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Fiambres S. A.

La ciencia médica siempre ha precisado de cadáveres para realizar experiment­os y adiestrar a los estudiante­s. Y en algunas épocas, conseguirl­os requería la ayuda de resurrecci­onistas sin escrúpulos.

- Un reportaje de MIGUEL ÁNGEL SABADELL

La ciencia médica siempre ha precisado de cadáveres para realizar experiment­os y adiestrar a los estudiante­s. Y en algunas épocas, conseguirl­os requería la ayuda de resurrecci­onistas sin escrúpulos.

En marzo de 2017 se publicaba una sorprenden­te petición de firmas en el portal de internet Change.org: que se diera cristiana sepultura al cadáver del irlandés Charles Byrne. Nacido en 1761, se hizo famoso en el Londres de 1780 por su altura: medía 2,43 metros. Era la comidilla de la ciudad. “Da igual lo impactante que sea una curiosidad –escribía un periodista del Morning Herald en 1782–, normalment­e es difícil atraer la atención del público; pero ese no es el caso de este Coloso viviente, o el maravillos­o Gigante Irlandés”. Por desgracia, la gran altura de Byrne era ocasionada por un desorden en el crecimient­o conocido como acromegali­a, que le llevó a la muerte al poco de cumplir los veintidós años, en junio de 1783.

En ese momento entró en acción John Hunter. En 1760 había ingresado en el ejército como cirujano y allí demostró que podían evitarse las amputacion­es –muy habituales en las guerras– si se trataban adecuadame­nte las heridas de bala. Su valía le llevaría a ser nombrado cirujano general del Ejército y cirujano del rey Jorge III. Pero Hunter no era famoso por su pericia con el escalpelo, sino por su gran pasión: el coleccioni­smo de animales muertos y otras rarezas.

SI ERES BIOLÓGICAM­ENTE RELEVANTE, SERÁ DIFÍCIL QUE DESCANSES EN PAZ

El Gigante Irlandés, que conocía la reputación de Hunter, pidió a sus amigos que lanzaran su cuerpo al mar en un ataúd de plomo para que su cadáver no pasara a engrosar el museo privado del cirujano. Pero no lo consiguier­on. Con 500 libras de entonces, Hunter sobornó a la funeraria y robó el cadáver. Se cuenta que lo hizo llevar desnudo en su propio carruaje para que no le pudieran acusar de robar ropaje funerario. Hunter redujo el cadáver a su esqueleto y cuatro años más tarde lo expuso en su museo, el Hunterian, que hoy se encuentra repartido entre la Universida­d de Glasgow y el Real Colegio de Cirujanos de Londres.

En este último, situado en Lincoln’s Inn Fields, puede contemplar­se en la actualidad el esqueleto de Byrne, testigo mudo de una de las mayores infamias de la profesión médica: la falta de respeto por los muertos. Algo que, vistas las repetidas negativas del Real Colegio de Cirujanos a que los restos de Byrne descansen como merecen –en una sepultura–, no es un tema que preocupe a algunos médicos. Quizá porque los restos de lo que fuera un ser humano no son algo que los conmueva en demasía, o quizá porque antepongan sus anhelos de investigac­ión sobre cualquier posible considerac­ión ética.

Ejemplo de esto último fueron las aventuras corridas por el cerebro del físico más famoso del siglo XX, Albert Einstein. Las cenizas del sabio alemán fueron esparcidas en un lugar secreto, pero, durante la autopsia de su cadáver, su cerebro había sido extraído sin permiso por el jefe de Patología del Hospital de Princeton, Thomas Harvey, quien lo guardó en su casa durante un tiempo. Después, troceado en unas doscientas partes, acabó repartido por el mundo. Se han encontrado fragmentos en lugares tan sorprenden­tes como un refrigerad­or de cervezas, un bote de té en las afueras de Tokio, o un frigorífic­o en Honolulu. Dicen que la razón de semejante atropello era de elevadas miras: descubrir qué había en las células de su cerebro que lo convirtier­on en genio; una empresa fútil donde las haya. Recordemos que algo parecido hicieron los soviéticos con el del padre de la Revolución rusa, Lenin.

En 1996, Harvey entregó las partes del cerebro de Einstein que aún tenía en su poder a Elliot Krauss, jefe de Patología del Hospital de Princeton. Pero no fueron solo sus sesos lo que desapareci­ó del cadáver antes de su incineraci­ón: Harvey también le extrajo los globos oculares y se los entregó a quien había sido oculista del físico, Henry Abrams, el cual los mantuvo durante décadas encerrados en la caja de seguridad de un banco.

“¡PASEN Y CONTEMPLEN, DAMAS Y CABALLEROS, LA DISECCIÓN DE UN CADÁVER!”

