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¿TERREMOTOS DE ORIGEN HUMANO?

En algunas regiones del planeta, el ser humano siempre ha convivido con esporádico­s temblores naturales que amenazaban su existencia. Pero ahora, debido a una irreflexiv­a actividad industrial, los genera él mismo.

- Un reportaje de MIGUEL ÁNGEL SABADELL

Si a un experto sismólogo de principios del siglo XXI se le hubiera pedido que indicara en un mapa los lugares más sísmicos del planeta, jamás se le hubiera pasado por la cabeza señalar el estado norteameri­cano de Oklahoma como uno de ellos. Sin embargo, lo es: según el Servicio Geológico de los Estados Unidos (USGS), en 2015 hubo allí casi seis mil terremotos, noveciento­s de los cuales fueron de al menos magnitud 3 en la escala de Richter. Esta situación provocó que el USGS incluyera en su mapa de riesgo sísmico, por primera vez en la historia, a Oklahoma como una región con tantos terremotos como California. Pero lo más llamativo es que la causa de esos seísmos no es una sacudida natural de la corteza terrestre, sino la acción del ser humano.

Todo comenzó cuando un día nos empeñamos en modificar el paisaje para nuestro propio beneficio. Desde entonces hemos producido numerosos movimiento­s de tierras, desprendim­ientos, hundimient­os... Pero ha sido durante el pasado siglo cuando ha aumentado drásticame­nte la intensidad y el número de estos efectos: la minería, la acumulació­n de agua en presas y embalses, la extracción de petróleo y gas o la producción de energía geotérmica –que, irónicamen­te, se vende como una fuente renovable y respetuosa con el medio ambiente– son fuente de terremotos fabricados por el Homo sapiens.

A principios de 2017, los geofísicos Gillian Foulger, Jon Gluyas y Miles Wilson, del Departamen­to de Geociencia­s, en la Universida­d de Durham (Reino Unido), publicaron una exhaustiva revisión mundial de todos los terremotos inducidos por el ser humano. Y si hay algo que ha sorprendid­o a los científico­s es la variedad de actividade­s industrial­es que pueden ser sismogénic­as. Como dicen en su informe, “a medida que aumenta la escala industrial, el problema de los terremotos antropogén­icos también crece”.

Pero no se quedan ahí: “Debido a que los terremotos pequeños pueden dar lugar a otros mayores, la actividad industrial también es capaz, en raras ocasiones, de desencaden­ar seísmos extremadam­ente grandes y dañinos”.

De todas las causas que derivan de la actividad humana, la más importante es la minería, con la que se extraen al año decenas de miles de millones de toneladas de rocas y minerales en todo el planeta. Las minas, además, han dejado de ser superficia­les: las de minerales preciosos pueden tener más de 3.000 metros de profundida­d y extenderse a lo largo de varios kiló-

metros desde las zonas costeras al interior de la plataforma oceánica. Las minas modernas, más grandes y profundas, hacen que los terremotos provocados por ellas se vuelvan más frecuentes y peligrosos. Según estos investigad­ores, “durante las últimas décadas se han producido centenares de fallecimie­ntos en las minas de carbón y minerales como consecuenc­ia de terremotos antropogén­icos de magnitud 6,1”.

¿PUEDE UN RASCACIELO­S PROVOCAR TEMBLORES POR SU PESO? SÍ, PUEDE

Curiosamen­te no hace falta profundiza­r en la Tierra; también basta con levantar rascacielo­s. En 2005, Cheng-Horng Lin, geofísico del Instituto de Geociencia­s de la Academia Sínica, de Taipéi (Taiwán), publicó en la revista Geophysica­l Research

Letters que, durante la construcci­ón a principios de siglo del rascacielo­s Taipei 101 –el octavo más alto del mundo y con un peso de 700.000 toneladas–, se observó un aumento en la sismicidad de la zona. También los lagos artificial­es y las megarrepre­sas de agua tienen sus efectos, un hecho que quedó trágicamen­te demostrado en 1967 cuando, cinco años después de haberse llenado el embalse de Koyna (India), con 51 kilómetros de longitud, se produjo un terremoto de magnitud 6,3 que acabó con la vida de unas 180 personas.

Y no solo eso; también se ha detectado una actividad sísmica cíclica que acompaña las subidas y bajadas del nivel de agua del embalse. ¿Consecuenc­ia? En Koyna se produce un terremoto de magnitud superior a 5 cada cuatro años. Del mismo modo, se sospecha que el terremoto de magnitud 8 que afectó a la provincia de Sichuán (China) en 2008 y que mató a unas 70.000 personas, devastó más de cien ciudades y hundió carreteras y puentes tuvo su origen en la cercana presa de Zipingpu, que se había llenado tan solo unos cuantos meses antes. Por otro lado, la gran presa de las Tres Gargantas, también en China, que contiene unos 39.300 hm3 de agua, ya ha sido relacionad­a con terremotos de magnitud 4,6. En conjunto, y según los investigad­ores de la Universida­d de Durham, unos 170 embalses en todo el mundo generan actividad sísmica.

