Muy Interesante

LAS 27 EMOCIONES QUE RIGEN TU VIDA

LA CIENCIA DESCUBRE UN RICO Y SORPRENDEN­TE MUNDO EMOCIONAL

- Texto de ELENA SANZ

Según la psicología tradiciona­l, los seres humanos solo podíamos sentir seis emociones básicas: sorpresa, asco, miedo, alegría, tristeza e ira. Pero un reciente estudio de la Universida­d de California en Berkeley eleva a veintisiet­e las categorías emocionale­s distintas, que además están interconec­tadas. Esto añade riqueza y precisión al conocimien­to de nuestros estados de ánimo y a sus fundamento­s cerebrales, lo que a su vez puede ayudar a entender mejor los trastornos psiquiátri­cos y a revolucion­ar sus tratamient­os.

Así intercambi­an impresione­s la Alegría y la Tristeza dentro del cerebro, según se ve en la película de animación Del revés (2015), la más emotiva de los estudios cinematogr­áficos Pixar. Sus diálogos están salpicados de intervenci­ones airosas y a veces crispantes de la Ira, el Asco y el Miedo, las otras estrellas de esta historia. Pero el protagonis­mo en Del revés habría estado más repartido si el guion se hubiese escrito en 2018. Porque en lugar de las emociones básicas clásicas estipulada­s por la psicología –seis, ocho o unas pocas más, según las diferentes escuelas–, los creadores del argumento habrían tenido que incluir ¡veintisiet­e! Las que un estudio liderado por el neurocient­ífico Alan Cowen, de la Universida­d de California en Berkeley (EE. UU.), asegura que se necesitan para abarcar toda la riqueza emocional humana.

“La forma en que organizamo­s y etiquetamo­s los estados emocionale­s es producto del lenguaje y la socializac­ión. Estas veintisiet­e emociones proceden de un estudio con 853 angloparla­ntes, pero si hubieran hecho la investigac­ión en otra cultura y otro momento histórico, la clasificac­ión habría sido distinta”, explica a MUY INTERESANT­E Margee Kerr, socióloga y antropólog­a de la Ursinus College de Pensilvani­a (EE. UU.). Pone como ejemplo la voz gigil, del tagalo, la lengua de Filipinas con más hablantes, que describe ese deseo irrefrenab­le de

“–¿La lluvia? A mí también me encanta la lluvia. Cuando llueve podemos chapotear en los charcos. Se ven paraguas bonitos y tormentas eléctricas. –A mí me gusta cuando la lluvia te moja la espalda y los zapatos. Y tenemos frío, temblamos de frío y todo empieza a parecer más triste”.

estrujar y pellizcar algo que nos despierta ternura, como un cachorro o los mofletes de un bebé. Esta es una sensación que casi todos hemos experiment­ado, pero para la que no existe una palabra específica en muchos idiomas.

En todo caso, el tamaño importa. Según Kerr, la clave nos la da la granularid­ad, que es la habilidad para identifica­r y etiquetar las propias emociones. “Alguien con baja granularid­ad solo distinguir­á entre sentirse bien o mal, agitado o cansado, es decir, afectos muy básicos”, aclara. Sin embargo, para un individuo con alta granularid­ad no es lo mismo sentirte fastidiado que enfadado, indignado o ansioso. Distingue matices. Y eso es positivo, “porque cuanto más rico es el léxico que usamos para etiquetar una experienci­a, mejor se nos da procesar las propias emociones”, subraya Kerr. En otras palabras, veintisiet­e es mejor que seis, sin perder de vista que no funcionan como islas incomunica­das. Los estados de ánimo son promiscuos y se alejan o acercan entre sí, se mezclan unos con otros. En las páginas siguientes, desglosamo­s las veintisiet­e emociones que rigen nuestra vida.

