Interferencias cósmicas
Los sistemas de navegación o las nuevas redes inalámbricas invaden la parte del espectro electromagnético que emplean los científicos para estudiar objetos cósmicos indetectables para los telescopios ópticos. ¿Está la radioastronomía amenazada?
Sistemas de navegación y redes inalámbricas distorsionan el espectro electromagnético y ponen en peligro la labor de los radioastrónomos.
Cada vez que miran al cielo, los astrónomos se enfrentan a dos sentimientos contradictorios: uno, de asombro infantil; el otro, de profunda tristeza. La astronomía es probablemente la ciencia más popular, pero también la más maltratada. Y por partida doble.
Hoy, Vincent van Gogh sería incapaz de pintar su famoso cuadro
La noche estrellada. En la actualidad, Venus, Mercurio, Marte, Júpiter o Saturno son solo unos nombres que se aprenden en la escuela. Pocos se percatan de su presencia, aunque deberían ser fácilmente discernibles, pues, a diferencia de las estrellas, su luz no parpadea. A los planetas les debemos mucho.
Al querer explicar por qué se mueven del modo en que lo hacen, fuimos capaces de comprender que la Tierra no es el ombligo del cosmos. Todo se esfumó cuando decidimos encender el alumbrado nocturno sin mirar por encima de nuestras narices.
Y no ha sido la única pérdida. Un universo invisible a nuestros ojos, del cual solo sabemos por las ondas de radio y las microondas, va evaporándose por culpa de nuestra obsesión por la conectividad total. Lo más llamativo es que ha sido en ese rango de longitudes de onda, cada vez más invadido por aplicaciones tecnológicas, donde más sorpresas nos ha dado el espacio.
Gracias a la radioastronomía descubrimos que todo surgió del big bang y que el universo tiene forma de esponja, con grandes vacíos y acumulaciones de galaxias. En algunas cabrían holgadamente varias como la Vía Láctea; en otras existen colosales dinamos que generan tanta energía como un billón
LAS ONDAS DE RADIO HAN REVELADO DESDE SUPERAGUJEROS NEGROS A EXÓTICOS SISTEMAS BINARIOS
de soles; en el centro de la nuestra se encuentra Sagitario A*, un superagujero negro del que el pasado abril pudo obtenerse su primera imagen precisamente por nuestra capacidad para escuchar el universo en la banda de radio. Y eso que no hace ni cien años que empezamos a hacerlo.
En 1932, un ingeniero de los Laboratorios Bell, Karl Jansky, detectó lo que parecía una débil pero uniforme descarga atmosférica que siempre viajaba en la misma dirección. Tras observarla durante un tiempo, determinó que se repetía cada 23 horas y 56 minutos, es decir, lo que tarda la Tierra en hacer una rotación completa. La conclusión era obvia: la descarga tenía muy poco de atmosférica y mucho de cósmica. El descubrimiento de Jansky, que publicó al año siguiente, acabaría siendo revolucionario: había encontrado que el centro galáctico emitía ondas de radio. Pero los astrónomos no se lo tomaron en serio.
UN HALLAZGO QUE CAMBIÓ PARA SIEMPRE NUESTRO CONOCIMIENTO DEL UNIVERSO
Cuatro años después, Grote Reber, un radioaficionado que había quedado fascinado por el hallazgo, decidió construir un plato de acero de casi un metro de diámetro en el jardín de su casa, en Wheaton (Illinois), para intentar captar la señal. Acabó lográndolo y, durante un tiempo, el suyo fue el único radiotelescopio del mundo. Con él, trazó el primer mapa en ondas de radio del cielo.
Su trabajo pasó casi desapercibido hasta que el astrónomo neerlandés Jan Hendrik Oort, durante la Segunda Guerra Mundial, intuyó que estábamos pasando algo por alto. Oort pidió a uno de sus estudiantes, Hendrik van de Hulst, que investigase la posible utilidad de esas radioemisiones.
