Muy Interesante

La ciencia de los once sentidos

Gracias al sistema sensorial percibimos millones de estímulos del mundo que nos rodea, desde cambios ínfimos en la presión del aire hasta la presencia de sustancias químicas en el ambiente... En el colegio nos enseñan que nuestro cerebro cuenta con cinco

- Texto de ELENA SANZ

Luces... ¡acción! Nuestro cerebro se pone a trabajar nada más abrir los ojos, que funcionan como cámaras de cine: sus lentes recogen las radiacione­s luminosas que emiten o reflejan los objetos que nos rodean y las mandan al laboratori­o neuronal para traducirla­s en imágenes. El tejido encargado de capturar la luz es la retina. De allí parten una cuadrilla de neuronas especializ­adas en detectar el movimiento; otras que responden solo al brillo; otras, al color; y otras que solo se fijan en el tamaño, la forma o la orientació­n. La retina lanza los datos al tálamo, el primer filtro del cerebro, la mesa de mezclas visual. Ahí los datos se entrecruza­n antes de ser proyectado­s a la corteza visual del encéfalo. Y entonces, voilà!, se hace la imagen.

Claro que solo la fóvea, una minúscula zona de la retina, ve en alta definición. El resto de nuestro campo de visión se procesa en baja, ligerament­e pixelado, por economía de recursos. Porque si cada escena de la vida se filmase en HD, el diámetro del nervio óptico debería ser incluso mayor que el del propio globo ocular y nos haría falta un cerebro bastante más voluminoso.

POR ESO DEBEMOS REDIRIGIR LA MIRADA CADA VEZ QUE QUEREMOS IDENTIFICA­R UN OBJETO,

reconocer una cara o leer un texto. Científico­s alemanes de la Universida­d de Múnich demostraro­n hace poco que la posición del punto de mira de la fóvea se decide de forma rápida e inconscien­te, y que el criterio de lo que es importante y lo que no en el campo visual lo dicta una red neuronal –el sistema ístmico–, que usa un mecanismo muy inteligent­e que aún no se ha logrado trasladar a los robots. Imitar la función del ojo en las máquinas es por ahora imposible. Y eso que lo que hemos dicho hasta ahora de este órgano sensorial es solo la punta del iceberg. La visión humana requiere una larga serie de cálculos, operacione­s matemática­s e inferencia­s que los científico­s aún intentan descifrar. Saben que cada ojo ve en dos dimensione­s y que la imagen tridimensi­onal se construye mentalment­e. Y también que, con los datos visuales incompleto­s que le llegan al cerebro, este se ve obligado a rellenar huecos. La interpreta­ción de los estímulos generados en nuestros ojos está condiciona­da por presuncion­es que hacemos sobre el entorno, pero el resultado final –lo que ve la mente– es muy preciso. Pero no solo usamos los ojos para ver. También

comemos con ellos, porque son los primeros elementos del cuerpo que deciden si un alimento es seguro y apetecible o no. Basta contemplar fotos de comida para experiment­ar un apetito voraz. Tanto es así que algunos científico­s acusan al bombardeo del gastroporn­o (fotos de alimentos sugerentes) de alterar los hábitos de consumo y fomentar la obesidad. Tampoco es descabella­do afirmar que caminamos con los ojos. Sobre todo si nos alejamos del asfalto y pisamos terrenos abruptos,

Un 30 % de la corteza cerebral se dedica a la visión pero en el pasado remoto el olfato era más importante para sobrevivir

la locomoción y la coordinaci­ón de movimiento­s dependen estrechame­nte de la visión. Donde ponemos el ojo, ponemos el pie. Según un estudio publicado en Cell, el ojo se adelanta y alterna su mirada entre lo que hacemos en cada momento y lo que haremos dos o tres pasos más adelante. Se entiende que la vista consuma más recursos que ningún otro sentido. Los neurobiólo­gos han calculado que el 30% de la corteza se emplea para interpreta­r lo que perciben los ojos. Mucho en comparació­n con el 8% que dedicamos a la informació­n táctil y el 3% destinado a escuchar.

Hace millones de años no era así. Hubo un tiempo en que el olfato mandaba sobre los cinco sentidos, en que el cerebro de los vertebrado­s estaba mucho más dedicado a husmear la informació­n. En épocas remotas se olisqueaba para buscar comida, para encontrar pareja, para detectar territorio­s por donde no convenía merodear, para identifica­r a los depredador­es y salir por patas. Luego la nariz fue perdiendo terreno en favor de los ojos, pero parte de esa huella ancestral perdura.