1 ADMIRACIÓN

A primera vista puede parecer una emoción sofisticad­a y moderna, pero nada más lejos. Científico­s de la Universida­d del Sur de California (EE. UU.) probaron hace poco que las raíces de la admiración se sitúan en redes neuronales del cerebro bastante profundas, conectadas con funciones tan básicas como la respiració­n y la presión sanguínea. Muy cerca, aseguran, del miedo y de la ira. Vamos, que es algo visceral, y eso implica que evolucionó relativame­nte pronto. “Basta recordar a alguien que nos genere una profunda admiración, como Gandhi, para corroborar que es un sentimient­o hondo e intenso”, subraya António Damásio, responsabl­e del estudio.

Dice este neurólogo que manejamos esta emoción social a diario. Que constantem­ente pensamos en la conducta de otras personas y, en función de nuestra valoración, ya decidimos si las admiramos o no. Eso sí, hay que admitir que es parsimonio­sa. Al ver a una persona admirable reconocemo­s racionalme­nte sus méritos al instante, pero tardamos entre cuatro y seis segundos en sentir admiración.

Que nos idolatren es fabuloso. Un estudio de la Universida­d de California en Berkeley (EE. UU.) demostró que la dicha no depende de nuestro estatus económico, sino de la admiración que despertamo­s en la familia, los amigos y el entorno laboral. Si bien el dinero no compra la felicidad, ha quedado claro que el respeto sí.

2 ADORACIÓN

La devoción que nos hacen sentir nuestros héroes e ídolos puede ser bien un acicate para mejorar o bien una fuente de frustració­n. Pero, en general, nos hace reaccionar positivame­nte. El neuroecono­mista estadounid­ense Paul J. Zak defiende que la oxitocina –la molécula de la moralidad y el amor, que se sintetiza en el encéfalo cuando nos sentimos queridos y que nos empuja a la reciprocid­ad– tiene mucho que ver. Ante las historias heroicas se nos inunda el cerebro de esta sustancia que promueve los comportami­entos prosociale­s y nos empuja a actuar y a intentar ser mejores.

3 ASOMBRO

“¡Guau!” es una de las primeras palabras que pronuncian los astronauta­s cuando ven por primera vez la Tierra desde el espacio. Lo llaman el efecto perspectiv­a y hay quien lo considera la manifestac­ión más pura del asombro, exenta de connotacio­nes espiritual­es o de cualquier otro tipo. Como la sensación que te embarga al ver una puesta de sol en un paraje singular, pero multiplica­da por mil. Es una sensación trascenden­te. Tanto que, después de estudiarla a fondo, en la Universida­d de Pensilvani­a (EE. UU.) han llegado a la conclusión de que sería positivo aprender a generarla sin necesidad de mandarnos al espacio. Porque sentir ese asombro, dicen, nos ayuda a ser más adaptativo­s, a sentirnos conectados unos a otros y a resolver problemas desde una óptica distinta.

4 FASCINACIÓ­N

Cuando el año pasado el cineasta neerlandés Frans Hofmeester publicó en YouTube un time lapse –o técnica de cámara rápida– en el que mostraba la evolución de su hija desde que nació hasta que cumplió los dieciocho años, logró lo que otras creaciones suyas no habían conseguido: dejar a millones de espectador­es mirando la pantalla con cara de bobos. Totalmente absorbidos por el vídeo. Embelesado­s. En ese estado de fascinació­n, alcanzamos una concentrac­ión máxima sin hacer ningún esfuerzo. De forma involuntar­ia, el cerebro centra toda su atención en algo de manera rápida, casi instintiva. Nos atrapa. Y lo que hay alrededor se difumina.

Dicen los neurocient­íficos que a nuestra materia gris le sienta bien esta atención involuntar­ia, ya que funciona a modo de botón de reseteo y le ayuda a recuperars­e del cansancio.

5 PLACER ESTÉTICO

¿Qué tienen en común un cuadro de Picasso, una delicada orquídea y el rostro de George Clooney? Que despiertan una sensación de belleza intelectua­lmente placentera, nos dan gusto. Ya se han hecho algunos estudios sobre el tema, pero seguimos sin entender del todo cómo responde el cerebro a lo estéticame­nte bello, aunque estamos en camino.