Tras estudiar el hidrógeno en su forma neutra, sin ionizar, este calculó que tenía que emitir en la longitud de onda de 21 cm, a 1,42 MHz. Si imaginamos al protón y al electrón que componen el átomo de hidrógeno como dos partículas en rotación, descubrimos que pueden hacerlo una respecto a la otra de dos formas: o rotan en el mismo sentido –y se dice que tienen el espín paralelo– o en sentidos contrarios –y se dice que sus espines son antiparalelos–. Pues bien, el joven científico descubrió algo que iba a sacudir la astronomía: una vez cada once millones de años, un átomo neutro del gas interestelar cambia espontáneamente de paralelo a antiparalelo, emitiendo un fotón con una longitud de onda de 21 cm –o una frecuencia de 1,42 MHz–. Once millones de años es mucho tiempo, pero hay tal cantidad de hidrógeno
en el universo que las nubes interestelares zum
ban constantemente en la línea de 21 cm. El 25 de marzo de 1951, Harold Ewen y Edward Purcell, dos físicos de la Universidad de Harvard, consiguieron detectar ese fenómeno.
Desde entonces, la radioastronomía ha demostrado ser una herramienta muy valiosa, pues nos revela objetos que no pueden captarse con los telescopios ópticos y que de otro modo se nos escaparían. Un ejemplo es Cygnus A, la segunda fuente de radio más potente del hemisferio norte después del Sol.
POR PRIMERA VEZ SE PUEDE ATISBAR QUÉ SE OCULTA EN EL NÚCLEO DE LAS GALAXIAS
Cygnus A (3C 405) es una galaxia situada a 600 millones de años luz de la Tierra cuya emisión de radio es cien millones de veces mayor que la de la Vía Láctea. La sorpresa llega cuando descubrimos que no viene del centro de la misma, sino de dos enormes lóbulos, con aspecto de gigantescos manguitos flotadores, situados a ambos lados de ella. Nos encontramos ante uno de los espectáculos más extraordinarios de la naturaleza: dos chorros de materia salen a altísimas velocidades del núcleo y perforan el tenue gas del espacio intergaláctico hasta chocar con una región más densa, como sucede con el agua que emana de una manguera cuando se topa con un muro. En los lóbulos, los electrones se encuentran dando vueltas en espiral en torno a las líneas del campo magnético, como coches girando continuamente en una curva. Pero mientras que estos chirrían, los electrones difunden ondas de radio. Y son estas las que nos cuentan una historia muy diferente a la que vemos con la luz visible.
La radioastronomía nos ha mostrado un universo totalmente nuevo, repleto de misterios, y nos ha traído al salón los grandes monstruos del cosmos. Entre ellos, a poco más de mil millones de años luz, se encuentra la galaxia más grande conocida, denominada IC 1101. Fue observada por primera vez en 1790 como una débil mancha difusa por el astrónomo más famoso del siglo XVIII, William Herschel, que también descubrió Urano.
Para ello, Herschel empleó el mayor telescopio de la época, con un espejo que él mismo construyó. Poco podía imaginar que doscientos años después, un grupo de investigadores del Observatorio Nacional de Radioastronomía (NRAO), en EE. UU., acabaría describiendo en detalle esa gigantesca estructura elíptica situada en el centro del cúmulo Abell 2029. La galaxia, cuya forma recuerda la de un huevo, está rodeada por una vasta pero débil envoltura de estrellas. En conjunto, contiene una masa dos mil veces superior a la de la Vía Láctea.
Los expertos aún discuten sobre cuál es su tamaño, pero se puede afirmar que tiene un diámetro efectivo de cerca de 500.000 años luz y que extiende su área de influencia a lo largo de unos seis millones de ellos. De este modo, forma una envoltura de estrellas provenientes de las galaxias que IC 1101 se ha ido tragando lentamente con el tiempo. Para hacernos una idea de lo que esto significa, podemos recordar que la distancia que nos separa de Andrómeda, nuestra galaxia vecina, es 2,5 millones de años luz.
