunca he dicho nada malo de nadie!”, pensará. Aunque sea así –nadie lo duda–, el cotilleo tiene otras facetas. Está también presente en el entorno profesional, en los negocios, en la política y, desde luego, en los medios de comunicación. Hay quien dice que las redes sociales lo han impulsado, afirmación a la que cabe hacer algunas objeciones, ya que, en primer lugar, los bulos y rumores que se propagan a velocidad de vértigo por todo el planeta gracias a Twitter y Facebook no son exactamente cotilleos.
En primer lugar, el cotilleo funciona sobre todo en pequeños círculos, y debe referirse a alguien que conocemos, bien en persona, bien por ser alguien famoso a escala nacional o global. Y, en segundo lugar, se las ha arreglado muy bien sin la tecnología; como prueba, esta frase con la que el cronista Ricardo Sepúlveda describía las actividades de las repartidoras que en el siglo XVII vivían en la calle Mayor de la capital: “Cuando pescaban una noticia gorda, chorreando
sangre, en pocos momentos la llevaban al extremo de Madrid y no quedaba bicho viviente sin enterarse”.
Es fácil comprender por qué tiene una fama tan
funesta. Hablar mal de otra persona a sus espaldas es una actividad que tiene aparejada un humillante componente de cobardía. Llamar cotilla a alguien es un insulto especialmente hiriente, y son muchos los autores que lo han criticado.
En 1608, san Francisco de Sales dedicó todo un capítulo de su Introducción a la vida devota a una de sus variantes más bajas, la maledicencia, y la puntería que siguen teniendo algunos de sus párrafos más de cinco siglos después de haber sido escritos es estremecedora: “Los que, para murmurar, empiezan con preámbulos honrosos o echan mano de cumplidos o ironías son los más finos y virulentos de los detractores. Conste, dicen, que le aprecio y que, por lo demás, es un perfecto caballero; pero, en honor de la verdad, es menester decir que ha obrado mal al cometer tal perfidia”. Y no solo eso; san Francisco añadió de modo terminante que el que lograse eliminar del mundo la maledicencia “quitaría de él una gran parte de los pecados y de la iniquidad”.
LAS VISITAS NOCTURNAS DE UN REY DEL ANTIGUO EGIPTO A UN GENERAL, MOTIVO DE COTILLEO
Si tenía una opinión tan negativa, quizá fuera porque en sus tiempos el cotilleo ya llevaba muchos siglos en activo y había transcurrido tiempo de sobra para percibir sus efectos. Lisa Schwappach-Shirriff, conservadora en el Museo Egipcio Rosacruz, en San José (California), descubrió varios textos y dibujos del antiguo Egipto que entraban en determinados detalles de la vida privada de la gente, como el rey –del que no se da el nombre– que realizaba frecuentes visitas nocturnas al domicilio de uno de sus generales,
A LO LARGO DE LA HISTORIA, LOS COTILLAS SE LAS HAN INGENIADO MUY BIEN SIN MEDIOS TECNOLÓGICOS
“en cuyo hogar no había esposa”, según se repite varias veces en el texto. Esta sugerencia de una relación homosexual no implicaba la existencia de homofobia en la sociedad egipcia, sino que era una explicación a la incapacidad del rey de tener herederos. Dicho de otra forma: cotilleo puro.
Un poco después, en el siglo I antes de Cristo, Cicerón ya escribió sobre las precauciones que había que tener con esclavos y subordinados en general, especialmente cuando se acercaba el tiempo de elecciones, ya que su afición a cotillear sobre sus amos, acusándolos de maltratadores o malos pagadores, podía suponer un serio perjuicio a su reputación.
VILLANO PARA ALGUNOS ESCRITORES, Y UN SIMPLE CANAL DE COMUNICACIÓN PARA OTROS
El mundo de la ficción ha creado también sus propios cotillas, en no pocas ocasiones dotados de los peores atributos que sus autores pudieran concebir. A la cabeza está, sin duda, Yago, el más malvado y destructivo de toda la historia de la literatura, que, en el Otelo de William Shakespeare, esparce todo tipo de falsedades y maledicencias hasta conseguir que su señor asesine a su esposa, Desdémona, comido por los celos.
Siglos después, Agatha Christie creó a un Yago moderno en Telón (1975), la última novela protagonizada por su detective Hércules Poirot, donde este debe tomarse la justicia por su mano cuando descubre a un asesino que no mata a nadie personalmente, pero envenena el ambiente con habladurías que enfrentan a las personas hasta desembocar en crímenes violentos.
En las letras españolas, es difícil no recordar la opresión de los cotilleos y la hipocresía que corren por las arterias de Vetusta, la ciudad ficticia –o casi– donde se desarrolla La Regenta (1884-1885) de Leopoldo Alas, Clarín, susceptibles de destrozar reputaciones de la noche a la mañana y condenar a sus víctimas a la marginación social.
