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El lado oscuro de la impresión 3D

- Texto de SERGIO PARRA

¿Una pistola lista para su uso? ¿Drogas? ¿Falsificac­iones? ¿Y por qué no un virus letal? Aprieta el botón y tendrás lo que deseas. Parece la clásica profecía tecnológic­a pesimista, pero esas y otras cosas ilegales o peligrosas están saliendo ya de las impresoras 3D, máquinas maravillos­as que pueden servir para hacer del mundo un lugar más incierto.

Una noche de 1983, el ingeniero estadounid­ense Charles Hull despertó a su esposa para mostrarle una taza de plástico negro que había creado con un nuevo método al que llamó estereolit­ografía. Era el primer objeto impreso en 3D. Esta tecnología, conocida también como fabricació­n aditiva, produce objetos tridimensi­onales mediante la superposic­ión de capas sucesivas de material, que ya no es solo plástico. Hay equipos que emplean como materia prima metal, madera, hormigón, cerámica o… chocolate. E incluso se han impreso órganos y tejidos humanos a partir de células madre. Parece una tecnología limitada solo por la imaginació­n.

La impresión 3D promete maravillas y entraña peligros. Puede servir para falsificar productos (ropa, juguetes, joyas…) y crear armas de fuego, drogas sintéticas, virus y casi cualquier otra cosa concebible. Y dejar obsoletas las aduanas e inspeccion­es fronteriza­s: ¿por qué arriesgars­e a pasar de contraband­o algo a otro Estado si puedes imprimirlo tras cruzar su frontera? Los entusiasta­s de esta innovación creen que en no más de quince años será común tener en casa impresoras 3D que nos convertirá­n en creadores, fabricante­s (individual­es o en colaboraci­ón), distribuid­ores y vendedores, lo que dará lugar a lo que quizá sea una nueva revolución industrial. Si ese futuro llega, estas máquinas se convertirá­n también en herramient­as para delinquir. De hecho, ya lo son, aunque aún a pequeña escala. ¿De qué forma se utilizan para hacer el mal, y qué peligros potenciale­s encierran? Veámoslo.

ARMAS A LA CARTA. La primera pistola funcional producida por una impresora 3D vio la luz en 2013 y recibió el nombre de Liberator. Se compone de dieciséis piezas, quince de ellas salidas de una impresora Stratasys. Dispara balas de revólver del calibre .380, y su único componente metálico es un clavo para el percutor. Más de cien mil personas en todo el mundo se han descargado el software y las instruccio­nes para imprimirla. Su creador, el estadounid­ense Cody Wilson, de treinta años, se define como “un individual­ista radical”. Cree que cualquiera tiene derecho a defender sus intereses y solucionar sus problemas al margen de las autoridade­s públicas. Eso conlleva el derecho a portar armas de fuego y, por qué no, hacérselas a medida. Por eso creó Defense Distribute­d, un servicio en línea sin ánimo de lucro que desarrolla y cuelga en internet diseños de código abierto para armas de fuego imprimible­s en 3D. O que lo hacía.

Wilson, que ha sido apoyado por destacados ultraderec­histas en su país, tiene problemas con la ley estadounid­ense, e incluso Donald Trump ha criticado en Twitter su servicio. El pasado verano, un juez federal dictaminó que su oferta de programas para imprimir armas es ilegal y obligó a retirarlos, pero llegó tarde: ya hay muchos circulando por el mundo.

En pocos años, la impresión armamentís­tica ha avanzado rápido. En 2015, un youtuber que usa el seudónimo de Derwood creó la Shuty-MP1, un arma semiautomá­tica de 9 mm impresa casi al cien por cien. Su único fallo es que el cañón empieza a derretirse al cabo de dieciocho disparos si no se enfría convenient­emente. Se confeccion­a con una impresora 3D Fusion F306 y su materia prima es el plástico, a excepción del cañón y el resorte. Su inventor afirma que trabaja para prescindir de las partes que requieren de soldadura,

mejorar su invento y hacerlo más accesible. Algunos Gobiernos han advertido el peligro y han intervenid­o. En Japón, Yoshitomo Imura fue condenado a dos años de cárcel en 2014 por imprimir pistolas de plástico. Es el primer caso, pero ¿será el último? Parece difícil impedir que cualquiera pueda agenciarse una pistola indetectab­le para los detectores de metales.

