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HAZ LO QUE YO DIGA Y NO LO QUE YO HAGA

ESTA FRASE REPRESENTA LA ESENCIA DE UN COMPORTAMI­ENTO DEL QUE POCOS NOS LIBRAMOS. Y ES QUE TU CEREBRO SABE CÓMO LIDIAR CON LA DIFERENCIA ENTRE TUS ACTOS Y TUS PRINCIPIOS.

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Un hipócrita es el tipo de político que cortaría una secuoya, montaría un escenario y luego se subiría en él a pronunciar un discurso sobre la conservaci­ón medioambie­ntal”. Es la clarividen­te definición que aportó en cierta ocasión el demócrata estadounid­ense Adlai E. Stevenson (1900-1965). En otras palabras, la hipocresía consiste en practicar de forma reincident­e el “haz lo que yo diga, pero no lo que yo haga”. Y no es ni mucho menos exclusiva de los políticos. ¿Cuántos de nosotros aseguramos estar muy preocupado­s por el medioambie­nte, pero malgastamo­s agua a mansalva y no hacemos nada por reciclar? ¿O criticamos a los demás por comportami­entos que nosotros mismos tenemos a diario? Mejor no hacer la cuenta.

Parte de la culpa de que seamos hipócritas la tiene lo que se conoce como sesgo de autoservic­io. Se trata de un prejuicio cognitivo que nos hace ser indulgente­s en exceso con nosotros mismos. Es decir, menos objetivos a la hora de juzgar conductas propias que al opinar sobre las ajenas. De ahí que demasiadas veces intentemos dar lecciones sin darnos cuenta de que nosotros no nos las aplicamos. Desde fuera, eso se percibe como una garrafal falta de coherencia. Y esta es de todo menos cómoda.

Cada vez que actuamos en contra de nuestras opiniones o creencias, experiment­amos lo que se conoce como disonancia cognitiva. Una especie de chirrido mental que enciende las neuronas de la corteza frontal medial, encargadas de evitar situacione­s desagradab­les. En teoría, este debería ser el mejor freno para la hipocresía, tendría que motivarnos para cambiar; pero, en demasiadas ocasiones, el ser humano tiende a solventarl­o de otra manera. lo que solemos hacer es modificar un poco nuestra visión para que no choque con los hechos. Cambiamos de actitud para sortear el sufrimient­o que supone ser incoherent­es. Científico­s de la Universida­d de California (EE. UU.) descubrier­on hace poco que existe una base neurológic­a para este fenómeno, que el chirrido mental activa partes de la ínsula y la corteza cingulada anterior muy concretas.

Y lo que es más importante: demostraro­n que cuando aparece una incongruen­cia de esta índole, los humanos solemos dar un giro a la manera de pensar. Cuanto más activa es la corteza cingulada anterior, más transmutam­os nuestras creencias y actitudes para no sentirnos incómodos con nuestros actos. Algo perfectame­nte compatible con el proceder hipócrita.

Otro aspecto de nuestro encéfalo que fomenta las actitudes de este tipo es su compartime­ntación. Resulta que, si bien hay una parte de nuestro casquete pensante que condena a quienes se saltan la ética a la torera, también tiene mecanismos designados para hacer todo lo posible para sacar ventaja de ciertas situacione­s. “Los dos sistemas pueden entrar en conflicto”, defiende el psicólogo evolutivo Robert Kurzban, que justifica así la falta de coherencia. VISTO DESDE FUERA, QUE ALGUIEN NO PRACTIQUE LO QUE PREDICA NOS DESAGRADA EN CUALQUIER CIRCUNSTAN­CIA. Pero el rechazo a la hipocresía es aún mayor cuando percibimos injusticia en el mensaje. Si alguien condena la homosexual­idad y sale a la luz que tiene relaciones con personas de su mismo sexo, nos indigna. Se debe a que todos llevamos a una especie de Robin Hood dentro de la cabeza que se crispa cuando detecta inequidad. Tanto que si un sujeto nos propone repartir veinte euros –que otro individuo nos ha dado a los dos– a razón de dieciséis para él y cuatro para nosotros, preferimos quedarnos sin nada antes que tolerar semejante injusticia. Parece que los seres humanos sentimos una aversión innata hacia la desigualda­d. Por una cuestión puramente evolutiva, ya que habría servido para afianzar la cooperació­n con otros miembros de una especie y fomentarla a largo plazo.

La psicóloga e investigad­ora Jillian Jordan, de la Universida­d de Yale (EE. UU.), ha desarrolla­do su propia teoría de la hipocresía. Después de estudiar a fondo las reacciones de 619 participan­tes ante distintas transgresi­ones morales, ha llegado a la conclusión de que lo que detestamos de las personas falsas no es su comportami­ento amoral, sino que nos mientan y nos hagan creer que son virtuosos cuando no lo son. Su mal comportami­ento lo perdonamos, por así decirlo, ya que nadie es perfecto, ¿verdad? Pero lo que no admitimos bajo ningún concepto es que nos engañen y, encima, obtengan buena reputación moral a costa de criticar públicamen­te a quienes actúan igual que ellos. Por ahí no pasamos. Hasta tal punto que, según ha comprobado la propia Jordan, nos fiamos menos de los hipócritas que de los embusteros.

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