Datos médicos: no tocar
Mientras que la legislación europea vela por que nuestro historial clínico no esté a disposición de cualquiera, en Estados Unidos esta información puede circular libremente.
Hace cuatro años, una mujer canadiense llamada Ellen Richardson contrató un crucero de diez días por el Caribe. Había pagado 6.000 dólares por el paquete, pero cuando llegó al aeropuerto a coger su primer enlace en Nueva York, le negaron la entrada. El Departamento de Seguridad Nacional de Estados Unidos le dijo que necesitaría una autorización de salud para entrar en el país. La razón: el vera- no anterior había sido hospitalizada por depresión. Richardson, que es parapléjica, no sabía cómo habían conseguido sus datos médicos. Ni lo sabrá nunca: son los más valiosos de un mercado en plena burbuja, y en Estados Unidos no gozan de ninguna protección. En Europa ocurre todo lo contrario.
Ese tipo de información tan sensible está vigilada por leyes continentales, constitucionales, estatales, regionales y municipales. La protegen la directiva 95/46/CE, el artículo 8 de la Carta Europea de los Derechos Fundamentales del 7 de diciembre de 2000 y la Constitución española, dentro de los derechos fundamentales a la intimidad personal y a la protección de datos. También ampara nuestro historial clínico
la ley general de sanidad, la de prevención de riesgos laborales, la orgánica de protección de datos de carácter personal, la de servicios de la sociedad de información y la de cohesión y calidad del sistema nacional de salud. También la de firma electrónica, la de acceso electrónico de los ciudadanos a los servicios públicos, la de investigación biomédica, la orgánica de salud sexual y reproductiva y la de interrupción voluntaria del embarazo, así como el real decreto de receta médica y órdenes de dispensación. Pero hay más. Queda claro que los datos sanitarios nos importan.
Pero ninguna de estas normas tiene valor si la única jurisdicción que los protege cuando abandonan suelo europeo es un pacto entre caballeros llamado Privacy Shield. Y los gigantes puntocom no son precisamente caballerosos. Resulta esencial conseguir que Europa obligue a las compañías tecnológicas a mantener la privacidad de nuestra información, o nuestra libertad de movimientos quedará tan restringida como la de Richardson. O peor: seremos víctimas de la manipulación invisible de sus voraces algoritmos.