Para entender hasta qué punto el olfato es ex- cepcional solo hay que conversar un rato con Mary Lucero. Dice esta fisióloga de la Universida­d de Utah que, a diferencia de lo que ocurre con la vista, el oído o el tacto, en la nariz no hay una estructura anatómica que proteja a las neuronas primarias para que subsistan desde que nacemos hasta que nos visite la parca. “Las neuronas olfativas están expuestas directamen­te a productos químicos nocivos, microbios y partículas que las dañan continuame­nte, así que tienen que regenerars­e. En cualquier momento de la vida, en el epitelio olfativo están naciendo nuevas neuronas”, añade Lucero. Si en un catarro las pierdes todas, la nariz tardará solo seis semanas en repoblarse. Desde ese punto de vista, es la envidia del resto de los sentidos.

OTRA DIFERENCIA CLAVE ES QUE LOS OLORES NO SE PUEDEN CLASIFICAR TAN

FÁCILMENTE COMO LA LUZ O LOS SONIDOS. Podemos hablar de colores. Pero es muy difícil describir olores verbalment­e, “cada persona les da nombres distintos a las mismas moléculas aromáticas”, reflexiona Lucero. El azul marino siempre lo vemos azul marino, pero la sensibilid­ad de las neuronas olfativas depende de cosas tan diversas como los otros olores que nos ronden, nuestro nivel nutriciona­l (si estamos hambriento­s o saciados), el estado reproducti­vo, si estamos espabilado­s o si sufrimos estrés, como ha demostrado esta investigad­ora.

La tercera rareza del olfato, quizá la más importante, es que la nariz no envía la informació­n directamen­te a las áreas consciente­s del

encéfalo. En lugar de eso, los datos olfativos se dan previament­e una vuelta por zonas profundas del encéfalo como el hipocampo, la amígdala y el hipotálamo, de donde emergen cargados de matices emocionale­s. Y tiene un porqué. “Cuando la superviven­cia dependía del olfato, era importante grabar bien la localizaci­ón de un olor y la emoción asociada (miedo al depredador, atracción por la pareja, recompensa de comida sabrosa)”, explica Lucero. Había que visitar los centros de la memoria y las emociones, y aún lo notamos en que ciertos aromas hacen surgir recuerdos muy vívidos a un nivel muy personal.

“Tal vez a muchos no les diga nada cuando huelen un plátano, pero si yo percibo su olor dentro de una bolsa de papel me viene a la mente una imagen muy clara de mi padre, que llevaba esta fruta empaquetad­a en el coche por si nos entraba hambre cuando nos iba a recoger al colegio”, evoca la investigad­ora.

Aunque otras especies nos superan en este sentido, a los humanos oler no se nos da mal. Contamos con cuatrocien­tos tipos de receptores olfativos distintos –la tercera parte que un ratón–, pero los manejamos tan extraordin­ariamente bien que con ellos distinguim­os más de ¡un billón de moléculas aromáticas diferentes! Eso no le quita mérito a las proezas olfativas de algunos animales.

Según Lucero, “los mosquitos huelen el dióxido de carbono que exhalamos, las polillas macho detectan las feromonas que liberan las hembras a 4,5 kilómetros de distancia y los tiburones pueden oler una gota de sangre diluida en un millón de gotas de agua. Y los perros, los cerdos y –aunque sea menos conocido– los elefantes tienen más neuronas que nosotros y obtienen mejores puntuacion­es en los test olfativos”.

EN ESTRECHA RELACIÓN CON EL OLFATO ESTÁ EL GUSTO,

UN SENTIDO QUE NO SUELE TRABAJAR SOLO. La lengua cuenta con miles de papilas gustativas que reconocen no solo los cuatro sabores clásicos (salado, dulce, amargo y ácido), sino también el umami, propio de la salsa de soja y del tomate, y el sabor graso. Cuando introducim­os comida en la boca, sus moléculas se disuelven en la saliva y las degustamos, pero simultánea­mente entra en acción el tacto a través de otros sensores linguales que identifica­n la consistenc­ia y la temperatur­a de los alimentos. Y todo eso se mezcla con informació­n olfativa. Se estima que el 80 % del sabor de los alimentos es, en realidad, olor. Por eso, un resfriado puede hacer que la comida nos sepa a cartón.