Del mismo modo, otra iniciativa del NRAO permitió sacar a la luz uno de los objetos más misteriosos de nuestro barrio galáctico. Conocido con el anodino nombre de SS 433, se percibe a través del telescopio como una débil estrella de magnitud 14 en la constelación del Águila. Hubiera sido uno más de los cientos de miles de millones de cuerpos anónimos de nuestro entorno si no fuera porque los astrónomos Charles Bruce Stephenson y Nicholas Sanduleak se percataron de que su brillo variaba sutilmente, y en 1977 la incluyeron en un catálogo que estaban elaborando.
Como Herschel, no se esperaban que aquel objeto fuera a motivar cientos de trabajos especializados y ser el protagonista de decenas de simposios internacionales. Hoy se sabe que SS 433 es el motor que alimenta la nebulosa W50, los restos de una estrella que explotó hace miles de millones de años.
UN CAMPO DE SETAS QUE DA UNAS COSECHAS FABULOSAS
Lo que permitió desvelar parte del misterio que envuelve este asunto fue una exhaustiva campaña de observación realizada en 2004. Esta tuvo lugar en una singular plantación que se alza a unos 80 kilómetros al oeste de Socorro, en Nuevo México, y que aparece tras subir un cambio de rasante en la carretera 60. Está compuesta por veintisiete radiotelescopios, cada uno con un plato de 25 metros de diámetro, dispuestos formando una Y. La instalación, que está enclavada sobre el lecho de un antiguo lago, es conocida por los pilotos comerciales que la sobrevuelan como el campo de setas, pero su auténtico nombre es Very Large Array (VLA). Las antenas que la integran se mueven al unísono siguiendo las consignas de la Jefa, el ordenador que las dirige.
El VLA fue capaz de desentrañar la naturaleza de SS 433: se trata de un sistema binario compuesto por dos estrellas que rotan una en torno a la otra con un periodo de trece días. Una tiene entre tres y treinta veces la masa del Sol; su compañera es una estrella de neutrones de 10 kilómetros de ancho y casi una masa solar que toma materia de la primera. Esta se mueve a gran velocidad y, en parte, sale despedida por los polos de la estrella de neutrones a 80.000 km/s, como si fuese un potente aspersor cósmico.
EL PRIMER PÚLSAR FUE DETECTADO EN 1967. HOY, SERÍA CASI IMPOSIBLE, DEBIDO A LA PROFUSIÓN DE EMISORAS DE TV Y FM
En realidad, lo que inquieta a los astrónomos no es la existencia de tales objetos, sino algo mucho más mundano. El citado NRAO, uno de los mayores centros de radioastronomía del mundo, funciona en un rango de frecuencias que va de 1 a 50 GHz, una banda amenazada por las necesidades pantagruélicas de la futura red móvil 5G, que promete velocidades de transferencia de datos muy superiores a las actuales y podría entrar en funcionamiento en 2020. Entonces, ¿cuántos de estos fenómenos nos perderíamos entonces?
De ser así, hoy no hubiéramos podido descubrir los púlsares. En estas estrellas de neutrones, el equivalente a la masa del Sol se halla concentrada en una esfera del tamaño de una ciudad. La luz no parte de ella en todas direcciones, como sucede con el astro rey, sino en las que coinciden con sus polos magnéticos. Al observarlo con los radiotelescopios nos encontramos con un cuerpo que se enciende y se apaga quinientas veces por segundo. Al final, lo que tenemos es una especie de faro galáctico en el rango de las ondas de radio.
El primer indicio de su existencia se obtuvo por casualidad a finales de 1967, cuando un radiotelescopio interceptó una extraña señal procedente del universo. El instrumento consistía en varias filas de postes, alzadas a lo largo de dos hectáreas, cerca de Cambridge, que sostenían dos mil miniantenas destinadas a explorar el cielo a una longitud de onda de 3,68 metros. Una de sus encargadas era la estudiante de doctorado Jocelyn Bell, que investigaba cómo medir el tamaño de algunas fuentes celestes emisoras de radio.