La mala fama del cotilleo y de quienes lo practican es comprensible si sopesamos todos estos antecedentes, pero otros autores literarios se preocuparon por mirar un poco más allá. En su libro Gossip (Cotilleo), la profesora de la Universidad de Yale Patricia Meyer Spacks señala a la británica Jane Austen como uno de los escritores que han retratado esta costumbre sin ninguna intención peyorativa, simplemente aludiendo a ella como una realidad que está ahí, para bien y para mal: porque es cierto que el cotilleo juega un papel central en muchas de sus novelas más famosas: desde Emma hasta Mansfield Park, pasando por Sentido y sensibilidad. Todas se desarrollan en entornos cerrados donde las abundantes conversaciones de los personajes están dedicadas en buena parte a comentar vidas ajenas, a veces con mejor intención que otras; pero, en el mundo de Jane Austen, el chismorreo no es necesariamente malo y, bien usado, se convierte incluso en un eficaz –y beneficioso– canal de comunicación.
HAY UN TIPO DE CHISME QUE NO SURGE CON AFÁN DE DAÑAR
A Spacks debemos algunas descripciones muy detalladas sobre la estructura y el funcionamiento del cotilleo, pero también sobre sus funciones. Ante todo, “el que busca dañar a otros es poco común”, y, aunque eso no lo convierte en inofensivo, “ya que sus consecuencias son incontrolables e incalculables”, estas suelen ser involuntarias. Y lo más importante: no todo el cotilleo es igual. Hay dos tipolo-
gías bien diferenciadas. La primera es la que tiene menos intención dolosa; no surge de las ganas de dañar, sino de saber. Pensemos, por ejemplo, en una fiesta de empresa, y en los chismes que empiezan a circular sobre qué cambios se van a producir, quién se va, quién vie- ne, a quién ascienden y, muy probablemente, quién está liado con quién. En este caso, la costumbre de criticar a otros no es tan importante como la necesidad de estar al tanto de lo que se cuece… sea verdad o no. Y esa necesidad está con nosotros desde que funcionamos como una sociedad organizada. Según escribió el antropólogo británico Robin Dunbar, uno de los más reconocidos analistas del cotilleo, en la revista Review of
General Psychology: “El análisis de las conversaciones espontáneas indica que aproximadamente dos terceras partes de las mismas se dedican a temas sociales, la mayoría de los cuales pueden recogerse bajo la etiqueta genérica de cotilleo”.
EN LOS S. XVI Y XVII, LOS MONARCAS COLOCABAN A ESPÍAS EN LOS MENTIDEROS, NIDOS DE RUMORES
Incluso han llegado a existir lugares fijos dedicados al cotilleo: Madrid o Cádiz son algunas de las ciudades españolas donde en los siglos XVI y XVII existieron los mentideros, enclaves concretos en el casco urbano que se convertían en disparaderos de todo tipo de chismes. Ricardo Sepúlveda, en su libro Madrid Viejo (1887), ofrece una descripción impagable de uno de ellos, el de las gradas del convento de San Felipe el Real: “Un laboratorio de noticias; un chisme en activa génesis; un pasquín perpetuo aunque invisible, donde, sin pie de imprenta ni editor, se daban a conocer los rumores más nuevos, más curiosos y, a veces, más horrendos. No había responsabilidad para nadie, y la gloria era de todos”.
Por la misma época existió el Mentidero de Comediantes, ubicado en el actual Barrio de las Letras, donde los grandes nombres de la literatura española, desde Cervantes hasta Lope de Vega, pasando por Calderón de la Barca –y, desde luego, por Quevedo–, se contaban entre los más conspicuos degustadores de
AL CRITICAR ACTIVIDADES QUE CREEMOS CENSURABLES, EJERCEMOS UNA FORMA DE AUTOPROTECCIÓN
chismes. El rey y los altos cargos del Gobierno contaban con espías en estos ambientes para estar también ellos al tanto de unos chismorreos que nunca se sabía si podían evolucionar en algo más. Unos siglos más tarde, los cafés tomaron el relevo como centros donde murmurar sobre los demás.
Si el cotilleo más inocente es el que a lo largo del tiempo ha salido de estas charlas en grupo mantenidas en lugares públicos, Spacks lo diferencia de la otra variante, la que sí se referiría al cotilleo puro e intencionado. Este, para empezar, necesita de intimidad y confianza entre los interlocutores (“esto que no salga de aquí”), los cuales no deben sobrepasar el número de tres, ya que, más allá de esta cifra, nos indica la autora, el nivel de cotilleo tiende a deteriorarse. Además, el objetivo de sus charlas es siempre la crítica ajena: desde lo último que hizo ayer fulanito, que por otra parte no es la primera vez, o el comportamiento que menganita tiene con sus hijos o con su marido, las posibilidades de los temas a criticar son casi infinitas.
EL COTILLEO IMPLICA ESTABLECER UNA RELACIÓN, Y ESA ES UNA FUNCIÓN SOCIAL MUY IMPORTANTE
Pero, y aquí llegamos a la teoría más innovadora, por muy virulentas que sean las críticas, el propósito de los cotillas no es atacar, sino defenderse. Su verdadero objetivo no es la vida ajena: “Su propósito tiene poca relación con el mundo exterior a los que chismorrean, excepto en la relación que ese mundo tiene con ellos mismos”, escribe Spacks. “[El cotilleo] ofrece un recurso a los subordinados […], una forma crucial para expresarse, una forma crucial de solidaridad”.
