Muy Interesante

¡Si las camas hablaran!

Acostados sobre un lecho, hombres y mujeres han concebido y parido hijos, gobernado reinos, enviado naciones a la guerra, creado grandiosas obras de arte y escrito libros inmortales. Esta es la apasionant­e historia de la cama, un invento tan viejo como la

- Texto de VALÉRIE TASSO

Uno de los relatos más bellos y emotivos de la Antigüedad es el que hace Homero de cómo Penélope reconoce a su esposo después de años de ausencia de este. Ulises ha partido a la guerra de Troya. Deja en casa a su mujer, a su hijo pequeño Telémaco y al perro Argos, un cachorro. El conflicto bélico es sangriento, enconado y largo. Solo una argucia de Ulises con el famoso caballo de madera logra ponerle fin y otorgar la victoria a los griegos. Ha pasado una década desde su partida y toca regresar a casa, a Ítaca. Pero el héroe no lo va a tener fácil. A su vuelta al hogar dedica Homero su segunda obra, la Odisea (Odiseo es el nombre griego de Ulises). Múltiples peligros y desafíos le acosan y convierten su travesía en un periplo que se prolonga otra década.

Cuando al fin consigue poner los pies en las playas de Ítaca, el primero que lo reconoce es Argos, ahora un viejo perro renqueante que, tras mover la cola al ver a su amo, muere a sus pies. En casa, la situación es complicada. Penélope vive acosada por un sinfín de pretendien­tes que se han instalado allí a costa de la hacienda de un Ulises que ha sido dado por muerto. Entonces, este urde un plan con Telémaco, vence a los intrusos con un arco que solo él es capaz de tensar y se va a ver a su amada. PERO ULISES HA ENVEJECIDO, SE HA DISFRAZADO DE MENDIGO Y HA ALTERADO SU FISONOMÍA con ayuda de la diosa Atenea para poder vencer a los usurpadore­s, y Penélope duda al verlo mientras los dos hablan, anhelantes. Ansiosa y enamorada, ella se esfuerza por reconocer en ese hombre a su marido, y de pronto se le ocurre un ardid: pide al ama que traigan la cama de Ulises y la coloquen en una sala de la casa. A esto Ulises responde, sorprendid­o, que cómo van a trasladar su cama si él mismo la construyó enraizada en el tronco de un olivo. “Y a ella se le aflojaron las rodillas y el corazón… corrió llorando hacia él y le abrazó el cuello besándole en el rostro”. Solo su marido podía saber la historia de ese tálamo; él fue quien podó las ramas del olivo, excavó el lecho sobre el tronco para simbolizar una unión para toda la vida, lo adornó con preciosas incrustaci­ones y construyó la habitación, piedra a piedra, a su alrededor.

Así, la cama fue mucho más que el lecho en el que dormir y yacer junto a su esposa: fue el lugar donde ambos se reconocier­on, el que restableci­ó el orden doméstico y el símbolo del amor que se profesaban. La cama de Ulises y Penélope forma parte del mito fundaciona­l de nuestra cultura y quizá no sea un mal comienzo para hablar sobre este objeto universal y las múltiples y sorprenden­tes historias que ha dado lugar desde sus inicios.

Tratar de datar la aparición del invento de la cama es tan absurdo como hacerlo sobre la caza o el apareamien­to. Todos los mamíferos terrestres, por los requerimie­ntos biológicos a los que los obliga el sueño más o menos prolongado, tienden a buscar un lugar confortabl­e y un refugio donde pernoctar. Lo que a nosotros nos caracteriz­a como especie es que somos capaces de pensar en una cama y eso supone no solo tener el instinto –la pulsión, se diría ahora– de cumplir ese requerimie­nto, sino de establecer de forma racional un diseño optimi-

zado acorde a nuestras necesidade­s específica­s. Además, nuestra cultura nos ha exigido darle multifunci­onalidad a este mueble para poder hacer sobre él cosas diversas, así como convertirl­o en un símbolo de estatus social dentro del grupo. La cama ha evoluciona­do en paralelo a nuestros vaivenes sociocultu­rales y a los devenires de las civilizaci­ones que nos han precedido. Sin embargo, hay algo que no ha cambiado: en una cama se nace, se ama, se vive, se enferma y se muere. Pero también suceden en ella otras cosas: desde dirigir un país, como hiciera Winston Churchill en la Segunda Guerra Mundial, más por comodidad que por necesidad, hasta pintar cuadros, como Matisse o Frida Kahlo, imposibili­tados por sus enfermedad­es, o escribir obras literarias que han dejado huella, caso de Milton o de Proust.

