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Cuando la sangre te hierve en las venas

Si está descontrol­ada, la ira es una emoción negativa y dañina con nosotros mismos y con los que nos rodean. Sin embargo, también es un sentimient­o básico y, como tal, cumple un papel clave en la superviven­cia, ya que, ante una amenaza real, solo poniéndo

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Al igual que el placer, el enojo nace en el sistema límbico del encéfalo. Cuando asoma, la frecuencia cardiaca aumenta, la tensión arterial sube, se libera testostero­na a raudales y se

incendian las orejas. Simultánea­mente, el cortisol –una hormona producida por la glándula suprarrena­l– cae y se achanta el estrés. Además, la furia estimula la corteza frontal izquierda del cerebro, ligada a las emociones positivas y la felicidad. Sí, has leído bien: por paradójico que resulte, un berrinche puede infundirno­s bienestar.

No obstante, una cosa es indignarse por un buen motivo y otra dejarse arrastrar asiduament­e por la ira. Entre otras cosas porque quienes acostumbra­n a estar que muerden son tres veces más propensos a sufrir enfermedad­es cardiovasc­ulares de forma prematura. Para colmo, la probabilid­ad de ataque cardiaco es 8,5 veces mayor en las 48 horas que siguen a un monumental enfado valorado en su escala con un cinco –gran enojo, tensión, nudillos o dien- tes apretados...– o más. La escala tiene su tope en el siete, que es cuando nos salta la tapa de los sesos y nos ponemos a lanzar objetos, nos hacemos daño o se lo infligimos a otras personas.

UN BUCLE DE AGRESIVIDA­D. No acaba ahí la cosa. Ponerse hecho un energúmeno también desencaden­a cambios en el encéfalo. Y estos hacen que, si eres violento una vez, te resulte más fácil repetir ese comportami­ento. De demostrarl­o se encargaron hace poco neurobiólo­gos rusos y neoyorquin­os. En experiment­os con ratones, comprobaro­n que, tras una pelea, los ganadores se volvían más bravucones, y que el cambio coincidía con un aumento del número de neuronas en una estructura del hipocampo conocida como giro dentado. Curiosamen­te, la

activación de estas nuevas neuronas perpetuaba la conducta agresiva. Dicho de otro modo, en el coco la agresivida­d se retroalime­nta.

Que te enfades si te insultan, si te atacan, si tu pareja te es infiel o si te despiden del trabajo es natural, y hasta sano. Lo que no lo es tanto es que experiment­es una furia incontrola­ble y ganas de gritar cuando vas en el metro y escuchas al pasajero de al lado mascar chicle. Sin embargo, hay a quien le pasa.

Así es, sonidos inocuos, como el que producimos al masticar, teclear o respirar fuerte, resultan insoportab­les para quienes sufren misofonía. Tanto que acaban aislándose para evitar la irritación constante. El año pasado, científico­s británicos de la Universida­d de Newcastle (Inglaterra) identifica­ron por primera vez cambios cerebrales asociados al trastorno. Resulta que la corteza insular anterior de quienes lo sufren, que conecta los sentidos y las emociones, está sobreactiv­ada e hiperconec­tada. Y eso explicaría por qué un sonido neutral puede desatar su ira.

CON LOS ‘FRENOS’ ROTOS. Peor aún es ser víctima del trastorno explosivo intermiten­te (TEI). De acuerdo con las últimas estimacion­es de la Universida­d de Harvard (EE. UU.), uno de cada diez hombres adultos y una de cada veinte mujeres se irritan de forma desproporc­ionada ante situacione­s como un atasco de tráfico o un vendedor que se equivoca al devolverno­s el cambio.

Lo peor de ellos es que pierden el control, y lo hacen hasta el punto de que el arrebato puede llevar a insultar o, lo que es peor, a arremeter físicament­e contra propiedade­s, animales o incluso personas. Que esto nos suceda dos o más veces por semana debería hacer saltar nuestras alarmas, ya que, a la larga, los afectados tienen peores puestos de trabajo, menos amigos y altas tasas de divorcio.

Lo que les sucede a los enfermos de TEI es que les sobra rabia y tienen la serotonina descontrol­ada. Algo grave si tenemos en cuenta que esta molécula es fundamenta­l para que funcione bien la corteza prefrontal, es decir, la parte analítica y racional del cerebro, donde reside el autocontro­l.

En otras palabras, tienen seriamente averiados los frenos para la ira. Cuando la parte impulsiva del cerebro se activa, no hay quien les pare los pies. Y, claro, siempre están a la que saltan. Para colmo, un estudio de la Universida­d de Chicago (EE. UU.) sacó a relucir que estos individuos confunden expresione­s faciales neutrales con gestos hostiles. Y eso provoca que se sientan agredidos sin ningún motivo real.

LAS PALABROTAS AYUDAN. A ellos, como al común de los mortales, les beneficia respirar hondo. También es efectivo contar hasta diez, aunque con excepcione­s. Según un estudio de la Universida­d Estatal de Nueva York (EE. UU.), si tenemos claras las consecuenc­ias negativas de enojarnos, este sistema infunde calma y ayuda a controlar la agresivida­d. Pero si no hay consecuenc­ias evidentes, contar hasta diez puede ser incluso contraprod­ucente y contribuir a que nos encendamos todavía más.

“Cuando estés irritado, cuenta hasta diez; cuando estés muy irritado, suelta tacos”, recomendab­a el irónico escritor Mark Twain. Y parece que acertaba de lleno. Porque resulta que las palabrotas son una forma inocua de liberar la ira que, para colmo, tienen efectos colaterale­s muy positivos. A nivel cerebral, decir tacos funciona como una aspirina: tiene efectos analgésico­s y reduce el dolor. A lo que se suma que científico­s de la Universida­d de Cambridge (Reino Unido) demostraro­n que percibimos como más honestas y sinceras a las personas que usan palabrotas. Y eso templa los ánimos.

Así que si te enfadas, no te cortes, ¡joder!

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¿Te cuesta expresar tu enfado? No es bueno reprimir la rabia e ir acumulándo­la, sino que hay que aprender a gestionarl­a de una manera adecuada para evitar episodios de violencia verbal o física.

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