La fascinació­n por los cadáveres –sea por el motivo que sea– es un sentimient­o bien arraigado en el ser humano. Prueba de ello son las diseccione­s anatómicas que hace dos siglos llegaron a convertirs­e en un espectácul­o capaz de congregar a curiosos de todos los estratos sociales. El detonante que provocó la aparición de los llamados anfiteatro­s de anatomía hay que buscarlo en el Renacimien­to, cuando en 1543 se publicó el libro más importante de la historia de esta rama de la medicina: De humani

corporis fabrica, del belga Andreas Vesalius. Vesalius considerab­a el cuerpo humano una preciosa obra arquitectó­nica. En eso siguió los pasos de Leonardo da Vinci, que estudió en profundida­d la anatomía humana entre 1507 y 1513 ayudado por Marcantoni­o della Torre, profesor de Anatomía de la Universida­d de Pavía. Tras la muerte de este a causa de la peste, Da Vinci se trasla- dó a Roma con la intención de continuar sus estudios anatómicos, pero la Iglesia se lo prohibió, pues para sus dirigentes las diseccione­s iban contra natura. Hasta llegaron a acusarlo de nigromante.

A Da Vinci le movía la naturaleza artística del cuerpo humano, pero a Vesalius le interesaba más cómo estaba construido. Por entonces, la capital del mundo de los estudios de Medicina era París, pero después de Vesalius –que se dedicó a viajar por toda Europa disecciona­ndo cadáveres– se trasladó a Leiden (Países Bajos), en cuyo anfiteatro cabían más de un centenar de espectador­es.

En 1768 el hermano mayor de John Hunter, William, un anatomista de prestigio, abrió las puertas de su Teatro de Anatomía en la calle Great Windmill de Londres. Se abastecía de los condenados a muerte en el Old Bailey, el Tribunal Penal Central de Inglaterra y Gales. Lo habitual era que el reo, tras ser ahorcado, fuera conducido a la mesa de disección de Hunter para ser desollado, disecado y anatomizad­o.

Con el descubrimi­ento de la pila eléctrica, al espectácul­o de la disección se añadió el peculiar arte de la reanimació­n de fiambres, campo en el que destacó el italiano Giovanni Aldini, sobrino de Luigi Galvani –el descubrido­r de la electri

cidad animal–. Aldini ofrecía por toda Europa un espeluznan­te espectácul­o: la electrific­ación de un muerto. Su mejor actuación tuvo lugar el 18 de enero de 1803, en el Real Colegio de Cirujanos de

ALDINI PUSO UN ELECTRODO EN LA OREJA, OTRO EN EL ANO Y ABRIÓ EL CIRCUITO. EL MUERTO

SE PUSO A BAILAR UNA DANZA MACABRA

Londres, cuando electrocut­ó el cadáver de George Forster, de veintiséis años, que había sido condenado a la horca por ahogar a su mujer y a su hija. La sentencia especifica­ba que su cuerpo sería entregado a la ciencia para su disección con el objetivo de que no pudiera resucitar el día del Juicio Final.

Con diferentes electrodos por el cuerpo, Aldani consiguió que el ajusticiad­o moviera los brazos, se encorvara e incluso que pareciera respirar. Pero Aldini guardó lo mejor para el final: colocó un electrodo en la oreja, otro en el ano y abrió el circuito. El cuerpo sin vida de Forster empezó a moverse como si bailara una danza macabra. Algunos pensaban que realmente Aldini iba a resucitar al asesino; incluso las actas indicaban que, si eso sucedía, el condenado volvería a ser ahorcado.

TRES FIAMBRES PARA QUINIENTOS ESTUDIANTE­S HAMBRIENTO­S DE SABER

Ya fuera para asustar a las damas de la alta sociedad o para conocer los intrínguli­s del interior del cuerpo humano, lo que se necesitaba era una buena provisión de materia prima: cadáveres. Y escaseaban. En el siglo XVII, la Universida­d de Edimburgo, una de las más prestigios­as de Europa en materia médica, con más de quinientos estudiante­s, solo disponía de poco más de tres cadáveres al año para las prácticas de anatomía y disección.

Los cuerpos eran provistos por la Compañía de Barberos y Cirujanos, que podían disponer de los ejecutados por sus crímenes. En Francia y Alemania, las facultades de Medicina se abastecían de aquellos que morían en la cárcel, las casas de limosnas o los hospitales civiles si, transcurri­das veinticuat­ro horas, nadie los reclamaba. En Italia todo aquel que falleciera en un hospital era entregado a los anatomista­s salvo que alguien se hiciera cargo del entierro.

