Neuropecados: la avaricia
LA SED DE DINERO PUEDE LLEGAR A CONVERTIRSE EN UNA DROGA PARA NUESTRO CEREBRO, YA QUE ACTIVA CON INTENSIDAD EL NÚCLEO ACCUMBENS, REGIÓN VINCULADA A LA RECOMPENSA.
avaro, agarrado, mezquino, codicioso, ruin, sórdido, usurero, roñoso, cicatero... La lista de adjetivos despectivos relacionados con el ansia desenfrenada de dinero es larga. Y ninguno de ellos se pronuncia con connotaciones positivas, cosa que sí sucede cuando hablamos de envidia o de pereza. No vale decir, como argumento contra la avaricia, que el dinero no compra la felicidad. Porque la realidad es que sí. Solo que el precio depende de dónde vivas.
En efecto, a principios de 2018, un equipo de investigadores de la Universidad Purdue (EE. UU.) realizó un cálculo basado en datos de 1,7 millones de personas procedentes de 164 países diferentes. Llegaron a la conclusión de que mientras el precio de la felicidad en Australia se cifra en 100.000 e anuales, en el Caribe el techo de la codicia sana se sitúa en torno a 28.000 e; en África subsahariana, en 32.000 e; y en Europa occidental, en 80.000 e.
SI SOBREPASAMOS ESAS CANTIDADES, LA ACUMULACIÓN DE
CAPITAL SE VUELVE EN NUESTRA CONTRA. Y, lejos de disfrutar, sufrimos. Incluso perdemos calidad de vida. “El dinero es solo parte de lo que nos hace felices, pero tiene sus límites”, explica Andrew T. Jebb, coautor del estudio que publicaba Nature Human
Behaviour. “A partir de cierto nivel económico, nos vemos inmersos en comparaciones sociales y deseos de riqueza que provocan un importante malestar”, advierte el investigador.
Los codiciosos quizá lo serían menos si supieran que la ciencia ha demostrado que, además de romper el saco, la avaricia nos vuelve deshonestos. Aunque los estereotipos asocian el perfil de ladrón, embustero y tramposo a personas de escasos recursos, la realidad es radicalmente distinta. Cuanto más tienes, más engañas. Con los bolsillos llenos, tenemos manga ancha ante nuestros propios comportamientos inmorales. La riqueza y la falta de ética van de la mano.
De probarlo se encargaron Paul Piff y sus colegas de la Universidad de California en Berkeley (EE. UU.). En uno de sus experimentos más curiosos convinieron en que, al volante, los sujetos con alto estatus socioeconómico son cuatro veces más propensos a saltarse los pasos de peatones aunque haya personas esperando. “Es más fácil que nos ceda el paso un Honda a que lo haga un caro Mercedes”, concluía Piff en la revista PNAS.
La cosa no quedó ahí. Sus investigaciones también revelaron que quienes amasan grandes fortunas mienten más en las entrevistas de trabajo, tienden a hacer trampas en los juegos para ganar y se apropian con menos reparo de lo que no les pertenece. ¿Por qué si teóricamente tienen de todo? Los investigadores lo achacan a que la riqueza lleva aparejada una percepción positiva de la codicia. Dicho de otro modo, los pudientes consideran la avaricia un valor y no un defecto.
Para colmo de males, los acaudalados sufren más problemas de abuso de sustancias. Un 27 % más, para ser exactos. Y lo más preocupante es que la pasta puede convertirse en una droga en sí misma para la cabeza. De hecho, si se compara con un escáner el encéfalo de un adicto a la cocaína y el de una persona jugando con dinero, resultan casi indistinguibles. Porque la droga y la guita activan con idéntica intensidad el núcleo accumbens, sede de la recompensa. Y nos enganchan.
Otro punto en común con las drogas son sus efectos analgésicos. En un sonado ensayo, científicos de la Universidad de Minnesota (EE. UU.) probaron a ver qué sucede si, diez minutos después de contar un fajo de billetes, nos piden que introduzcamos la mano en agua caliente. Para su sorpresa, sentimos mucho menos dolor que antes de manejar el dinero.
“¿QUIERES SER RICO? Pues no te afanes en aumentar tus bienes, sino en disminuir tu codicia”, proponía Epicuro. No iba desencaminado el filósofo griego con su receta. Eso sí, a su fórmula le faltó un ingrediente: disminuye tu codicia y, además, valora tu tiempo. Ya que priorizar el tiempo por encima del dinero nos hace más felices, tal y como sacaba a la luz una investigación de la Universidad de Columbia Británica (Canadá). Ser usureros con nuestras horas puede beneficiarnos.
Donde las dan las toman. Sobre todo cuando hablamos de avaricia. Científicos de Harvard (EE. UU.) demostraron hace poco que la codicia crea una reacción en cadena negativa, debido a que las víctimas de la codicia ajena tienden a vengarse y a pagar con la misma moneda. Con la generosidad, sin embargo, no suele pasar lo mismo. “Fantaseamos con una utopía en la que actuar con buena voluntad cree una cadena de favores, y todos ayuden a todos —explica Kurt Gray—. Desgraciadamente —lamenta—, ahora hemos comprobado que la avaricia y el egoísmo son mucho más poderosos que la generosidad”.