UN ORGANISMO INTERNACIONAL GESTIONA LAS FRECUENCIAS
Para ello, examinaba los registros en las tiras de papel que el radiotelescopio iba trazando sin interrupción las veinticuatro horas del día. Entonces se recibió la señal: una serie de impulsos de pocas centésimas de segundo de duración, espaciados por 1,3 segundos. Era completamente anómala; no se parecía a nada. Junto con su director de tesis, Antony Hewish, decidió llamar a la fuente LGM 1. Eran las siglas de Little Green Men, esto es, ‘hombrecillos verdes’, en inglés. Algunos medios de comunicación se tomaron en serio este chiste y anunciaron que habían encontrado alienígenas. Pero lo cierto es que si Bell hubiera comenzado su tesis veinte años después, le hubiera sido casi imposible dar con ese primer púlsar, pues su emisión se encuentra en una zona plagada de emisoras de FM y televisión.
Los astrónomos hoy luchan por algo que nuestra sociedad actual no entiende: el derecho al silencio. Las ondas de radio no son como los países; no conocen fronteras y no se pueden detener. Quien gestiona las frecuencias de la amplísima banda de radio es una organización dependiente de la ONU, la Unión Internacional de Telecomunicaciones (UIT), con sede en Ginebra. Bajo sus auspicios se convoca, cada dos o tres años, la Conferencia Mundial de Radiocomunicaciones –la última se celebró en 2015–, que, entre otras cosas, revisa las regulaciones, elabora disposiciones y reparte el pastel de radio que va desde los 10 KHz a los 275 GHz, esto es, de longitudes de onda de decenas de kilómetros a los milímetros.
En estos encuentros se decide qué frecuencias se pueden usar y por quién, ya sean móviles, emisoras de radio o de radioaficionados, televisiones, GPS, satélites climatológicos... Algunas de especial interés, como la de 121,5 MHz, usada para las emergencias aéreas, quedan protegidas. En definitiva, todo aquello que utilice de una u otra forma las radioondas debe tener reservado un espacio para su uso. Es aquí donde está planteada la batalla, pues las grandes compañías de telecomunicaciones cada vez necesitan más espacio, por así decirlo, y la parte del espectro electromagnético que emplean se valora en billones de euros.
En este sentido, la radioastronomía no se cuenta precisamente entre los grandes grupos de presión. Peor aún, los científicos exigen algo que a las empresas tecnológicas del sector perturba sobremanera: no buscan compartir bandas de radio, sino que se queden sin usar. Obviamente, mirar al cielo no forma parte de sus planes de negocio.
Los meteorólogos también se ven afectados por este fenómeno. En 2011, una sonda detectó que, de repente, todo Japón se iluminaba como un árbol de Navidad. Hasta 2015 no se supo lo ocurrido: se había puesto en funcionamiento una nueva cadena de televisión. Emitía en el rango correcto, pero el equipo usado para recibir la señal en los hogares nipones interfería en la banda reservada para los satélites climatológicos.
ES NECESARIO REDESCUBRIR EL CIELO NOCTURNO
Muchos expertos auguran que las empresas de telecomunicaciones no van a permitir que la astronomía les quite su parte del pastel. Durante la próxima reunión de la UIT, que tendrá lugar entre octubre y noviembre de 2019, se espera que las autoridades japonesas soliciten que se les conceda una banda amplísima, de 1 a 100 GHz, para asentar un sistema de control automático de trenes. La investigación mediante los anteriormente citados satélites meteorológicos se vería, de este modo, perjudicada. La pugna se centrará, especialmente, en la banda que va de los 24 a los 86 GHz, las frecuencias ideales para los radares de corto alcance, fundamentales en los futuros coches sin conductor y para las siempre hambrientas redes 5G, pues cuanta más alta sea la frecuencia, mayor es la cantidad de información que se puede transportar. Por suerte, ese rango de frecuencia, e incluso el superior, no es especialmente útil en radioastronomía. Eso sí, hay alguna que anda cerca, como la de 23 GHz del amoniaco, clave para conocer la temperatura del gas en las regiones de formación de estrellas.
Quizá la única forma de combatir esa especie de acorralamiento que en la actualidad sufre esta disciplina científica sea obligarnos a echar una mirada al cielo nocturno, en un lugar alejado de los grandes centros de población, donde la contaminación lumínica no sea un problema. Así redescubriremos lo que siempre hemos sido, aunque lo hayamos olvidado: ciudadanos del cosmos.