Pero en Gran Bretaña las cosas eran diferentes. La puritana sociedad inglesa veía repulsivo usar a los fallecidos en los hospitales, y quienes practicaba­n la disección eran considerad­os como “desprovist­os de los sentimient­os comunes de la humanidad”. Sin embargo, los estudiante­s de Medicina tenían que aprender anatomía, y la escasez de cadáveres era más que un hecho: durante el siglo XIX se sentenció a muerte a una media de cincuenta criminales cada año, y solo las facultades necesitaba­n del orden de quinientos cadáveres anuales. Así se produjo una singular y criminal alianza entre hombres con pocos escrúpulos y respetable­s médicos. De este modo comenzó la época de los resurrecci­onistas, los robacadáve­res. En 1752, el Parlamento británico aprobó la

Murder Act, la ley para “la mejor prevención del horrible crimen del asesinato”, que decretaba que el cadáver de cualquiera que fuera hallado culpable de asesinato podría ser colgado por cadenas o entregado para su disección por los cirujanos. Tal dureza penal incluso

después de la muerte se justificab­a en el preámbulo de la ley: “Consideran­do que el horrible crimen de asesinato se ha incrementa­do en los últimos años [...] es por lo que se hace necesario añadir a la pena de muerte un castigo adicional equivalent­e al horror producido por el asesino”. La mayoría de los criminales optaba por las cadenas, y muchos de ellos pactaban con sus compinches el robo del cuerpo para evitar que cayera en manos de los cirujanos.

LOS CADÁVERES MASCULINOS ERAN MÁS VALIOSOS QUE LOS FEMENINOS

Ser resurrecci­onista era un lucrativo negocio. Apoderarse de un cadáver y venderlo fresco, todo en una noche, conllevaba una ganancia de hasta 10 libras –los hombres valían más que las mujeres porque se podían examinar con más detalle los músculos–; por contra, trabajar duramente 72 horas a la semana solo reportaba unos pocos chelines.

Si no se tenían demasiados miramiento­s éticos, la elección era fácil. El robo no exigía grandes alharacas: los cementerio­s no estaban vigilados y los indigentes que morían se colocaban en tumbas comunes en las parroquias donde bastaba con decir que eras un familiar para que te pudieras llevar el cuerpo.

Entre los métodos utilizados por los resurrecci­onistas estaba excavar, con una pala de madera –las de metal hacen más ruido–, un agujero delante de una tumba reciente hasta llegar a la altura del frontal del ataúd. Entonces lo rompían, colocaban una cuerda alrededor del cadáver y lo arrastraba­n al exterior. Eso sí, devolviend­o al interior cualquier ropa o joya que tuviera el finado, ya que, en caso contrario, se cometía un delito grave, algo que no deja de ser irónico.

EN MADRID, EN 2014, CIENTOS DE CADÁVERES

SE AMONTONABA­N SIN CONTROL EN LOS SÓTANOS DE LA UNIVERSIDA­D COMPLUTENS­E

El robo de cadáveres se fue convirtien­do en una pesadilla, hasta el punto de que los familiares velaban no solo al muerto, sino también la tumba, y las ventas de ataúdes de hierro se dispararon. Por este motivo algunos resurrecci­onistas recurrían a ingeniosos ardides. En Edimburgo, por ejemplo, Merry Andrew se presentaba como pariente del finado y se comprometí­a a organizar el funeral. Al cabo de un rato, un compinche llegaba disfrazado de sacerdote, rezaba un responso y ambos se iban con el cadáver. Otros simplement­e se colaban por la ventana del cuarto en el que se velaba al muerto en los momentos en que la familia lo dejaba solo.

LA EVOLUCIÓN NATURAL DEL NEGOCIO: DE RECOLECTAR CADÁVERES A GENERARLOS

Se calcula que, a principios del siglo XIX, había dos centenares de resurrecci­onistas solo en Londres, por lo que, poco a poco, empezaron a organizars­e en bandas de, como mucho, seis personas: al menos siete actuaban en la capital inglesa, y una de ellas llegó a suministra­r cuatrocien­tos cadáveres a las facultades de Medicina en un año.

Con el tiempo, a alguien se le tenía que ocurrir la idea de agilizar el proceso: del robo se pasó al asesinato. Así, el 18 de marzo de 1751 se ahorcó a Helen Torrence y Jean Waldie en Edimburgo por robar y matar a un niño que luego vendieron a un médico: fueron las primeras personas ajusticiad­as por los que se llamaron asesinatos anatómicos.

Pero quienes se llevaron toda la fama fueron la pareja de irlandeses William Burke y William Hare. A lo largo de once meses, entre 1827 y 1828, asesinaron a dieciséis personas en Edimburgo y vendieron sus cuerpos a Robert Knox, el anatomista más famoso de Gran Bretaña, que les pagaba entre siete y diez libras, en función de la frescura.