Porque, concluye, “las relaciones que este cotilleo expresa y sostiene importan más que la información que difunde y, en el mantenimiento de esas relaciones, la interpretación importa más que los hechos o pseudohechos con los que trabaja”. Al denunciar las actividades que consideramos censurables, estamos ejerciendo una forma de autoprotección de nuestras ideas y nuestra manera de vivir, que reforzamos buscando el acuerdo de nuestros interlocutores a la hora de condenar a la otra persona. Dicho de otro modo: necesitamos el cotilleo para mantenernos unidos. Si ello implica dañar la reputación de alguien, no es nada personal.
La teoría de Spacks conoció una proyección científica diez años después de publicado su libro, cuando en 1996 Dunbar abundó en un razonamiento similar, pero llevando las cosas mucho más allá, o mejor dicho, mucho más atrás, ya que no solo unió el origen del cotilleo con el de la humanidad, sino que sostuvo que este ha sido una fuerza imprescindible en la evolución de la misma, hasta el punto de llegar a afirmar que “sin el cotilleo no existiría la sociedad tal y como la conocemos”. ¿Cómo es esto posible?
La respuesta hay que buscarla en un aspecto obvio del cotilleo que ya hemos comentado antes: murmuramos sobre gente que conocemos, bien en persona, bien a través de los medios de comunicación. Incluso en una sociedad globalizada como la de hoy, el cotilleo se sigue desarrollando en comunidades de tamaño controlable, muy similares a las que aparecieron en los primeros tiempos del Homo sapiens.
Estas comunidades gozaban de un alto grado de sociabilidad: en ellas, sus miembros compartían obligaciones y beneficios. Las primeras podían incluir la recolección de comida o la vigilancia contra los predadores, es decir, actividades fundamentales para la supervivencia de todos, que requerían el compromiso en los objetivos personales a corto plazo para asegurar la ganancia colectiva a largo plazo. En los grupos reducidos, el control de la conducta de los individuos era sencillo. Fue cuando estos grupos empezaron a crecer cuando las cosas se complicaron.
SIRVE PARA DESENMASCARAR A LOS JETAS DE TURNO
Aquí es donde surge una nueva figura a la que Dunbar ha denominado free rider, término que podríamos traducir por ‘el aprovechado’. Es el que recibe pero no aporta, el que manipula el comportamiento ajeno en beneficio propio, el que descuida sus obligaciones dentro de la estructura de la comunidad, una actitud que puede acarrear graves perjuicios para ese grupo e incluso llevar a su disgregación; identificarlos y controlarlos era, por tanto, una tarea vital, pero, a medida que las comunidades crecían, se fue haciendo más difícil.
Entonces es cuando aparecieron dos herramientas fundamentales: una, la subdivisión del colectivo en grupos más pequeños, generalmente afianzados en las relaciones familiares y matrimoniales, que permitía conocer y supervisar a todos los que pertenecían a él; y dos, el desarrollo de un lenguaje hablado, que multiplicó las capacidades de comunicación y la
complejidad de los mensajes que se transmitían. De esa manera, ahora se podía intercambiar información y saber qué había ocurrido en lugares y situaciones en los que no estábamos presentes. Y buena parte de esa información se refería al comportamiento insolidario de los aprovechados.
Al denunciarlo, explica Dunbar, “nos estaríamos protegiendo de la posibilidad de que extiendan su número y su comportamiento lo suficiente como para producir la destrucción del grupo. Así que este intercambio de información, este cotilleo, sería, antes que ninguna otra cosa, una maniobra de protección social”.
RETENEMOS MÁS LOS ASPECTOS NEGATIVOS DE LAS PERSONAS
De acuerdo, pero ¿funciona? Es conocido el experimento que en 2011 llevó a cabo Eric Anderson, del Departamento de Psicología de la Universidad de Boston, cuyos resultados explicó en el artículo
The Visual Impact of Gossip (El impacto visual del cotilleo). Los participantes tenían que fijarse en una serie de rostros que se les presentaban en rivalidad binocular; esto es, el ojo se encuentra con dos imágenes separadas y diferentes y, de forma que no puede controlar, siempre dedicará más tiempo a mirar una de ellas. Las imágenes de caras que venían acompañadas de información negativa –del estilo de “le tiró una silla a un compañero de clase”– siempre recibían más atención visual que aquellas con datos positivos o neutrales.
“Es fácil imaginar que esta selección preferencial para percibir a las malas personas nos podría proteger de embusteros y tramposos al permitir identificarlos desde lejos y reunir más información sobre su comportamiento”, escribió Anderson.
Los comentarios negativos dejan huella, y fuera del ámbito científico, en la vida cotidiana, pueden marcar para siempre. No parece que haya señales de que algún día vayamos a dejar de poner a caldo, con mejor o peor intención, a amigos, parientes y conocidos; pero nos quedará el consuelo de que lo hacemos para protegernos a nosotros mismos.