Química del odio
La palabrería de estafadores y milagreros logra en ocasiones, y contra todo pronóstico, seducir incluso a las mentes más preparadas. El antídoto para combatir esa irracionalidad es la antigua sabiduría.
En la crisis de Cataluña, los mayores embustes sobre la viabilidad económica de la independencia los han contado catedráticos
El mapa de los saberes y de las ignorancias es desconcertante. Dice un científico amigo mío que se sabe con certeza mucho más sobre los agujeros negros del universo que sobre el catarro común. Es posible vaticinar con una precisión de décimas de segundo el momento en que se cruzará una sonda espacial con un cometa dentro de varios años y a millones de kilómetros de la Tierra, pero parece que no hay forma de saber el número aproximado de participantes en una manifestación en el centro de Madrid, y menos todavía en el de Barcelona. El margen de diferencia entre diversas mediciones supera normalmente el 100 %. Una incertidumbre más grave todavía afecta a la inteligencia o a la racionalidad humanas. Con mucha frecuencia se oyen lamentaciones sobre la baja formación cultural o la capacitación profesional de los políticos españoles, pero a la vista de las barbaridades cometidas en el mundo por personas sumamente cultas y por profesores de las universidades más imponentes del mundo, uno casi preferiría que los cargos públicos se eligieran por sorteo, e incluso que un exceso de cualificación se considerara un peligro para el ejercicio de un cargo, dado el grado de soberbia y de egolatría que suele aquejar a personas que se sienten muy por encima de los demás.
Lo más raro de la inteligencia es su discontinuidad. Se puede ser al mismo tiempo muy inteligente y muy idiota, muy cultivado y muy bruto, un superdotado en matemáticas o en música y un gañán en las relaciones con los otros. Oye uno también decir con frecuencia que el fanatismo religioso o político son productos de la ignorancia, de modo que el antídoto sería la educación. También se dice –o se decía más antes– que el nacionalismo se cura viajando, porque el que sale de su tierra se cura de la vanidad aldeana de creer que pertenece a un país o a una cultura superior, y se limpia de prejuicios contra los diferentes a él. “Ilusiones del pobre señor”, como dice la zarzuela. Si solo fueran fanáticos los ignorantes, si solo se dejaran llevar por la irracionalidad los que carecen del hábito de ejercer la razón, el mundo sería mucho más habitable, y el porvenir mucho menos dudoso. En la ya fatigosa crisis de Cataluña, los mayores embustes sobre la viabilidad económica de la independencia los han contado catedráticos de Economía en universidades de mucho prestigio, y algunas de las consignas más xenófobas han salido de la boca de un cantante, Lluís Llach, al que en mi juventud considerábamos un modelo de sensibilidad poética. Uno de nuestros historiadores más eminentes, Josep Fontana, no ha tenido escrúpulos en sumarse a la propaganda irredentista del expolio secular de una entidad inmutable y sagrada llamada Cataluña bajo el despotismo de otra entidad igual de abstracta pero malvada, España.
En la escalada de la visceralidad, uno de los que han hecho por ahora más mérito es ese profesor de la Universidad de Barcelona que se llama Jordi Borrell, autor de tuits de una grosería inaudita contra el secretario general de los socialistas catalanes, Miquel Iceta. El tono es como de taberna cuartelaria, como de chiste de machotes beodos en fiesta patronal, de barra antigua de bar español con humo de tabaco negro y olor a coñac. Pero resulta que Jordi Borrell fue, hasta que no tuvo más remedio que dimitir, director del Instituto de Nanociencia y Nanotecnología de la Universidad de Barcelona, doctor en Farmacia, profesor titular de Física y Química, investigador visitante en universidades de Francia, Canadá y Estados Unidos. Decía Primo Levi que él estudió Química porque en la Italia de Mussolini en la que vivió su juventud la química era invulnerable al fascismo, un reducto de precisión y de racionalidad que no podía ser envilecido por una ideología siniestra. El fascismo celebraba el embuste criminal de la pureza de sangre: Primo Levi aprendió en el laboratorio el valor de las impurezas que hacen posibles reacciones y mezclas; también la disciplina y el escrúpulo de la experimentación.
El profesor Borrell sin duda es una eminencia de la química y de la nanociencia, pero se ve que todo el esfuerzo de inteligencia y de serena observación que ha de poner en su trabajo no lo traslada al ámbito en apariencia mucho menos difícil del debate político. Es un especialista en la percepción y la cuantificación de lo infinitamente pequeño, pero en cuanto sale del laboratorio ve a los seres humanos en masa o a bulto, divididos según categorías tribales o inquisitoriales, puros o impuros, ortodoxos o herejes, cristianos viejos y conversos.