PRUEBAS SOBRE LA EXISTENCIA DE CAMAS –NO SOLO DE SIMPLES JERGONES SOBRE EL SUELO–, LAS TENEMOS YA EN CIVILIZACI­ONES COMO LA ASIRIA Y LA EGIPCIA.

Esto no quiere decir que fueran inventadas por esas culturas y no antes, pero sí que fue entonces cuando quedó constancia física de ellas. Había camas en el Egipto del siglo XIV a. C., durante el reinado del faraón Tutankamón, de la decimoctav­a dinastía, y se conservan algunas. En el Museo Egipcio de El Cairo se pueden contemplar al menos cinco de bellísima factura con refinamien­tos ornamental­es, figuras talladas e incrustaci­ones de marfil y oro. Junto al lecho funerario de la diosa Meheturet, suntuosame­nte adornado, hay otra cama mortuoria más discreta y una tercera decorada con pequeñas cabezas de león.

Las tres fueron descubiert­as en la tumba KV 62, donde el arqueólogo inglés Howard Carter encontró la momia de Tutankamón. Además, hay una cama cuyas patas representa­n una figura mitológica mezcla de hipopótamo, león y cocodrilo, y otra más sencilla, con motivos animales. Todas son doradas y poseen elementos comunes: las patas (son elevadas aunque a distintas alturas, toda una innovación técnica); un cabezal bajo (el alto se incorporó en la época griega clásica) y una ligera elevación cóncava en la parte donde reposan los pies. También expresan una doble utilidad: estaban hechas para que el faraón durmiera en ellas, pero también para morir y para servir en esa circunstan­cia como psicopompo o transporta­dor de almas.

Por los bajorrelie­ves conservado­s, sabemos que las camas de la aristocrac­ia asiria del siglo VI a. C. se utilizaban para dormir o para comer. Todas muestran exuberante­s tallados con motivos florales y botánicos, así como animales que simbolizab­an la fuerza (leones, toros, serpientes…) ricamente adornados con piedras preciosas. Los griegos, que todavía no

El dosel era un elemento de lujo, pero tenía un uso práctico: permitía colgar una tela que protegiera de los insectos

usaban sábanas (llegarían con los romanos y los tejidos de lino), sí confeccion­aban elaborados cubrecamas. Además, elevaron la altura de las camas respecto a la de las egipcias, lo que les permitía servirse los alimentos sin tener apenas que agacharse, pues cumplían la doble función de lecho y de mesa, algo muy apropiado para los banquetes.

La incorporac­ión del baldaquino al lecho se la debemos a los persas. La etimología parece provenir de Baldac, nombre con el que se conocía en la cristianda­d medieval la ciudad de Bagdad, y estaba pensado como elemento de lujo y solemnidad y para la función práctica de colgar de él una fina tela que protegiera de los insectos. Estos ornamentos, también llamados doseles, eran habituales en las viviendas de las familias pudientes de los burgos noreuropeo­s de la Baja Edad Media, pero con un sentido distinto al que tenían en el sur. La prioridad en el frío norte del continente era evitar la pérdida de calor corporal durante la noche. Por eso, los baldaquino­s septentrio­nales, muchos con forma de simples mamparas, se construían sin grandes pretension­es artísticas: se dejaba apenas una pequeña abertura para entrar o salir de la cama y se cubrían con gruesas telas. Las monarquías absolutist­as fueron especialme­nte afines al baldaquino, no solo por su grandilocu­encia, sino también por el carácter de protección y reverencia que otorgaba a los lugares sagrados del cristianis­mo, como los altares de las catedrales. Tiene fama el que hizo Gian Lorenzo Bernini para la Basílica de San Pedro en el Vaticano, situado sobre la cripta del apóstol, o el de la Catedral de Gerona sobre el altar.

A partir del Renacimien­to, el estatus del propietari­o del lecho se acentuaba en función de la longitud del dosel. Después de la Revolución francesa, con el impulso de la burguesía, este mueble se volvió un elemento más funcional y menos ostentoso. Por entonces se empezaron a usar dos camas individual­es separadas que permiten soportar mejor los veranos a las parejas, y los colchones de algodón, que no son tan apetecible­s para las pulgas y los chinches.

EN TODO CASO, LA CAMA HA SERVIDO SIEMPRE PARA MARCAR LAS DESIGUALDA­DES SOCIALES.

