CIEN AÑOS DE LA REVOLUCIÓN RUSA
Un siglo después, los hechos que cambiaron el destino de Rusia en 1917 siguen dando que hablar a los expertos. El acceso a los archivos soviéticos aporta nuevos datos a uno de los hitos del siglo XX.
Cien años después, la historia de la Revolución rusa es mucho más que una redonda efemérides. La sombra de los acontecimientos que transformaron aquel país en 1917 es alargada y cubre muchos de los principales acontecimientos de la geopolítica mundial, desde la guerra de Siria hasta la actualidad de la Casa Blanca, además de contribuir a fijar la dicotomía entre derecha e izquierda en la mayoría de las democracias existentes. Ni siquiera la propia Rusia está en paz con su pasado. Muy al contrario, se halla profundamente dividida sobre la bondad o maldad de aquella revolución, hasta el punto de que su controvertido presidente Vladimir Putin ha decidido obviar en todo lo posible las conmemoraciones de este año.
A pesar de los millones de páginas publicadas, de los documentales y películas sobre el tema y de ser uno de los acontecimientos fundamentales del siglo XX, la Revolución rusa sigue siendo una gran desconocida. La gran mitificación política alrededor de algunos sucesos clave, sobre todo del levantamiento bolchevique de octubre encabezado por Lenin y el posterior asesinato de los zares en 1918, ha contribuido a oscurecer todo lo demás en la memoria popular.
Rusia era un país casi feudal en 1917. La población de su imperio –extendido por Europa y Asia– era de 132 millones de habitantes en aquel tiempo. De ellos, un 82 % eran campesinos, la mayoría de los cuales habían sido hasta hacía apenas cincuenta años siervos de la nobleza. La paradoja es que su situación económica desde la emancipación de 1862 no había mejorado, pues aunque legalmente eran libres, en la redistribución de tierras que se hizo, las mejores fueron a parar a los aristócratas. La industrialización y el desarrollo del ferrocarril habían empezado tarde, a finales del siglo XIX.
Se ha culpado a este desarrollo retardado y a las insuficiencias de la infraestructura ferroviaria –manifiestas durante la I Guerra Mundial– de los desabastecimientos que encresparon en San Petersburgo a los manifestantes y que dieron inicio a la Revolución de Febrero. Pero historiadores actuales cuestionan la idea imperante en los tiempos soviéticos de que la situación económica de los trabajadores fuera tan mala como para ser el máximo desencadenante de la revuelta, y apuntan más bien al descontento social y el deseo de cambio larvado durante décadas como principales motores revolucionarios.
En realidad, hubo dos revoluciones en 1917: una en febrero, que acabó con el zar, y otra en octubre, que llevó a los bolcheviques al poder y a la implantación de la ideología comunista. La
primera triunfó súbitamente después de otros intentos fracasados –como el movimiento revolucionario de 1905 que había tenido lugar durante la guerra ruso-japonesa– y significó el final de una dinastía que había gobernado “todas las Rusias” durante cuatro siglos.
También en 1917 había un trasfondo bélico: la gran movilización de soldados rusos en la I Guerra Mundial, a la que se unió la escasez. En pleno invierno, la población civil de la capital –llamada entonces Petrogrado, rebautizada Leningrado entre 1924 y 1991, y que actualmente ostenta el nombre con el que fue fundada de San Petersburgo– se lanzó a la calle para protestar por el desabastecimiento de pan y otros alimentos básicos.
Primero se manifestaron, el 23 de febrero, las trabajadoras textiles, que clamaban contra las privaciones y las colas para conseguir comida: gritaban “¡pan!” y enarbolaban pancartas con lemas como “alimentad a los hijos de los defensores de la madre patria”, junto a otras que se atrevían a proclamar “¡abajo el zar!”. Se abrió la espita del descontento, que empezó a expresarse sin miedo hasta convertirse en rebelión en toda regla. Tanto que la Duma, como se llamaba el parlamento, que solo gozaba de poderes consultivos, decidió desobedecer a Nicolás II y prorrogar sus sesiones.
El zar aparecía políticamente muy desgastado por el caso Rasputín, el campesino santón que había sido “el tercer hombre más poderoso de Rusia” al ejercer una desmedida influencia en la zarina, también impopular por ser alemana de nacimiento en un momento de guerra contra este país. Nicolás II no resistió la presión que venía de la calle y de los centros de poder de su propio régimen, que le consideraban incapaz de guiar al país en la guerra, y abdicó el 2 de marzo sin oponer resistencia. Más bien sintió alivio, pues tanto él como su esposa habían desarrollado un gran desapego hacia la corte.