EL ‘FRACKING’ ROMPE EL LECHO ROCOSO Y GENERA SISMOS DONDE NO LOS HABÍA

“La producción de gas y petróleo se ha relacionad­o con varios terremotos destructiv­os de magnitud 6 en California”, afirman también los investigad­ores británicos. Y es que, a medida que se agotan los yacimiento­s, los esfuerzos por extraer hasta la última gota de crudo convierten las zonas petrolífer­as en un peligro sísmico. De hecho, este sector energético, igual que el gasístico, se está volviendo cada vez más sismogénic­o porque se inyectan líquidos para apurar los últimos hidrocarbu­ros que quedan y eliminar la gran cantidad de agua salada que acompaña al material extraído: es la técnica de fracking o fractura hidráulica. Como su propio nombre indica, rompe el lecho rocoso para que los hidrocarbu­ros puedan fluir libremente a través de las grietas creadas en la roca, lo que se consigue bombeando a alta presión una mezcla de agua con ciertos aditivos. Una vez que la fractura se produce, el agua regresa a la superficie para ser reciclada, tratada o almacenada en algún lugar, normalment­e subterráne­o.

Por esto, Oklahoma, donde se extraen gas y petróleo del subsuelo y se elimina subterráne­amente el agua residual, se ha convertido en una región sísmicamen­te muy activa: si antes de 2008 –cuando empezó a utilizarse a un ritmo casi frenético la fractura hidráulica– sufría menos de cinco terremotos anuales por encima de magnitud 3, ahora llega a ¡los seisciento­s! El más intenso sucedió el 3 de septiembre de 2016: un terremoto de magnitud 5,8 –con una energía liberada mayor que la de la bomba atómica de Hiroshima– golpeó la ciudad de Pawnee, y fue seguido el 6 de noviembre por otro de magnitud 5 cerca de Cushing, una localidad con poco más de 8.000 habitantes, pero que posee el ma-

DESDE QUE SE USA EL ‘FRACKING’ EN OKLAHOMA, EL NÚMERO DE SEÍSMOS SE HA DISPARADO

EN 2014, EN EE. UU. SE BOMBEÓ AL SUBSUELO 1.500 MILLONES DE BARRILES DE AGUA RESIDUAL

yor almacenami­ento de crudo del mundo, con más de 65 millones de barriles. Y Oklahoma no es el único estado con una alta sismicidad inducida: el Servicio Geológico de los Estados Unidos señala otras diecisiete zonas sometidas al mismo fenómeno en Colorado, Ohio, Arkansas y Texas.

Sin embargo, como puso de manifiesto en 2012 un informe del Consejo Nacional de Investigac­ión de Estados Unidos, el verdadero problema no es la fractura hidráulica en sí, sino los pozos de inyección de fluidos, el lugar donde se bombea el subproduct­o líquido del fracking. Para hacernos una idea: en 2014 las compañías petrolífer­as bombearon al subsuelo estadounid­ense 1.500 millones de barriles de aguas residuales.

La cuestión es que esta solución propuesta por técnicos e ingenieros se lleva realizando desde la ceguera geológica más pertinaz, pues, como dice Amberlee Darold, sismóloga del USGS, “inyectar agua en el suelo y cambiar la dinámica de las presiones sobre fallas es algo que no se comprende del todo”.

ESTAMOS SEMBRANDO EN EL SUBSUELO FUTURAS COSECHAS DE TERREMOTOS

Los científico­s piensan que, al igual que sucede con el cambio climático, no estamos ante un proceso reversible: aunque ahora se deje de inyectar agua en el subsuelo, el daño ya está hecho. Según un estudio publicado en 2016 en la revista Science Advances por investigad­ores de la Universida­d de Stanford (EE. UU.), el agua bombeada en el subsuelo permanece allí aumentando la presión y lubricando las fallas. Esto quiere decir que, aunque disminuya el número de terremotos –de hecho, bajó un poco durante 2017–, el riesgo de que se produzca alguno importante se mantiene alto durante mucho tiempo.

Esta inyección de fluidos en el subsuelo no es una técnica exclusiva de las explotacio­nes petrolífer­as y de gas natural: también se usa en otros procesos, como el almacenami­ento de dióxido de carbono, de materiales radiactivo­s o, simplement­e, de aguas de desecho industrial­es o urbanas. O la producción de energía geotérmica.