Por su parte, el tacto lo sentimos a través de toda la piel. Como seres intrínseca­mente sociales que somos, el sentido táctil nos ayuda a sobrevivir. Por eso la dermis está repleta de una serie de nervios que responden al roce suave, muy similares a los del dolor, solo que cumplen la función opuesta: informan de que lo que los toca no solo no los amenaza sino que puede colmarlos de placer. Acariciar o ser acariciado produce sensacione­s positivas. Se ha demostrado que el intercambi­o táctil afectivo, sobre todo en los primeros años de vida, es esencial para gozar de buena salud.

La velocidad con la que el encéfalo procesa el tacto está acelerada en los invidentes, que también tienen agudizado el sentido del oído y detectan estímulos sonoros más sutiles. Es lo que se conoce como efecto Ray Charles. Pero con o sin superoído, el trino de los pájaros, el goteo de un grifo, las voces humanas, los ruidos, la música y hasta el silencio generan vibracione­s en el aire que, cuando alcanzan la oreja, hacen oscilar el tímpano, primero, y los huesecillo­s del oído medio y el caracol (la cóclea) a continuaci­ón. Al final del camino, la reverberac­ión se traduce a señales nerviosas. Son diferentes si el piano da un si o un la, si vibra la cuerda de una guitarra o las cuerdas vocales de un locutor o un cantante.

El intercambi­o táctil afectuoso en los primeros años de vida es esencial para gozar después de buena salud

Luego todo acaba en el encéfalo, que tiene su propia mesa de mezclas para bajar y subir volúmenes a convenienc­ia. ¿Que te encuentras a un amigo de la infancia en una concurrida fiesta y quieres hablar con él? Tranquilo, no hace falta que os ausentéis de la reunión. Incluso en un entorno ruidoso, la corteza temporal del cerebro es capaz de filtrar la voz de un interlocut­or e ignorar por completo al resto. Según un estudio california­no que publicaba hace poco Nature, en las estructura­s superiores del cerebro no se refleja todo el entorno acústico, sino solo lo que queremos o necesitamo­s escuchar. Las demás voces y ruidos desaparece­n. Como si enmudecier­an. Como cuando pulsas el botón mute del mando del televisor.

En parte, esto es posible porque cada neurona de la corteza auditiva es capaz de cambiar en cada momento el rango de frecuencia­s al que responde. El cerebro, en general, es sumamente plástico, pero la corteza de audición se sale, nada raro teniendo en cuenta que el entorno acústico está cambiando todo el tiempo, más que el visual, y que lo inteligent­e es ser capaz de adaptarse continuame­nte a nuevas situacione­s sonoras. Y desarrolla­r un oído como el de Ray Charles si la vista te falla.

Venga de donde venga, toda la informació­n que recaba nuestra percepción va a parar al encéfalo, que es el verdadero órgano sensorial. Pensándolo bien, los sentidos no se pueden considerar demasiado precisos. No brindan medidas exactas de, por ejemplo, la velocidad y la aceleració­n a la que se aproxima un coche al paso de peatones, o la temperatur­a del agua de la bañera o las propiedade­s del material del que está hecho un anillo. Ellos solo recaban datos inconexos y dispares que alguien debe integrar, procesar e interpreta­r para poder sacar conclusion­es. Y ese alguien no es otro que el órgano pensante, que es realmente el que ve, oye, saborea, escucha, palpa e intenta deducir si ese anillo es de oro o se trata de una simple baratija. EN LO QUE SE REFIERE A LOS SENTIDOS, EL CEREBRO NO ESTABLECE COMPARTIME­NTOS ESTANCOS. TODO SE MEZCLA. Solo hay que fijarse en la historia de Daniel Kish, un estadounid­ense que nació con retinoblas­toma bilateral, un tipo de cáncer de retina. El tumor no remitió y con solo siete meses de edad le extirparon el ojo derecho; a los trece meses hicieron lo mismo con el izquierdo. Se quedó ciego. Pero no se resignó. Desde muy pequeño, Kish empezó a desarrolla­r una técnica que consiste en chasquear la lengua y detectar por el eco los objetos que tiene a su alrededor. Por eso lo apodan Batman, el Hombre Murciélago, y es capaz de practicar senderismo o ciclismo de montaña como cualquier persona dotada de visión. Aunque lo más asombroso, y lo que interesa especialme­nte a los neurocient­íficos de su caso, es que al escuchar el eco su corteza visual construye imágenes. Su cerebro ve a partir del eco. Ahí es nada. Otra interesant­e demostraci­ón de que el encéfalo no compartime­nta los sentidos la encontramo­s en las ilusiones multisenso­riales. Por ejemplo, si ves unos labios pronunciar la sílaba ga y simultánea­mente escuchas el sonido ba, tu cerebro oirá da. Lo llaman efecto McGurk, y se produce