Cuando fueron capturados, la ciudad exigió su ejecución. Pero había un problema: los cuerpos de las quince primeras víctimas ya no existían. El jefe de los oficiales de Justicia de la Corona en Escocia, sir William Rae, usó la misma estrategia que siempre seguía en los casos con varios asesinos: ofreció a Hare la inmunidad si testificab­a contra su socio y otro de sus cómplices, un tal McDougal. El criminal no se lo pensó dos veces: Burke fue a la horca, pero McDougal fue puesto en libertad. El caso fue tan sonado que se acuñó un término para los asesinatos anatómicos: el burking. Hare no fue juzgado, pero su carrera quedó destruida y tuvo que emigrar a Londres.

El cuerpo de Burke fue disecciona­do públicamen­te por Alexander Monro, profesor de Anatomía en Edimburgo. Este practicó la disección con gran cuidado para no dañar el esqueleto y en la actualidad se puede contemplar en el Museo de Anatomía de la Universida­d de Edimburgo.

El caso de Burke y Hare llevó a que se presentara en el Parlamento un proyecto de ley para evitar “la exhumación ilegal de órganos humanos”, que cristalizó en la Ley de Anatomía de 1832, donde se reconocía que familiares y organismos oficiales, como cárceles y casas de acogida, podían ceder el cadáver a las facultades transcurri­das cuarenta y ocho horas, siempre y cuando el finado no hubiera indicado expresamen­te lo contrario. Con esta ley, los resurrecci­onistas desapareci­eron: el robo de cadáveres dejó de ser negocio.

EN ESPAÑA, LA TRADICIÓN DE LOS RESURRECCI­ONISTAS SIGUE ‘VIVA’

Aún hoy, para algunos anatomista­s un ser humano muerto no es otra cosa que un objeto con el cual investigar. Como prueba, la macabra escena destapada en 2014 en los sótanos de la Facultad de Medicina de la Universida­d Complutens­e de Madrid: más de 250 cadáveres pertenecie­ntes al Departamen­to de Anatomía y Embriologí­a Humana II, hacinados en unas condicione­s insalubres y éticamente reprochabl­es.

El secadero –el lugar donde los cadáveres ya aprovechad­os por los estudiante­s esperaban a ser incinerado­s– fue descrito así por un periodista de El Mundo: “A ambos lados del corredor están las tinas de formol, una especie de inmensas bañeras alicatadas y tapadas con planchas metálicas, en las que quizá haya más muertos, pero es imposible saberlo: para abrirlas habría que retirar una montaña de cadáveres”. El entonces director del departamen­to, José Ramón Mérida, quien admitió que algunos cuerpos llevaban allí la friolera de cinco años, se excusó así: “El funcionari­o que opera el horno se prejubiló en diciembre, y no ha habido manera de convocar la plaza porque los sindicatos denuncian que el horno no está en buenas condicione­s”. Incluso han corrido rumores de que se vendían partes del cuerpo para, por ejemplo, hacer prácticas de odontologí­a. Los resurrecci­onistas aún siguen entre nosotros.

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afanosa. En el Londres de principios del siglo XIX, una banda de robacadáve­res, que actuaba como los personajes de este grabado, vendió cuatrocien­tos cuerpos a los médicos en un solo año.
Una gente muy afanosa. En el Londres de principios del siglo XIX, una banda de robacadáve­res, que actuaba como los personajes de este grabado, vendió cuatrocien­tos cuerpos a los médicos en un solo año.
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médicos. Los cuerpos sin vida robados acababan casi siempre en manos de anatomista­s. En la imagen, fotograma del film Burke & Hare (2010), basado en estos inmigrante­s irlandeses que robaron dieciséis cadáveres.
Carne para los médicos. Los cuerpos sin vida robados acababan casi siempre en manos de anatomista­s. En la imagen, fotograma del film Burke & Hare (2010), basado en estos inmigrante­s irlandeses que robaron dieciséis cadáveres.
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Robo por todo lo alto. De poco le sirvió a Charles Byrne, de 2,43 metros de alto, pedirles a sus amigos que lanzaran su cadáver al mar: acabó expuesto en el Hunterian Museum hasta hoy.
 ??  ?? Cerebro de genio. El patólogo estadounid­ense Thomas Harvey, autor de la extracción sin permiso del cerebro de Albert Einstein, posa con un fragmento del órgano del brillante físico.
Cerebro de genio. El patólogo estadounid­ense Thomas Harvey, autor de la extracción sin permiso del cerebro de Albert Einstein, posa con un fragmento del órgano del brillante físico.
 ??  ?? Moral vs. ciencia. El pueblo llano odiaba el robo de cadáveres, como muestra esta caricatura del siglo XVIII, donde se retrata al anatomista escocés William Hunter huyendo tras ser pillado in fraganti.
Moral vs. ciencia. El pueblo llano odiaba el robo de cadáveres, como muestra esta caricatura del siglo XVIII, donde se retrata al anatomista escocés William Hunter huyendo tras ser pillado in fraganti.

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