DIÉSEL, PALABRA MALDITA
VIVIMOS TIEMPOS DE VERDADES TAN ABSOLUTAS QUE CUESTA CREERLAS.
El populismo hace flaco favor a una realidad medioambiental dañada que ha aprendido a malvivir bajo la lluvia de castigos que, aunque aparentemente se superan, dejan una resaca que nos reprocharán las próximas generaciones. Dicho esto, y sin pertenecer al partido de los que piensan que todo vale, me gustaría que repasásemos el diésel y su realidad.
Hoy, las opciones de combustión y de movilidad son diversas. Cada vez se adaptan más al usuario, y a mí no me cabe duda de que este es el futuro. En la pluralidad, los fabricantes se han ido posicionando a veces en opciones únicas, como los híbridos, y a veces en otras que, aunque imposibles de llevar a la práctica por las infraestructuras que necesitan, les valen para enseñar el cuaderno de intenciones mientras las tecnologías más antiguas pervivan.
Aquí llegamos al eslabón maldito, el diésel. No hace falta ser especialista en motor para observar que todos los coches han reducido de forma considerable el consumo y las emisiones en la última década. Las grandes berlinas gastan como un utilitario, y hasta los superdeportivos se han puesto al día. Y en el diésel pasa lo mismo, aunque nos quieran hacer creer otra cosa. Los fabricantes se han adaptado a las exigencias del mercado, y el europeo es el más duro. Los motores diésel que se fabrican hoy contaminan igual o menos que los de gasolina. Otra cosa son los de hace una década, que hoy pasarían pocos controles o ninguno, pero tampoco los superarían los de gasolina. Marcas como Mercedes no creen que el diésel esté muerto. No vale hacer ver a los ciudadanos que el coche eléctrico es la mejor elección si no lo acompañas de las infraestructuras correctas y accesibles. Como usuario de uno de estos, cada día estoy más convencido y encantado. Pero en este momento, y aún por muchos años, solo es y será una opción, nada más.