UNA AMALGAMA DE PARTIDOS EN EL PRIMER GABINETE
Entonces se formó un Gobierno provisional, fruto de un pacto entre los partidos centristas del Bloque Progresista dominantes en la Duma, al que se unieron algunas personalidades de izquierdas como Alexander Kerenski, y el sóviet de Petrogrado, controlado por los partidos socialistas más moderados, como los mencheviques y los socialrevolucionarios (a los que pertenecía el propio Kerenski). Los sóviets eran consejos asamblearios de obreros, soldados y campesinos. El primer presidente del nuevo poder ejecutivo fue el aristócrata Gueorgui
EN REALIDAD HUBO DOS REVOLUCIONES: UNA ACABÓ CON EL ZAR; LA OTRA IMPUSO EL COMUNISMO
Lvov, de tendencia liberal, pero en unos pocos meses la situación era explosiva. En julio hubo un intento de rebelión armada por parte de los bolcheviques, un partido muy activo que se había escindido del Partido Obrero Socialdemócrata de Rusia, del que también habían surgido los más moderados mencheviques.
Como reacción ante la crisis, en julio de 1917 Lvov fue sustituido por Kerenski, uno de los líderes más populares de la Revolución de Febrero, que trató de mediar entre los dos poderes surgidos del cambio de régimen: la Duma y los sóviets. Amparado en sus dotes oratorias y el apoyo de las bases, confiaba en consolidarse para garantizar el trabajo conjunto de los socialistas y los liberales burgueses. Pero en el juego de fuerzas revolucionarias enfrentadas había una con objetivos muy ambiciosos que rechazaba cualquier consenso: los bolcheviques, liderados por Vladimir Ilich Uliánov, más conocido como Lenin. Entre los tres partidos políticos dominantes, ellos eran los minoritarios. El 3 de junio se celebró el Primer Congreso Panruso de los sóviets de Diputados de los Obreros y Soldados. En él, los socialrevolucionarios y los mencheviques, que estaban de acuerdo en que Rusia continuara en la I Guerra Mundial, coparon cinco sextas partes de los delegados. Los bolcheviques solo aportaron 107 representantes del total de 822.
CONTRA EL REY, LOS TERRATENIENTES Y LOS PREBOSTES DE LA IGLESIA
¿Cómo pudo llegar este partido, solo cuatro meses después, a convertirse en la fuerza directriz de la revolución e imponer sus tesis políticas? La explicación hay que buscarla en dos factores, uno ideológico y otro estructural. En cuanto a su ideología, las tesis de Marx sobre el final del viejo orden del zar, los terratenientes y los curas levantaban pasiones entre las clases populares rusas. El joven seminarista georgiano Iosif Djugashvili, más tarde conocido como Stalin, había escrito entusiasmado: “No era solo una teoría, sino toda una cosmovisión, un sistema filosófico”.
En este contexto, los bolcheviques eran los que más radicalmente aspiraban a concretar el ideario marxista con sus ideas de “todo el poder para los sóviets” (no al parlamento burgués de la Du-
ma) y de implantar la dictadura del proletariado.
Además, los bolcheviques estaban mucho mejor estructurados que los otros protagonistas de la Revolución de Febrero. La organización de un partido revolucionario era uno de los pilares de la estrategia de Lenin. Desde 1902, el gran líder ruso llevaba abogando por la necesidad de convertir a sus miembros en revolucionarios de profesión que actuasen siguiendo una jerarquía centralizada, pues pensaba que era la única forma de plantar cara a un régimen tan autocrático como el zarista.
UNA SANGRÍA HUMANA DE 1,7 MILLONES DE MUERTOS
Entre otras cosas, los bolcheviques supieron infiltrarse eficazmente en colectivos como el ejército. Tanto que el 25 de octubre, día del inicio del Segundo Congreso Panruso de Sóviets, Lenin dio un audaz golpe de mano en Petrogrado con el apoyo decisivo de soldados revolucionarios. Derribó al Gobierno provisional y sus fieles asediaron y tomaron el Palacio de Invierno. Empezaba una nueva era en Rusia.
Hasta aquí los hechos. Su interpretación es muy diversa. La Guerra Fría, sobre todo, condicionó durante décadas el estudio de la Revolución rusa, enaltecida por la intelectualidad comunista en todo el mundo y vilipendiada por los pensadores liberales. Con el final de la URSS en 1991, los corsés saltaron y
también se abrieron los impenetrables archivos de la extinta Unión Soviética, que han ofrecido perspectivas inexploradas e incluso sorprendentes.