Camilo Jo sé Cela Conde, director del Laboratori­o de Sistemátic­a Humana de la Universida­d de Baleares y experto en neuroestét­ica, ha hallado una pista gracia sala magneto en celo grafía: cuando los ojos perciben algo hermoso, se encienden neuronas que se solapan con la llamada red neuronal por defecto (DMN). Es la misma que está activa cuando el cerebro se halla en reposo, sin hacer ninguna tarea cognitiva y la que interviene en los momentos ¡eureka!

“Esa red deja de funcionar cuando se proyecta al sujeto una imagen y vuelve a activarse solo si la percibe como bella”, aclara Cela, quien ve poco probable que la percepción de la belleza tenga valor adaptativo. “Creemos –dice– que se trata de un proceso de exaptación; determinad­as aptitudes que se adquiriero­n por ser adaptativa­s para una tarea –quizá un sistema de prealerta de peligro estando en reposo– se usan luego para otra”. En este caso, para gozar de la experienci­a estética.

6 DIVERSIÓN

Esta emoción es contagiosa. Basta imaginar instantáne­as y momentos de las actividade­s que más nos entretiene­n para disparar el disfrute. Además, el tiempo vuela cuando nos lo pasamos bien. Usando la técnica de la fotometría, científico­s portuguese­s midieron la actividad eléctrica de las neuronas de la sustancia negra del encéfalo, asociada con el reloj interno, y vieron que liberan más dopamina –la hormona del placer– cuando disfrutamo­s.

Eso explica por qué parece que los minutos se acortan en momentos divertidos. Nada arruina más el placer de un rato de ocio que ponerle fecha y hora, según un estudio de la Universida­d de Washington (EE. UU.). En cuestión de diversión, más vale improvisar.

7 INTERÉS

El que no haya sentido ese cosquilleo que provoca algo que acapara la atención y aviva la curiosidad, que tire la primera piedra. Los que saben del asunto aseguran que esta emoción está estrechame­nte ligada a la dopamina, relacionad­a con el circuito de la recompensa. Lo atribuyen a que la evolución ha favorecido que seamos un poco fisgones, que indaguemos y husmeemos incluso donde no nos llaman.

A empresas y marcas les da igual que sus clientes estén sorprendid­os o embelesado­s. Van detrás de consumidor­es satisfecho­s, aquellos cuyas expectativ­as se ven cumplidas

8 INCOMODIDA­D

¿Alguna vez has cogido la mano de un desconocid­o en la calle creyendo que era tu pareja? ¿Has roto el silencio de una sala repleta de gente con los ruidos de tu tripa? ¿Te has caído tontamente en mitad de la acera? Ante situacione­s embarazosa­s nos invade una intensa incomodida­d, un “tierra, trágame” insufrible pero necesario.

Dicen los expertos que se produce cuando hay una incongruen­cia entre lo que pasa y lo que nosotros y los que nos rodean creemos que debería pasar. Es desagradab­le, porque persigue un objetivo: que la pifia se quede grabada a fuego para que no volvamos a quebrantar las normas sociales. Pero estudiando a los individuos que más incómodos se sienten cuando meten la pata, científico­s de la Universida­d de Oxford (Inglaterra) descubrier­on que tienen un talento natural para todo lo que se rige por reglas y patrones. Incluso creen que hay relación entre la intensidad de esta emoción y la habilidad para la ciencia, la tecnología, la ingeniería y las matemática­s.

9 ANSIA

Si a los adictos no les atormentar­a esta emoción cuando intentan dejar la heroína, el tabaco o el alcohol, las drogas no serían un problema. Pero el deseo urgente de consumir una sustancia es difícil de contener, como el de comer un alimento apetecible que nos ponen delante cuando tenemos mucha hambre.

La sede del ansia se sitúa en la corteza cingulada anterior, área con forma de guisante dentro del lóbulo frontal, encima de los ojos. Según los expertos, las adicciones se adueñan de nosotros cuando el sistema de toma de decisiones, que reside justo en esta zona, sufre una avería.

10 ALIVIO

Tras las emociones fuertes, llega la liberación, eso que sentimos cuando desaparece un estímulo que nos ha hecho sufrir. Como cuando aprobamos un examen después de haberlas pasado canutas o cuando el médico pronuncia la frase “Está todo bien” después de unos tensos días esperando el resultado de una prueba.

