Adiós y mil millones de gracias
El fallecimiento el pasado 14 de marzo de Stephen Hawking ha privado al mundo de unos de los grandes científicos y uno de los más brillantes embajadores de la ciencia que ha pasado por este planeta. Su inteligencia, su carisma, su valentía, su afinado sentido del humor y su discapacidad, que no le impidió viajar por los cinco continentes con su silla de ruedas y sintetizador de voz para hablar de ciencia y de sus valores e incluso participar en un vuelo de gravedad cero, convirtieron al físico teórico en un icono de la ciencia que caló en el imaginario colectivo global mucho más allá de los frikis de la astrofísica o la cosmología. En mi modesta opinión, la mayor contribución de Hawking a la ciencia fue su popularización: popularizó a través de sus libros, artículos y conferencias complejos conceptos cosmológicos y, sin duda alguna, despertó en muchos la vocación por la ciencia y la divulgación. Como científico fue un destacado investigador, pero, según algunos de sus colegas, no se le puede incluir en la esfera de los genios, pues su contribución a la cosmología fue, dicen, sobreamplificada por su esclerosis lateral amiotrófica y su lucha para no dejarse vencer por ella. Uno de los asuntos que le preocupó y ocupó fue el origen del universo, del que llegó a decir que bien podría haber surgido de la nada.