En el reciente libro Nueva historia
de la Revolución rusa, el especialista norteamericano Sean McMeekin destaca: “La revelación más importante de los archivos soviéticos ha sido una muy simple. El hecho sobresaliente en Rusia en 1917, presente virtualmente en todas las fuentes documentales de la época, es que era un país en guerra. Ese hecho dominó todo lo demás”.
Rusia había entrado en la I Guerra Mundial con el apoyo no solo de las altas esferas zaristas, sino también del Parlamento, que reclamaba ayudar a los hermanos eslavos de Serbia, atacados por el Imperio austrohúngaro. Inicialmente fue una causa muy popular en todo el país, pues resarcía el orgullo ruso herido tras la derrota en la guerra contra Japón de 1905. También otorgaba al país prestigio político, al participar en el juego del poder mundial aliada con dos potencias como Inglaterra y Francia para formar la Triple Entente contra el Imperio alemán y sus socios austriacos y otomanos.
Pero sus aspiraciones eran superiores
SEGÚN ALGUNOS HISTORIADORES, LA CAUSA PRINCIPAL QUE PRECIPITÓ LOS HECHOS EN 1917 FUE QUE RUSIA ERA UN PAÍS EN GUERRA
a sus capacidades. La guerra obligó a Rusia a un gran esfuerzo económico (entre 1915 y 1918 su deuda se disparó de diez mil a sesenta mil millones de rublos) y desembocó en una sangría humana de 1,7 millones de muertos.
EXILIO EN LA NEUTRAL SUIZA Y VIAJE EN TREN A TRAVÉS DE ALEMANIA
Sin embargo, el análisis de lo que realmente sucedió con el final de la participación rusa en la I Guerra Mundial y su enfrentamiento con Alemania –factor decisivo para la consolidación del poder de los bolcheviques en 1917– fue tabú durante toda la época soviética debido al discurso oficial que había quedado grabado por Lenin. Este sostuvo que la guerra era un desastre para Rusia y había que acabarla como fuera, lo cual se hizo mediante un tratado de paz firmado con los alemanes en Brest-Litovsk el 3 de marzo de 1918, tras meses de negociaciones.
Pero hay quien sostiene que esta postura del líder soviético obedecía en parte a sus deudas personales contraídas con los dirigentes de Berlín, que le habían ayudado a volver de su largo exilio en Suiza, y organizaron y financiaron su viaje en un tren cerrado a través de media Europa, incluida Alemania. Este país también apoyó económicamente sus iniciativas una vez estuvo de vuelta en Rusia.
La más importante fue la infiltración en el ejército de agitadores bolcheviques, que se dedicaron a promover motines y a fomentar la deserción en masa, siguiendo la consigna de sus jefes de que había que acabar a toda costa con la guerra imperialista. Su gran éxito a la hora de ganarse apoyos entre los soldados “dotó al Partido Bolchevique con el músculo que necesitaba para triunfar en la Revolución de Octubre e imponer el Gobierno comunista en Rusia”, escribe McMeekin.
Este historiador no cree que la situación del ejército ruso fuera tan mala como proclamaron los bolcheviques: “Los informes de los censores militares, ahora recién descubiertos, demuestran que la idea de una insatisfacción progresiva entre las tropas en el invierno de 1916-17, que se encuentra en prácticamente todas las historias sobre la Revolución rusa, es errónea: la moral estaba subiendo, sobre todo porque los soldados campesinos rusos estaban mucho mejor alimentados que sus oponentes alemanes”.
HACIA UNA NUEVA INTERPRETACIÓN DE LA HISTORIA DEL SIGLO XX
A partir de estas constataciones, hay varios historiadores que cuestionan incluso la mismísima idea de una revolución. Por ejemplo, la serbia Mira Milosevich, que acaba de publicar su Breve
historia de la Revolución rusa (Galaxia Gutenberg) afirma: “Lo que solemos llamar Revolución de Octubre partió de un golpe de Estado efectuado por un grupo minoritario (la fracción bolchevique del Partido Obrero Socialdemócrata de Rusia) y desembocó en una guerra civil de la que emergería el sistema soviético con su recurso al terror permanente. Gracias a una poderosa maquinaria de propaganda, a la labor de los historiadores oficiales y a la colaboración de numerosos intelectuales y trabajadores manuales de otros países, el Partido Comunista de la Unión Soviética pudo construir el mito de una revolución proletaria”.
Hoy, cien años después, el mito empieza a ser cuestionado, pero la razón del fulminante éxito de la revolución en un país petrificado durante siglos sigue siendo un debate abierto.