Días contados
EL 30 DE OCTUBRE DE 1928, EL BACTERIÓLOGO ESCOCÉS ALEXANDER FLEMING ANOTÓ EN SU DIARIO EL HALLAZGO DEL PENICILLIUM, UN HONGO CAPAZ DE COMBATIR NUMEROSAS INFECCIONES.
Desde comienzos de 1928, el profesor de Bacteriología Alexander Fleming (1881-1955) investigaba la posible relación entre la virulencia de distintas cepas de estafilococos –unas bacterias presentes en la mucosa y piel de los mamíferos y aves que causan diversas enfermedades– y el color de las colonias que esos microbios formaban en placas de agar. Llevaba a cabo el estudio en su laboratorio del St. Mary's Hospital de Londres, dentro de un proyecto sobre inmunización. Con fecha 30 de octubre de 1928, dejó anotado en su diario de trabajo un descubrimiento hecho el mes anterior, a la vuelta de las vacaciones de verano en Escocia, que le llevó a identificar una sustancia capaz de impedir el crecimiento de bacterias sin dañar las células animales. En ese momento feliz pudo ver en una de las placas sembradas con bacterias que un hongo la había contaminado y que a su alrededor habían desaparecido por completo los estafilococos. Según testimonio de un alumno que estaba entonces de ayudante, Fleming exclamó: “Tiene gracia”. Más tarde, mostró la placa a varios colegas, que no se interesaron en absoluto sobre el tema.
Durante varias semanas, el científico y sus ayudantes cultivaron y verificaron la identidad del moho, que bautizaron como Penicillium rubrum, y pudieron comprobar que era realmente el causante de la destrucción de los Staphylococcus aureus, aunque eso no sucedía con otros tipos de bacterias. Luego iniciaron en el laboratorio la producción del zumo de moho, que Fleming más tarde llamó penicilina. También midió su poder antibacteriano y ensayó su toxicidad en animales, lo que le permitió comprobar
con satisfacción que esta era muy inferior a la de todos los antisépticos usados hasta entonces. De hecho, un ayudante llegó a probar el moho, y constató que sabía a queso Stilton y que resultaba inocuo. En mayo del siguiente año, Fleming publicó un informe sobre sus descubrimientos en el British Journal of Experimental Pathology. En él concluía que la penicilina no era una enzima ni una proteína, y llegó a sugerir su aplicación como antiséptico de uso tópico, pero sin imaginar el enorme potencial que tendría el hallazgo.
La penicilina era inestable y su descubridor nunca llegó a purificarla, con lo que terminó por olvidarse del tema. Pero en 1938 el farmacólogo Howard Florey formó en la Universidad de Oxford un equipo de investigación que se interesó por el trabajo de Fleming. Junto con los bioquímicos Ernst Chain y Norman Heatley, Florey consiguió aislar el principio activo y lo utilizó para ensayarlo en ocho ratones que habían sido infectados con estafilococos. Los cuatro a los que inyectaron la penicilina sobrevivieron varios días o semanas, mientras que los otros cuatro murieron en menos de dieciséis horas.
EL PASO SIGUIENTE FUE LA APLICACIÓN DEL ANTIBIÓTICO A SERES HUMANOS,
donde fueron necesarias cantidades mucho mayores del principio activo. La primera persona en recibir el tratamiento fue un policía de Oxford que presentaba una infección generalizada. Aunque empezó a recuperarse tras la primera inyección, falleció cuando se agotó el antibiótico.
Entonces se planteó el reto de la producción en masa del nuevo medicamento, que primero se llevó a cabo mediante cultivo de distintas especies o cepas de Penicillium. Después se lograron obtener penicilinas por síntesis. Hoy se conocen miles de antibióticos, que han hecho desaparecer algunas enfermedades infecciosas antes temibles. Con razón se ha dicho que si el éxito de un medicamento se mide por la cantidad de vidas que ha salvado, seguramente la penicilina ocuparía el primer lugar en el siglo XX. En 1945, Fleming, Florey y Chain recibieron el Nobel de Medicina. Heatley sería compensado en 1990 con el doctorado honoris causa por la Universidad de Oxford, el primero otorgado en los ocho siglos de existencia de esa universidad.