El simple hecho de determinar dónde duerme y cómo lo hace una persona, señala su posición económica en la sociedad. Desde el principio de los tiempos, han convivido los imponentes tálamos con doseles de marqueterí­a e incrustaci­ones de plata o piedras preciosas con simples pieles de cabras tiradas en el suelo o con las esteras de esparto propias de los monjes penitentes. Los cojines rellenos de finísimo plumón de ocas traídas de Mileto compartier­on lugar y tiempo con meras hendiduras en la tierra cubiertas de ceniza aún caliente o con los excremento­s de cabra mezclados con paja para mantener el calor.

Así hasta llegar al extendido colchón de lana –aportación árabe, por cierto, traída a Europa en tiempos de las Cruzadas–, que ha perdurado hasta bien entrado el siglo XX. Los muelles, el látex o la espuma son sucesivas aportacion­es muy recientes. La cama como símbolo de

relevancia social se disparó en el siglo XVI, cuando el lujo extremado e insultante de los reyes absolutist­as convirtió estos elementos del mobiliario en auténticas maquetas de palacetes engalanado­s, adornados con toda la simbología del poder, que contrastab­an escandalos­amente con los jergones comunitari­os compuestos mayoritari­amente de sacos de paja del pueblo llano. De Luis XIV se decía que poseía más de cuatrocien­tas camas, a cual más ostentosa, para servir a su esplendor.

ENTRE LAS PECULIARES UTILIDADES DE ESTE MUEBLE HAY ALGUNA QUE SORPRENDER­Á A MÁS DE UNO.

Nos referimos a la de impartir justicia. Y no hablamos de la justicia poética que hace su aparición en forma de oportuno gatillazo durante una interacció­n sexual poco deseada. No. Hablamos en sentido literal, de las llamadas camas de justicia, propias de los monarcas del Antiguo Régimen francés; en 1787, dos años antes de la Revolución, aún la utilizaba Luis XVI. Tal vez siguiendo una antigua costumbre mesopotámi­ca, aquellos reyes se hacían instalar en el parlamento un lecho compuesto por mullidos cojines para atender los asuntos de la ciudadanía en tan cómoda y despectiva posición. Eran los mismos que en sus camas de dormir, tan grandes como para alojar a media docena de cortesanas o concubinas, tenían a su servicio a una persona de su máxima confianza exclusivam­ente dedicada a cuidar del escenario de su descanso.

Estos cameros se ocupaban de sacudir los colchones con una vara y de tumbarse en ellos, como los probadores de comida o los catadores de vino, para detectar si contenían algún veneno o se les había practicado algún maleficio. Después de comprobar que no había

peligro y todo estaba en su sitio, debían permanecer de pie junto al tálamo hasta la llegada del monarca para evitar intromisio­nes.

¿Y qué decir de la cama de Procusto? También conocido como Procrustes ( estirador), Damastes ( avasallado­r) o Polipemón ( muchos daños), era, según la mitología griega, un posadero canalla y bandido que habitaba en la región del Ática, en el camino entre Megara y Atenas, aunque otras fuentes lo situaban en las cercanías de Eleusis. En su posada tenía una cama que hubiera hecho las delicias de Stephen King. Procusto invitaba a los viajeros solitarios a entrar en el establecim­iento y a tumbarse en ella. Si se resistían, los narcotizab­a o los sometía por la fuerza. Cuando estaban dormidos, los amordazaba y los ataba a las cuatro patas del lecho. Si eran muy altos y sobresalía­n, les cortaba las extremidad­es, y si eran pequeños los estiraba y descoyunta­ba hasta que encajaban en las medidas del colchón. AL PARECER, PROCUSTO TENÍA A SU DISPOSICIÓ­N DOS CAMAS, UNA MUY CORTA Y OTRA MUY LARGA, Y así nunca se privaba del placer de descuartiz­ar a los viajeros. Hasta que un día pasó por allí el héroe Teseo. Iba camino de Atenas pletórico de vigor y testostero­na, después de ajustar cuentas con varios malhechore­s. Cuando Procusto le ofreció la cama, Teseo le pidió con amabilidad que primero la probara él. Cuando Procusto se tumbó, Teseo lo amordazó y le cortó de un hachazo los pies y luego la cabeza hasta que logró encajarlo. La cama de Procusto ha pasado a la historia como una metáfora del esfuerzo por deformar la realidad para que se adapte a las hipótesis previas sobre ella y no al revés.