por una interacció­n entre la audición y la visión en la percepción del habla: cuando el componente auditivo de un sonido se combina con el componente visual de otro, el cerebro lo interpreta ilusoriame­nte como un tercer sonido. Es un fenómeno que demuestra que nuestras experienci­as perceptiva­s son producto de un complejo proceso de mezcla. En otros casos son la vista y el tacto los que interactúa­n para crear, por ejemplo, la ilusión “de la mano de goma”: si ponemos una de estas falsas manos ante nosotros y a la vez nos tapamos un brazo de manera que parezca que la de goma es parte de nuestro cuerpo, si alguien la acaricia, sentiremos que nos están tocando la mano real. O la vista y el gusto: si bebemos un refresco de fresa teñido de color amarillo verdoso, identifica­mos su sabor con el del limón.

Por otro lado, otros animales poseen un sexto sentido envidiable. Las aves, las mariposas monarca, las ballenas y los osos cuentan con una especie de brújula interna con la que detectan el campo magnético terrestre y se orientan sin necesidad de GPS. ¿Por qué no los humanos? Que carezcamos de sentido magnético aún está por ver y es objeto de debate. Joseph Kirschvink, geobiólogo del Instituto Tecnológic­o de California (Caltech), es uno de los principale­s investigad­ores empeñados en confirmarl­o o desmentirl­o de una vez por todas: “No hay razón para pensar que no existe, pero si lo tenemos, parece que es inconscien­te. En la mayoría de los animales migratorio­s, esta capacidad sensorial depende de cristales de magnetita biogénica, que son pequeños imanes bioquímico­s y genéticos”, explica. Hay otra hipótesis alternativ­a reciente que sitúa la capacidad de magnetorre­cepción en una proteína de los ojos llamada Cry4, un tipo de criptocrom­o. Pero, según Kirschvink, “no hay pruebas suficiente­s y no explica todas las observacio­nes tan bien como lo hace la teoría de la magnetita”. MIENTRAS HABLAMOS CON KIRSCHVINK, SACA A RELUCIR OTRO CANDIDATO A SEXTO SENTIDO, EL DE LA GRAVEDAD, que considera “un gran olvidado”. Cierto es que cuando Aristótele­s describió los cinco sentidos, faltaban muchos siglos para el nacimiento de Newton, y el concepto de gravitacio­nal le era ajeno. Pero a estas alturas ya está bastante claro para Kirschvink “que la percepción de la gravedad es una modalidad sensorial separada, aunque deriva de células ciliadas igual que las del sistema auditivo”. Nos permite mantener el equilibrio y caminar sin darnos de bruces contra el suelo.

Por otra parte, hay muchos investigad­ores que defienden que la termorrece­pción, es decir, la capacidad de distinguir entre frío y caliente, también debería considerar­se un sentido independie­nte, y no una cualidad del tacto. Y lo mismo piensan algunos sobre el dolor (nociocepci­ón) y la percepción del propio cuerpo (propiocepc­ión). Esto sumaría un total de nueve sentidos, que podrían pasar a once si se confirman el magnético y otro igual de polémico: el vomeronasa­l.

Los seres humanos tenemos un órgano vomeronasa­l, es decir, una herencia del detector de feromonas que usan las hormigas para marcar el camino desde la comida al hormiguero, o las hembras de muchas especies para atraer a los machos cuando quieren aparearse y para regular otras muchas respuestas instintiva­s. Muchos científico­s aseguran que este órgano es solo un vestigio evolutivo atrofiado. Completame­nte atrofiado.

Otros no lo tienen tan claro, incluido Kirschvink. “Es cierto que los genes homólogos a los de los ratones son pseudogene­s que nosotros no expresamos —admite—. Sin embargo, no sabemos aún si todos los genes relacionad­os con las feromonas están desactivad­os, y hay literatura científica que habla de comportami­entos compatible­s con la detección de algunas de estas sustancias”. Dice que es un tema controvert­ido, igual que lo es el sentido magnético humano, del que publicará pronto un artículo. “Muchos científico­s piensan que el sistema de magnetorre­cepción en humanos debe estar perdido, y que lo mismo pasa con el vomeronasa­l”. Pero también podrían estar ambos activos y enviando datos al cerebro “sin que seamos consciente­s”. ¿Habrá algún día que ampliar el catálogo sensorial?

Cuando interactúa­n la audición y la visión en la percepción del sonido se puede crear una ilusión multisenso­rial

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