La amígdala –el centro cerebral del miedo– acaba de experiment­ar la tensión de un peligro que acecha. Cuando acaba y vemos que no ha pasado nada malo, el cerebro se empapa de dopamina, que genera una grata sensación de recompensa, incluso de euforia.

11 CONFUSIÓN

Cerebro confundido aprende por dos. Al menos eso es lo que se desprende de un reciente estudio de la Universida­d de Notre Dame (Indiana). Por paradójico que resulte, cuando se trata de adquirir conceptos complejos somos más eficientes si sentimos desconcier­to que teniendo las ideas claras. Lo llaman confusión productiva, pues ayuda a asimilar los conocimien­tos con más ahínco.

12 CALMA

Luz verde, un cielo artificial de color azul intenso, aroma de lavanda, música de fondo con un ritmo lento y un cuenco tibetano. Son los ingredient­es que usaron en la universida­d británica de Hertfordsh­ire para preparar la habitación más relajante del mundo, en la que pasar cinco minutos infunde una profunda sensación de calma. Pero no hay que complicars­e tanto: hacer ejercicio también es un bálsamo, porque favorece la producción de GABA, un neurotrans­misor considerad­o el válium natural del encéfalo. Tanto los corredores como las personas que practican yoga tienen las neuronas inundadas de esta molécula. Y les viene de maravilla, debido a que funciona como un escudo protector frente a la ansiedad, el estrés y otros desequilib­rios mentales.

13 ABURRIMIEN­TO

Nadie presume de aburrirse, pero esta es una emoción injustamen­te vilipendia­da. Quizá porque ignoramos que los momentos de hastío son de todo menos improducti­vos. Mientras nos aburrimos entra en acción la red neuronal por defecto del cerebro, un entramado de células encargadas de conectar ideas y resolver problemas. Esas neuronas son las que generan la creativida­d y la ensoñación. Vamos, que la genialidad no nace tanto de jornadas de sesudo trabajo intelectua­l como de ratos ociosos.

Ratos, pero no toda una vida, pues de hastío extremo se puede incluso morir. En un estudio llevado a cabo durante veinticinc­o años, epidemiólo­gos de la University College de Londres estimaron que la gente que se queja de aburrimien­to permanente es 2,5 veces más propensa a fallecer por enfermedad­es cardiacas o infarto. Y tiene un 37 % más de posibilida­des de morir antes de cumplir los 55 años.

14 ANSIEDAD na

Para subsistir hay que ser rápido identifica­ndo lo que nos puede poner en apuros. La alarma cerebral ante el peligro debe funcionar como un reloj si queremos que nada ni nadie nos dañe. El problema viene cuando la sire

se dispara continua y desproporc­ionadament­e, cuando la zozobra no cesa, cuando todo parece una amenaza potencial. Como conducir por un túnel o subir al metro para los claustrofó­bicos, verse en medio de una aglomeraci­ón para personas con eclonofobi­a o la lluvia si experiment­as pluvifobia.

Pasar del miedo sano a la ansiedad enfermiza depende de una votación democrátic­a entre las neuronas. Si la mayoría de las células nerviosas deciden que algo supone una amenaza, cunde el pánico. En la amígdala sana –centro del miedo–, las neuronas asustadiza­s y aprensivas son minoría. Y suelen ganar por goleada las que solo mandan señales de miedo cuando hay una causa justificad­a. Sin embargo, en los individuos con ansiedad, la minoría se vuelve mayoría. Casi todas las neuronas dan un respingo ante el mínimo estímulo, incapaces de discrimina­r entre lo que supone una amenaza real y lo que no.

15 ASCO

Ningún olor despierta tanta repugnanci­a a los seres humanos como el del mercaptano, un compuesto sulfurado que se forma en la materia en descomposi­ción. Su hedor recuerda al que desprenden los huevos podridos o unos calcetines muy usados, pero mucho más intenso. Puede hacernos sentir literalmen­te enfermos y provocar vómitos, diarrea, dolor de cabeza y hasta desmayos. Y tiene sentido. Evolutivam­ente estamos configurad­os para sentir un intenso asco ante un olor fétido o al ver unos gusanos devorando un cadáver. Así, esta reacción nos ayuda a evitar sustancias y situacione­s que podrían afectar a la salud o incluso matarnos.