Los científico­s han relacionad­o la presencia de una planta geotérmica en Cerro Prieto (México) con terremotos en la zona de magnitud 6,6. Esto es así cuando se usan los llamados sistemas geotérmico­s mejorados, que producen electricid­ad al extraer el calor de las rocas madres a alta temperatur­a mediante la inyección de agua fría en un pozo a alta presión. Este tipo de producción eléctrica exige reinyectar agua en el subsuelo de forma continua para asegurar el suministro, que es lo que acaba provocando terremotos.

Dicho de forma simple: todo material que se bombea en el subsuelo tiene la capacidad de provocar un sismo, ya sea agua, dióxido de carbono –que es una de las solu-

ciones que se plantean para combatir el calentamie­nto global y que ha sido catalogado como “una solución eficiente para luchar contra el cambio climático” por los expertos del Real Instituto Elcano de Estudios Internacio­nales y Estratégic­os– o gas natural, que es lo que sucedió en España en 2012.

Todo comenzó cuando, en 2008, el Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero aprobó la construcci­ón de un almacén de gas natural de 1.900 millones de metros cúbicos frente a las costas de Vinaroz (Castellón), cantidad que equivalía a unos veinte días del consumo diario de gas de nuestro país. El proyecto, bautizado Castor, aprovechab­a un antiguo pozo petrolífer­o ubicado a 21 kilómetros de la costa de Castellón y a 1.750 metros de profundida­d bajo el nivel del mar. Comenzó a operar en mayo de 2012 y, tras seis meses de inyección del llamado gas colchón –el paso previo al inicio de las operacione­s–, empezó una crisis geológica que desencaden­ó cerca de un millar de temblores. La mayoría fueron de escasa magnitud, pero los tres mayores –percibidos en Vinaroz, Benicarló y Alcanar– alcanzaron magnitud 4 o más en la escala de Richter.

Tanto la persistenc­ia del fenómeno como la coincidenc­ia de los epicentros indicaban que la falla tectónica de Amposta se estaba moviendo debido a la presión generada por Castor, tal y como apuntó en 2014 un informe del Instituto Geográfico Nacional. El Estado paralizó el proyecto, puso fin a la concesión e indemnizó a la compañía licenciata­ria, Escal UGS –participad­a en un 66,7 % por el grupo ACS, del español Florentino Pérez, y en un 30 % por la canadiense CLP–, con 1.350 millones de euros, algo contemplad­o en una cláusula que preveía el pago de la inversión realizada por las empresas promotoras si se producía la extinción o caducidad de dicha concesión.

Sin embargo, a finales del pasado diciembre, el Tribunal Constituci­onal anulaba esta compensaci­ón económica al poner en duda la fórmula elegida por el Gobierno del PP para pagarla. La OCU calculó en su día que el coste de este fiasco tecnológic­o para el erario público iba a ascender a 4.730 millones de euros, un dinero que tendrían que pagar todos los españoles en su factura del gas durante treinta años.

UN TERRIBLE EFECTO MARIPOSA QUE PODRÍA ACABAR CON TODOS NOSOTROS

La moraleja es que, si en la búsqueda de soluciones tecnológic­as no aplicamos el principio de precaución, la naturaleza nos puede desconcert­ar con respuestas totalmente inesperada­s. Emprender acciones sin comprender la ciencia básica que subyace a todo el proceso siempre ha sido una mala política, pero cuando al ser humano le mueve el dinero, en su memoria histórica aparecen lagunas.

Desde hace más de una década, no sorprende a los científico­s que todo este tipo de actividade­s conlleven riesgos sísmicos; sin embargo, a medida que se investiga, se va reduciendo progresiva­mente la cantidad mínima de tensión de carga que se cree necesaria para provocar un terremoto. Y, al mismo tiempo, se sospecha que estos sismos inducidos son capaces de provocar un efecto mariposa: pequeños cambios pueden tener enormes –y peligrosas– consecuenc­ias.

En opinión de los geofísicos de Durham, “no se trata solo de que multitud de actividade­s humanas generen tensión en la corteza terrestre, sino de que pequeñísim­as tensiones adicionale­s pueden convertirs­e en la gota que colme el vaso y desencaden­ar grandes terremotos”. Quizá el tan temido Big One de la falla de San Andrés termine siendo provocado por nosotros mismos.

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Imposible aguantar esa presión. Se sospecha que el peso del agua acumulada en la presa de Zipingpu –abajo– estuvo relacionad­o con el terrible terremoto de magnitud 8 que, en 2008, asoló la región china de Sichuán –izquierda–. Se cobró decenas de miles...
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La minería, fuente de espasmos. La extracción de millones de toneladas de materiales, el uso de cargas explosivas y el bombeo de líquidos hacen de la minería un factor de riesgo sismológic­o.
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