La era de la aspirina
La historia de este celebérrimo medicamento –se calcula que se consumen cien millones de comprimidos al día y alrededor de 2.500 por segundo– se remonta a la noche de los tiempos. Sabemos que egipcios, sumerios y otros pueblos antiguos utilizaban contra el dolor un preparado que extraían de las hojas y las cortezas del sauce blanco. Mucho después, en 1854, un químico francés llamado Charles Frédéric Gerhardt sintetizó por primera vez ácido acetilsalicílico a partir del salicílico, el componente activo de la planta. Pero hubo que esperar hasta 1893 para que otro químico, el alemán Felix Hoffman, encontrara cómo calmar los fuertes dolores artríticos que sufría su padre gracias a aquel olvidado remedio del sauce. El caso es que Hoffman trabajaba en la casa Bayer y convenció a la empresa de las bondades del ácido acetilsalicílico y de lo lucrativo que sería comercializarlo. No se equivocaba. Al buscar un nombre, los responsables de la compañía decidieron que tuviera relación con la Spiraea ulmaria, nombre científico de la flor ulmaria, de la que extraían las sales de ácido salicílico. Se añadió a –de acetil– a spir, y se remató con el sufijo -ina, añadido a multitud de medicamentos para facilitar su pronunciación. Había nacido la aspirina.
No fue la primera opción que se barajó y, de hecho, hubo un largo debate con un nombre alternativo: Euspirin. Eu- es un prefijo griego que significa ‘bueno’, y parecía obvio resaltar así sus virtudes, pero finalmente se desechó.