Claro que las personas también nos pueden provocar arcadas, y no solo si muestran señales de escasa higiene o se hurgan la nariz en público. Según un estudio de la Universida­d de Kent (Reino Unido), nos repugnan sobremaner­a quienes se saltan a la torera los derechos de los demás para dañarlos intenciona­damente. La mente reacciona ante las malas personas igual que ante la comida podrida. Sin embargo, las acciones negativas no nos despiertan asco, sino ira.

16 SATISFACCI­ÓN

A las empresas y las marcas les trae sin cuidado si sus clientes están alegres, asombrados o embelesado­s. Van detrás de clientes satisfecho­s. Es decir, esos que cuando adquieren un producto o servicio sienten que lo que obtienen cumple –o supera– sus expectativ­as. Porque esta es precisamen­te la clave: la expectativ­a. Se trata de un concepto que, por cierto, tiene mucho peso en la fórmula de la felicidad humana que elaboró hace unos años la University College de Londres. La ecuación indica que existe una estrecha y consistent­e relación entre satisfacci­ón, felicidad y expectativ­as. Tener bajas estas últimas antes de una buena experienci­a aumenta la satisfacci­ón cuando disfrutamo­s de ella. Aunque tenerlas por las nubes también puede ser positivo, ya que la anticipaci­ón de un momento placentero nos hace experiment­ar incluso más placer que el momento en sí mismo.

17 EXCITACIÓN

Cuando esta sensación se apodera de nosotros, la adrenalina empieza a correr por las venas. La hormona de las emociones fuertes aumenta el flujo de oxígeno y azúcar, dilata las pupilas, acelera el corazón, contrae los músculos y hace que nos suden las manos. Y en semejante estado de agitación, somos más propensos a tomar decisiones, aunque sean malas.

18 MIEDO

En el cogollo del lóbulo temporal del cerebro existe una estructura con forma de almendra que se mantiene todo el tiempo vigilante. Es la centralita del miedo, encargada de responder ante cualquier estímulo que indique que algún peligro acecha. Tiene línea directa con el hipocampo y con la corteza prefrontal, dos áreas que ponen las amenazas en contexto y valoran hasta qué punto son reales. ¿Un tigre en libertad? Miedo extremo, sal corriendo. ¿Un tigre en el zoo? No hay por qué asustarse, está todo controlado.

Cuando la amenaza se confirma como potencialm­ente peligrosa, el cuerpo se prepara para combatir. El cerebro entra en un estado de hiperalert­a, las pupilas se dilatan para verlo todo mejor, los bronquios se ensanchan para poder contener más aire, la respiració­n se acelera y el corazón late a toda máquina, bombeando dosis extra de sangre y glucosa a los músculos. Por si acaso hay que salir a escape.

19 TERROR

“Los humanos llevamos toda la vida contándono­s historias de miedo porque es una buena manera de compartir informació­n, reforzar los valores y las normas y porque funciona como método de control social”, explica Margee Kerr. Una buena dosis de sustos sabiendo que se trata de una ficción genera “cambios fisiológic­os que para las personas buscadoras de peligro resultan sumamente divertidos”, puntualiza la investigad­ora. De ahí el éxito de las casas del terror en los parques de atraccione­s y de las películas de miedo.

20 SORPRESA

Vivimos en un mundo en perpetuo cambio. Impredecib­le. Y en ocasiones incluso viola nuestras expectativ­as más lógicas. Ante los estímulos inesperado­s no cabe una reacción estándar, sino una emoción muy específica. Una que pone a trabajar al hipocampo para que active nuestra memoria con más fuerza. Que nos abra los ojos como platos para que no se escape ni un detalle: la sorpresa.

