La poderosa ley del mínimo esfuerzo
No hace falta ser religioso para condenar la vagancia, uno de los siete pecados capitales clásicos. Por regla general, no dar un palo al agua y pensar en las musarañas está mal visto. Sin embargo, en los últimos tiempos la ciencia ha roto una lanza a favo
Ser puntualmente perezoso no solo no tiene delito, sino que hasta puede ser meritorio. Dejar vagar la mente y no hacer nada implica la activación de una gigantesca red de neuronas del cerebro, la red por defecto, mucho más extensa que la que interviene mientras nos concentramos en una tarea. Con la ventaja de que esos cruces de información aumentan la creatividad y la imaginación, pero también la capacidad cognitiva, según se podía leer hace poco en un estudio publicado en la revista científica PNAS.
Hay quien va aún más lejos y asegura que la pereza es un claro signo de inteligencia. A principios de 2017, investigadores estadounidenses demostraron que las personas con un cociente intelectual alto apenas se aburren, porque pasan más tiempo ensimismados e inmersos en sus propios pensamientos. La contrapartida es que no suelen buscar la actividad física, y es fácil que caigan en la pereza y el sedentarismo. Algo que adelantaba Oscar Wilde cuando decía: “No hacer nada es lo más difícil en el mundo, lo más difícil y lo más intelectual”. Para colmo, parece que darle al tarro nos deja extenuados, y por eso los coquitos tienen más sueño y demandan dormir más.
¿PARA QUÉ HACERLO DIFÍCIL?
Lumbreras o no, todos compartimos un cableado cerebral diseñado para buscar el camino fácil. La mejor prueba la
ofrecieron investigadores de la University College de Londres tras realizar un sencillo experimento. En la pantalla de un ordenador colocaron una nube de puntos que se movían a derecha y a izquierda; y sentaron a varios sujetos frente a ella, con un mando en cada mano, para que pulsaran uno y otro según la dirección en que se movían los puntos. Para su sorpresa, cuando los investigadores manipulaban el mando izquierdo para que estuviera demasiado duro, los participantes tendían a ver los círculos que se movían hacia la derecha, que era su opción más fácil. Su percepción de la realidad realmente cambiaba.
“Nuestro cerebro haragán nos engaña para que nos auto-convenzamos de que la fruta del árbol que podemos coger con la mano es la más dulce”, concluían los autores del estudio.
CRÉDULOS POR VAGUERÍA.
Hasta tal extremo llega la gandulería cerebral que parece estar detrás de nuestra tendencia a creernos las fake news, es decir, las noticias falsas que se extienden como la pólvora por las redes sociales. Tu cerebro inconsciente tiende a filtrar la información que recibes haciendo énfasis en lo que concuerda con tus ideas e ignorando lo que contradice tus creencias. Se conoce como sesgo de confirmación, y tiene un fundamento económico. A fin de cuentas, evita calentarnos la cabeza y gastar más energía de la necesaria. Si se trata de elegir entre confiar en una noticia que confirma nuestras convicciones o cuestionarla, nos aferramos a la primera opción, la cómoda.
Una cosa es ser perezoso y otra muy distinta dejarse llevar por la apatía extrema. Neurocientíficos de la Universidad de Oxford (Reino Unido) descubrieron que no es solo cuestión de actitud, sino de biología.
Escáner cerebral en mano, los británicos demostraron que cuando se les propone a distintas personas que hagan un esfuerzo físico para conseguir una recompensa, en el encéfalo de los individuos vagos se genera más actividad. Sí, más, has leído bien. Para ser exactos, lo que entra en ebullición es la corteza premotora, que interviene justo antes de que nos pongamos en movimiento.
“Esperábamos ver menos actividad en los holgazanes, pero nos encontramos justo con lo contrario”, explicaba Masud Husain, responsable del estudio. Esto se debe a que las conexiones en la parte frontal del cerebro de los apáticos son menos eficientes. Y, por eso, aseguran, “les cuesta mucho más esfuerzo –y energía– convertir una decisión en acción”.
TU META: AHORRAR ENERGÍA.
Otra paradoja que demuestra la pereza fisiológica es que cuando vamos caminando en una cinta a dos metros por segundo y la velocidad aumenta, automáticamente nos lanzamos a correr. ¿Que qué tiene que ver eso con la vaguería? Mucho. Resulta que dejamos de andar para empezar a trotar porque, por debajo de 2,3 m/s, caminar requiere menos energía. Pero cuando superamos esa velocidad, gastamos menos energía si vamos a la carrera que acelerando el paso. Estudios posteriores revelan que en situaciones de la vida real ocurre exactamente lo mismo. De manera inconsciente, elegimos el modo de desplazarnos que minimiza el consumo energético para ir desde el punto A hasta el punto B.
Pero deberíamos tener en cuenta que “gandul a los cuarenta, cerebro menguado a los sesenta”. Es la conclusión a la que llegaron Nicole Spartano y sus colegas de la Escuela de Medicina de la Universidad de Boston (EE. UU.) hace poco. Según sus pesquisas, quienes en la mediana edad suelen cambiar la actividad física por hacer tum
bing en el sofá pagan un precio muy alto. Porque, al margen de que su holgazanería contribuya a engrosar lorzas y michelines, el cerebro experimenta un envejecimiento acelerado. Y, en pocas décadas, el volumen cerebral de los perezosos se reduce más de lo normal.