El papa Pío V prohíbe las corridas de toros
Para este sumo pontífice, que dirigió la Iglesia católica entre 1566 y 1572, se trataba de espectáculos cruentos y vergonzosos, propios del diablo, en los que ningún cristiano debía participar.
El papa Pío V pudo pasar a la historia por muchos motivos. Fue el primero en utilizar la sotana blanca; también, un notable inquisidor, famoso por su severidad; puso en marcha efectiva la Contrarreforma; y con el nombre de Catecismo romano, publicó la doctrina del concilio de Trento. Además, alentó la creación de la Liga Santa, la coalición que, comandada por Juan de Austria –hermanastro de Felipe II–, derrotó a los otomanos en Lepanto; ordenó cubrir los genitales de los protagonistas del Juicio Final de Miguel Ángel, en la Capilla Sixtina; excomulgó a Isabel I de Inglaterra; y expulsó a 45.000 prostitutas de Roma –algún cardenal advirtió de que eran necesarias para que el clero no cayera en la sodomía–. Por fin, decretó la supremacía de su autoridad sobre la del poder civil de todas las naciones. No obstante, ahora es famoso en nuestro país porque, en una bula promulgada el 20 de noviembre de 1567, prohibió los espectáculos taurinos bajo pena de excomunión.
EN ESPAÑA, NI CASO. La medida afectaba a todo el orbe, pero no fue aceptada por igual, lo que puso en tela de juicio la influencia papal en ese tipo de asuntos. Hizo efecto inmediato en Italia –desde el monte Testaccio de Roma se despeñaban toros y otros animales–, pero en Portugal tardó tres años en publicarse. Allí, simplemente se despuntaron los cuernos de los astados, para reducir el riesgo del diestro. El católico rey Felipe II de España no hizo mucho caso a esta cuestión. De hecho, la bula ni siquiera se dio a conocer. Llevaba el título
Super prohibitione agitationis
Taurorum & Ferarum y, según pregonaba, su intención era evitar los peligros que corren quienes se enfrentan a los “toros y otras fieras en espectáculos públicos y privados, para hacer exhibición de su fuerza y audacia”. Pio V los calificaba de “cruentos y vergonzosos”, “propios del demonio”, y prohibía terminantemente su celebración a cualquier príncipe cristiano. Añadía, además, que si alguien moría durante la lidia, no recibiría sepultura eclesiástica. La bula cargaba las tintas sobre los clérigos, que solían adornar las fiestas religiosas con ese tipo de actos.
LA FUERZA DE LA TRADICIÓN. Según parece, varias personas influyeron en Felipe II para que no diese publicidad a la bula, y le facilitaron argumentos, aduciendo la falta de información del pontífice sobre las peculiaridades de esos festejos en España, así como la popularidad y tradición de los mismos. Sabedor de que Pío V necesitaba su ayuda para combatir a los turcos –y para no contrariar a sus súbditos–, el monarca optó por dar largas al asunto, y esperó al cambio de papa para arreglar las cosas. Gregorio XIII, en 1585, y Clemente VIII, en 1596, suavizaron la prohibición “en los reinos de las Españas”. Así, suprimieron las penas de excomunión y anatema, excepto para los clérigos. Pidieron que los espectáculos se limitasen a los días no festivos y que se tomasen medidas para evitar la muerte de las personas. El tema siguió dando vueltas y revueltas, pero sin cambios sustanciales en la posición de la Iglesia hasta hoy.