El lenguaje de los lunares
En El gran libro de la historia de las cosas, Pancracio Celdrán contaba cómo se puso de moda entre la aristocracia francesa adornarse el rostro con lunares postizos de seda o raso a partir del siglo XVI. Diversas enfermedades –entre ellas la viruela, que asoló Europa en el siglo XVII– desfiguraban el rostro de las mujeres con marcas y cicatrices que conseguían ocultar pegándose estéticas manchas a modo de parches.
Y no solo los típicos círculos, sino que se fueron imponiendo todo tipo de figuras, de variopintos colores y tamaños, que se adherían en la cara y el cuello: corazones, tréboles, lunas, estrellas, figuras geométricas... Eran tantas –había damas que lucían una docena o más– y tan variadas que se creó una especie de lenguaje secreto, según el lugar en que se colocaran.
Recibían distintos nombres: era un lunar mayestático si se ponía en la frente, imper- tinente cuando se lucía en la nariz o apasionado si estaba cerca de los ojos. Sobre la ceja era llamado asesino; en la comisura de los labios, besucón; y en la barbilla, galante.
Este hábito se convirtió a la postre en un auténtico código de coqueteo. Una manchita en la mejilla derecha significaba que la dama tenía marido, mientras que si estaba prometida la lucía en la izquierda. Sobre los labios, también a la izquierda, significaba deseo de flirtear, mientras que junto al ojo proponía un romance apasionado. Los lunares –en francés mouches, ‘moscas’– se llevaban en cajitas provistas de un pequeño espejo, y como eran de quita y pon, podían enviarse distintos mensajes dependiendo del destinatario.
Aunque la vacuna de la viruela, descubierta en 1796 por Edward Jenner, hizo que esos postizos fueran desapareciendo de la sociedad ociosa, aún se vieron durante algunos años; ya no pegados sobre la piel para ocultar los rastros de la enfermedad, sino que se pintaban con lápices como recurso cosmético o de coquetería.