El cuerpo humano no es perfecto
Hay otras especies mucho más eficientes que la humana a la hora de gestar y alumbrar, cosa que explica, en gran parte, por qué las crías de otros mamíferos se ponen de pie a los pocos segundos de vida mientras que nuestros bebés nacen tan extremadamente indefensos y prematuros, en el sentido de que deben finalizar su proceso de desarrollo fuera del vientre materno. Todo empezó con la evolución de los homínidos. A dos patas. Para entenderlo, tenemos que remontarnos al día en que el ser humano se puso a andar sobre dos piernas y adoptó la postura bípeda erguida al tiempo que la evolución traía un proceso de mayor encefalización que hizo que nuestros cerebros se hicieran cada vez más grandes, aumentando con ello el tamaño craneal. La postura bípeda nos aportó muchas ventajas, pero trajo consigo la orientación hacia delante de la vagina y el estrechamiento del canal de parto; por si no fuera lo suficientemente difícil que el feto atravesara esos recovecos y angosturas, poniendo en riesgo la vida de la madre, el desmesurado tamaño de la cabeza lo complicaba todo todavía más. Por eso el ser humano tuvo que evolucionar de forma que el proceso de gestación continuase fuera del vientre materno. Si nuestros bebés terminaran de desarrollarse en el útero, no habría forma de alumbrarlos a través de un canal tan estrecho, y mucho menos con esa cabeza tan grande –el perímetro craneal medio al nacer es de unos 34 centímetros–. Esa es la razón de que, como especie, nazcamos tan indefensos en comparación con el resto de mamíferos y necesitemos que nos cuiden, durante años, antes de poder sobrevivir por nosotros mismos.