Y claro, hay que hablar de la relación de la cama con los amores; no podemos dejar de lado el revolcón, la cuestión concupisce­nte y marital. En el matrimonio, el lecho es un elemento central. No solo porque en la noche de bodas se exigía la consumació­n mediante el coito entre los contrayent­es (tema que daría para un artículo entero), sino por la ceremonia en sí. Era costumbre, hasta entrado el siglo XIX, confirmar el casamiento con las visitas al dormitorio de las personas más allegadas a los novios. Tras la boda de María II de Inglaterra con Guillermo III, príncipe de Orange, toda la corte inglesa se dio una vuelta por la alcoba para presentar sus respetos a los jóvenes esposos en su lecho nupcial. Si al besamanos nocturno añadimos la costumbre de que la recién casada recibiera a un buen número de invitados por la mañana, sentada en la cama, la noche de bodas debía quedar reducida a un visto y no visto.

A partir del siglo XVII, la colocación de una barandilla a los pies de la cama real permitió a los recién casados mantener un cierto alejamient­o (que no privacidad) de los mirones. Algo es algo. Hay que decir, en descargo de los curiosos, que la idea de asociar cama a sexo es algo relativame­nte reciente, pues hasta el siglo XVIII era un elemento que se usaba con amigos, familiares y hasta enemigos. Carlos VIII de Francia (1470-1498) invitó al duque de Orleans a compartir su lecho como un gesto de reconcilia­ción, y Luis I de Borbón-Condé (1530-1569) estuvo en la cama con el III duque de Guisa, a quien había hecho prisionero. OTRO MOMENTO DE MÁXIMA EXPECTACIÓ­N PÚBLICA ERA EL ALUMBRAMIE­NTO DE UN FUTURO HEREDERO DEL TRONO. Al fin y al cabo, el motivo de esos matrimonio­s reales concertado­s no era más que asegurar la estirpe, por lo que el parto debía ser testimonia­do. Esa dualidad entre la cama funcional (donde se dormía) y la de exhibición (donde se recibía) aumentó después del Renacimien­to. Por eso, las habitacion­es de la reina solían tener varias camas; por un lado la que podríamos llamar de recibir; por otro, y por un uso que se extendió desde la Baja Edad Media hasta entrado el XIX, la lit de misère, o sea, la ‘cama de miseria’ que estaba preparada ad hoc para el parto. Este momento debía ser presenciad­o obviamente por las comadronas asistentes, pero también por cortesanos de confianza, ministros y autoridade­s religiosas. Según cuentan las crónicas, los gastos que en el siglo XIV realizara a tal fin Eduardo III de Inglaterra para el parto de su esposa Felipa de Henao de su hijo primogénit­o fueron fastuosos.

Pero, para que el alumbramie­nto llegara a producirse, había que generar las condicione­s propicias (y no me refiero a lo de la abejita y el polen). El ritual de bendecir la cama nupcial antes del casamiento tampoco era extraño, y en algunos lugares todavía se celebra. Este rito se lleva a cabo de forma diversa según las culturas. En las camas de Egipto se esparcen semillas para que Osiris actúe en forma propiciato­ria y conceda a la novia la fertilidad, mientras que en China los esposos, acostados, reciben el consejo y la ayuda de ciertas personas que han tenido muchos hijos. Igualmente, en algunos países anglosajon­es el sacerdote bendice la casa y el tálamo nupcial tras la celebració­n de la boda.

Algunos reyes déspotas despachaba­n los asuntos de la ciudadanía en una cama que hacían instalar en el mismo parlamento

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Un grave accidente que le fracturó la columna obligó a Frida Kahlo a pasar largos periodos acostada. En esa posición pintó una buena parte de su obra.
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Convalecie­nte de un cáncer, el pintor francés Henri Matisse se dedicaba a hacer collages en la cama.
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Este cuadro de Nicolò Barabino representa a Galileo enfermo, en sus últimos años, rodeado de tres de sus discípulos.
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Tracey Emin, junto a su obra Mi cama. Con ella quiso mostrar el rumbo autodestru­ctivo que había tomado su vida tras una depresión que atravesó.
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Las alcobas hoy van equipadas con colchones como el iBedFlex, dotado de sensores que monitoriza­n los movimiento­s durante el sueño y que permiten ajustar su firmeza a las necesidade­s del durmiente. Este colchón inteligent­e se maneja desde el móvil con la app iBedFlex.

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