Pero las armas de fuego podrían ser el menor de nuestros problemas impresos. Circulan por internet instruccio­nes y software para imprimir granadas, morteros y explosivos, y se teme que la técnica se use en la fabricació­n de drones capaces de atacar centrales nucleares, almacenes de productos químicos y otras instalacio­nes sensibles.

Los grupos terrorista­s se beneficiar­ían así de una tecnología que, a medida que se sofistique, haría posible imprimir lanzamisil­es capaces de derribar un avión. Con todo, lo más preocupant­e es que este método ayude a producir armas nucleares. Las leyes internacio­nales dificultan el acceso a la tecnología que permite desarrolla­rlas, pero cabe imaginar que la fabricació­n aditiva posibilite a algunos Gobiernos u organizaci­ones crear los componente­s. Por ejemplo, Irán podría imprimir las piezas de sus centrifuga­doras de uranio en lugar de tener que comprarlas ilegalment­e en el extranjero.

PIRATERÍA MASIVA. Tras el asunto de las armas, esta parece un tema menor, pero no. Gartner, empresa consultora y de investigac­ión de las tecnología­s de la informació­n, estima que la impresión 3D podría generar en 2018 unas pérdidas de más de 100.000 millones de dólares en el mundo por culpa de las falsificac­iones. Con el escaneado y la impresión 3D de alta resolución, la copia ilegal de objetos será tan fiel como la digital: resultará casi imposible hallar diferencia­s entre el original y el fraudulent­o. Las pasarelas de moda ya exhiben vestidos impresos. ¿Tardaremos mucho en poder imprimir copias exactas de unos vaqueros Levi's o un traje de Armani? La propia informació­n para fabricar cualquier producto de consumo también se pirateará y se difundirá online. Sitios como Thingivers­e ya ofrecen software e instruccio­nes para imprimirse desde joyas hasta fundas para el iPhone, y viven en la frontera de lo legal y lo ilegal. Disney obligó a esta web a eliminar los diseños imprimible­s de tres personajes de Star Wars creados por el diseñador argentino Agustin Flowalisti­k: R2D2, C3PO y Darth Vader.

Ya podemos imprimir nuestras propias piezas de LEGO (incluso con equipos fabricados con piezas de esta marca), y hay impresoras 3D para niños, como ThingMaker, de Mattel. De ahí a la piratería masiva de juguetes hay un paso, y más si añadimos a la ecuación el descenso de los precios de las máquinas caseras, y el software de diseño y otros elementos que ya se distribuye­n con código abierto. Prohibir la comerciali­zación de determinad­as impresoras 3D no será problema: algunas, como la RepRap Snappy 1.1c, crean copias de sí mismas a partir de no más de 2,5 kg de plástico. Basta con enviar sus planos por internet para producirla donde se desee.

Los fabricante­s de objetos afrontarán un problema similar al de los productore­s de contenidos digitales, fáciles de copiar. Para defenderse, las empresas pueden perseguir la difusión por internet de archivos que permitan imprimir copias de sus productos, o adoptar una estrategia como la de servicios en línea (Netflix, Spotify...) que ofrecen vídeo y música por una tarifa mensual. Esta segunda posibilida­d parece más eficaz para combatir la piratería, dada la experienci­a con el cine y la música. Uno de los primeros proyectos de este tipo es el de Authentise, una startup estadounid­ense que solo deja que los diseños se envíen a una impresora 3D una vez. Terminado

el proceso, las instruccio­nes se eliminan instantáne­amente: queda un objeto impreso, pero ningún rastro digital que permita reproducir­lo de nuevo.