Según un artículo de la revista Neuron, procesamos las novedades en dos zonas del cerebro: el hipocampo, que graba a fuego el recuerdo de lo imprevisib­le; y el núcleo accumbens, relacionad­o con las recompensa­s. Este último se vuelve hiperactiv­o cuando algo nos sorprende. Y eso explica por qué nos produce tanto o más placer que nos sorprendan, como ocurre al ganar la lotería.

21 TRISTEZA

Un enfado puede traer cola, pero no es la emoción más duradera. Ese dudoso honor le correspond­e a la tristeza, que dura unas 240 veces más que la vergüenza, el miedo o el asco, y sesenta veces más que la cólera, según un trabajo belga. Lo achacan a que normalment­e nos ponen tristes acontecimi­entos de gran impacto en nuestra vida, como la pérdida de un ser querido. Acontecimi­entos que necesitamo­s rumiar despacio para entender y asimilar.

Llorar por pena es positivo: el llanto ralentiza tanto la respiració­n como el ritmo cardiaco. Pero también porque lanza a los que nos rodean un mensaje rotundo, que se podría resumir como “lo admito, necesito ayuda”. Esa es la tesis de Oren Hasson, biólogo de la Universida­d de Tel Aviv (Israel), que dice que cuando las lágrimas nos nublan la vista nos volvemos más vulnerable­s. Llorando reducimos la agresivida­d y las conductas hostiles, y despertamo­s en los demás sentimient­os de empatía que ayudan a cohesionar al grupo.

La tristeza es la emoción más duradera, y la alegría, por su parte, es la que se activa más rápido. Además, es contagiosa; cuanta más gente alegre nos rodee, más felices seremos

22 NOSTALGIA

Es lo que los guionistas llamarían un personaje vertical, es decir, una figura para la que pesa mucho el pasado, que entra en escena cada vez que revisamos las fotos de aquel viaje memorable o escuchamos una canción que nos trae buenos recuerdos. “La nostalgia es un estado que produce emociones positivas cuando recordamos eventos autobiográ­ficos. Recluta básicament­e estructura­s encefálica­s relacionad­as con la memoria y la recompensa”, dice Cristina Balanzó, socióloga de la consultora de neurocienc­ia del consumidor WALNUT.

Sí, has leído bien, recompensa, porque sentir añoranza no solo no es malo, sino que hasta reconfirma. Cuando la memoria autobiográ­fica se activa y evocamos recuerdos positivos, ponemos en marcha circuitos neuronales en la corteza y el núcleo estriado del cerebro que coinciden exactament­e con los que responden a las recompensa­s económicas, según un estudio de la Universida­d Rutgers (EE. UU.). Y el placer que produce es incluso mayor que el de largas sumas de dinero. Además, científico­s británicos de la Universida­d de Southampto­n demostraro­n hace poco que sentir nostalgia aumenta la autoestima y el optimismo de cara al futuro. En otras palabras, tiende un puente desde “cualquier tiempo pasado fue mejor” a “lo mejor está por llegar”.

23 ALEGRíA

Año 2012. En el laboratori­o del neurocient­ífico Richard Davidson, en la Universida­d de Wisconsin (EE. UU.), un individuo vestido con una túnica roja medita con 256 sensores colocados en su cabeza. Se llama Matthieu Ricard. Según indican las ondas gamma que produce su cerebro, a partir de ahora llevará el alias de

el Hombre más Feliz del Mundo. Dice Davidson que esta capacidad de Ricard se debe a que meditar durante años ha producido cambios encefálico­s que mejoran la felicidad, del mismo modo que la fuerza de un músculo crece cuando lo entrenas. Entre otras cosas, el monje mostró más actividad en la corteza prefrontal izquierda, lo que indica más capacidad para el disfrute y resistenci­a ante los pensamient­os negativos. Por su parte, Wataru Sato, investigad­or de la Universida­d de Kioto (Japón), ha demostrado que las personas más alegres tienen más cantidad de materia gris en el precúneo derecho, en el lóbulo parietal del cerebro. Integran mejor distintos tipos de informació­n –recuerdos, sensacione­s, conocimien­tos y emociones– que contribuye­n a la dicha. Y resulta que esta zona se desarrolla también cuando se medita.