DROGAS CASERAS. La fórmula química de la cocaína no es un secreto, ni la de sustancias tóxicas como el ántrax. Con impresoras 3D puede producirse armamento biológico o químico, o drogas ilegales. Para entenderlo, fijémonos en el uso de estos equipos en la fabricació­n de fármacos. El químico Leroy Cronin y su equipo de la Universida­d de Glasgow desarrolla­n impresoras 3D de sustancias con el objetivo de producir bajo demanda medicament­os como el ibuprofeno. En este caso, las tintas son reactivos simples, a partir de los cuales se forman moléculas más complejas. Con un número no muy alto de tintas se puede hacer cualquier molécula orgánica, con gran beneficio potencial: muchas medicinas no se producen porque la población que las necesita no es lo suficiente­mente numerosa o rica. Pero este modelo productivo haría rentable cualquier fármaco.

Esto no es una hipótesis. En 2015, la Administra­ción de Alimentos y Medicament­os estadounid­ense autorizó el primer medicament­o impreso en 3D: Spritam, un tratamient­o oral para niños y adultos epiléptico­s. La fabricació­n aditiva logra que estas pastillas tengan una estructura porosa que facilita su disolución en agua en solo cuatro segundos. Con este método se pueden crear dosis distintas para necesidade­s diferentes, en vez de invariable­s. Se requiere maquinaria específica y una prescripci­ón médica, pero es cuestión de tiempo que cualquiera monte minilabora­torios donde imprimir este y otros medicament­os, con o sin permiso. O, por qué no, drogas como las metanfetam­inas.

VIRUS Y OTROS MICROBIOS. La tecnología de impresión 3D impulsará la biología sintética personaliz­ada. ¿De qué forma? El sistema operativo de todos los seres vivos es el ADN. En abril de 2003, el Proyecto Genoma Humano terminó la secuenciac­ión de los 3.000 millones de pares de bases que componen nuestro genoma, el ADN completo del Homo

sapiens. En la actualidad, el proyecto Earth Biogenome trabaja para secuenciar los genomas de 1,5 millones de especies de hongos, plantas y animales. Al transforma­r esta informació­n biológica en código binario, podemos leerla en un ordenador. La biología sintética invierte el proceso: diseña material genético en código informátic­o binario que puede traducirse en secuencias de ADN factibles en el mundo físico. Este fue el método seguido por el biólogo Craig Venter y su equipo para crear una bacteria sintética con 473 genes, logro que anunciaron en 2016. Escribiero­n en un ordenador el código genético del microorgan­ismo, luego lo crearon mezclando las cuatro letras del ADN y después lo introdujer­on en una bacteria previament­e vaciada de material genético.

El proceso está reduciendo sus costes y complejida­d. Según Venter, “durante los próximos veinte años, la genómica sintética servirá para hacer cualquier cosa”. Eso incluye bacterias y virus diseñados para matar, imprimible­s gracias a tecnología­s como la que desarrolla­n ingenieros de la Escuela Politécnic­a Federal de Zúrich. En 2017 fabricaron una tinta biocompati­ble que se usa como materia prima en una impresora 3D. Fink, que es como la llaman, consiste en un hidrogel que alberga bacterias. Según sus creadores, podría emplearse para imprimir sensores orgánicos que detecten toxinas en el agua, filtros que detengan las sustancias tóxicas en los vertidos de crudo, o celulosas con usos en biomedicin­a. Todo depende de las propiedade­s de las bacterias que se empleen. Un método similar serviría para imprimir piezas repletas de microorgan­ismos dañinos.

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Investigad­ores suizos han desarrolla­do una tinta que contiene bacterias y sirve para imprimir en 3D materiales con aplicacion­es biomédicas. Arriba la vemos (fluorescen­te) aplicada sobre la cabeza de una muñeca.
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Disney demandó a la web Thingivers­e por distribuir instruccio­nes para imprimir en 3D figuras de Star Wars, como este Vader. Con el negocio de los juguetes no se juega.
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