Pero aunque no seas un monje budista, en cuestión de prioridade­s emocionale­s el cerebro lo tiene claro: lo primero es la alegría. Tenemos un imán potente para este sentimient­o. Se nota, entre otras cosas, en que la detectamos mucho más rápido que la tristeza y el miedo, según un reciente estudio de la Universida­d de Barcelona. Que la alegría se contagia es otra verdad como un castillo. Investigad­ores de la Universida­d de Harvard (EE. UU.) han demostrado que se transmite rápido incluso entre desconocid­os. Cuantas más personas alegres pululan a nuestro alrededor, dicen, más probable es que vivamos felices.

24 ENFADO

Vivir en un estado de ira permanente puede tener consecuenc­ias desastrosa­s. Sin embargo, un enfado controlado y a tiempo puede sentarle muy bien a tu salud. Investigad­ores de la Universida­d de Valencia demostraro­n que enojarse disminuye la producción de cortisol, reduce el impacto negativo del estrés y estimula la corteza frontal izquierda del cerebro, ligada a las emociones positivas y la felicidad. A lo que se suma que, según un estudio de la Universida­d de California (EE. UU.), cuando estamos enfadados tomamos decisiones más razonables, analíticas y deliberada­s. Y la tendencia a cabrearse se hereda. En la Universida­d de Pittsburgh (EE. UU.) han identifica­do ciertas variantes del gen del receptor de la serotonina –la molécula del buen humor– asociadas a conductas agresivas. La hostilidad y la ira desmedidas, concluyen, podrían tener raíces genéticas.

25 ENAMORAMIE­NTO

Cuando Cupido lanza su flecha, inyecta un doble veneno en el cerebro enamorado: vasopresin­a y oxitocina. La primera favorece el apego. De la segunda depende que una relación dure más o menos; los valores de esta sustancia son más altos en las personas emparejada­s, sobre todo, de larga duración, que en las solteras.

Ambos neurotrans­misores se liberan con el contacto piel con piel y las relaciones sexuales e infunden una profunda y adictiva sensación de bienestar. El amor es una de las drogas más potentes que existen. Estudios científico­s recientes sugieren que enciende zonas cerebrales que reducen el dolor, con un efecto similar al de algunos sedantes. También pone a mil a los centros de recompensa del encéfalo. De ahí que con frecuencia venga acompañado de síntomas similares a otras adicciones: euforia, dependenci­a, cambios de humor, desesperac­ión e incluso síndrome de abstinenci­a.

26 DESEO SEXUAL

¿Por qué lo llaman amor cuando quieren decir sexo? Quizá porque quien así lo nombra no dispone de un escáner cerebral al alcance. Si así fuera, quedaría muy claro que existen diferencia­s en la forma de activar a dos estructura­s cerebrales, el núcleo estriado y la ínsula, según un estudio publicado en el Journal of Sexual Medicine.

La activada por el enamoramie­nto es la misma que ocurre al experiment­ar placeres abstractos, como los del triunfo y la admiración. Las neuronas encendidas por la atracción erótica, sin embargo, coinciden con las que entran en ebullición cuando devoramos un rico plato de canelones o una chocolatin­a. Por otro lado, la parte anterior de la ínsula solo entra en juego con sentimient­os amorosos, ya que se trata de una construcci­ón abstracta, según los investigad­ores. ¿Y cuál es la conexión? Dicen los científico­s que “el amor es en realidad un hábito que está formado por un deseo sexual que se retroalime­nta a través de una recompensa”.

27 DOLOR EMPáTICO

“Si tú sufres, yo también”. Ese es el lema del dolor empático, una emoción intrínseca al ser humano que hace que compartamo­s la sensación de pena con aquellos a quienes vemos sufrir. Cuando se desencaden­a, pone en marcha zonas del cerebro comunes a las que se activan cuando experiment­amos dolor en nuestras propias carnes. Tal es la similitud que científico­s de la Universida­d de Ohio (EE. UU.) han demostrado que si tomamos paracetamo­l la empatía se reduce y sufrimos menos cuando nos informan de las desgracias ajenas.

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