LA BÚSQUEDA DE UNA SEGUNDA TIERRA
En los próximos años, potentes observatorios espaciales y terrestres impulsarán la exploración espacial con un objetivo prioritario: cazar otros mundos fuera del Sistema Solar que tengan características similares a nuestro planeta y analizar sus atmósferas para averiguar si la vida no es una rareza en el universo. Tal vez estemos a las puertas del hallazgo que lo cambie todo.
La búsqueda del conocimiento es un viaje hacia la humildad. Hace quinientos años, Nicolás Copérnico desplazó el mismísimo centro del universo de la Tierra al Sol. A principios del siglo XX se descubrió que la estrella que nos alumbra es solo una más de entre los cientos de miles de millones de ellas que hay en la Vía Láctea. Además, nuestra galaxia resultó ser solo una entre cientos de miles de millones de otras aglomeraciones estelares. Y a mediados de los noventa, un par de hallazgos afortunados inauguraron la era en la que la astronomía es capaz de detectar exoplanetas, los mundos que giran en torno a las estrellas lejanas.
En los últimos diez años, el conocimiento ha dado, definitivamente, un nuevo paso hacia la humildad. Las observaciones de los telescopios terrestres y espaciales –en especial, las efectuadas por el Kepler, de la NASA– han permitido descubrir miles de otros mundos en la Vía Láctea. A día de hoy, se han hallado alrededor de 3.800 candidatos, y se espera que el número se duplique cada veintiocho meses a partir de ahora. Los astrónomos han averiguado que hay exoplanetas de todos los tamaños y composiciones y que casi todas las estrellas de la galaxia tienen por lo menos uno girando a su alrededor. Incluso ya se han encontrado sistemas de ocho planetas.
Pero quizá lo más emocionante es que ahora, por primera vez en toda la historia, el ser humano podría estar ante las puertas de un hallazgo que lo cambiaría todo. “En apenas dos o tres décadas descubriremos si la vida es común o excepcional en la Vía Láctea”, apuesta Eddie Schwieterman, astrobiólogo en la Universidad de California en Riverside (EE. UU.). Será por entonces cuan- do se lancen al espacio los telescopios capaces de buscar huellas de vida en las atmósferas de exoplanetas parecidos a la Tierra, en estrellas similares al Sol.
Las naves que lo harán todavía no han despegado del papel, pero ya están en marcha. Y todo ha sido posible en gran medida gracias al observatorio espacial Kepler, lanzado en 2009 por la NASA. Activo hasta el pasado 31 de octubre, su gran éxito estribó en demostrar que los mundos rocosos potencialmente habitables no son ninguna rareza. Pero ¿qué quiere decir esto? Sencillamente, que una buena proporción de esos candidatos están en la zona llamada Ricitos de Oro, o sea, ni muy cerca ni muy lejos de sus estrellas. Así, es posible que en la superficie haya agua líquida y que esta no se congele ni se evapore.
El sucesor natural de Kepler es la misión TESS (siglas de Transiting Exoplanet Survey Satellite), que en septiembre comenzó a dar sus primeros frutos. Su objetivo es encontrar objetos rocosos orbitando estrellas no tan lejanas como las de Kepler, así como ampliar el catálogo de planetas con atmósferas interesantes. Se calcula que monitorizará de 200.000 a 500.000 astros y que detectará del orden de 40.000 exomundos, sobre todo de años cortos —cercanos a su astro de referencia—.
“KEPLER HA CAMBIADO NUESTRA COMPRENSIÓN SOBRE LA VÍA LÁCTEA”,
explica William J. Borucki, investigador principal de la misión hasta 2015. Y aunque es verdad, esta nave de 4,7 metros de largo y 2,7 de diámetro no ha encontrado ningún gemelo de la Tierra, situado en una zona habitable y orbitando una estrella como el astro rey. En lugar de eso, ha cosechado una enorme cantidad de planetas girando en torno a estrellas pequeñas y frías: las enanas rojas. Son las más abundantes de la Vía Láctea, pero se caracterizan por su existencia violenta, que podría ser incompatible con la proliferación de seres vivos.
“Sabemos que esas estrellas son muy distintas al Sol”, explica Michaël Gillon, astrofísico de la Universidad de Lieja (Bélgica). Él y su equipo descubrieron en 2016 un sistema solar de siete planetas en la enana roja TRAPPIST-1, con tres o cuatro planetas en la zona Ricitos de Oro. “De todos modos, sabemos que reciben altas dosis de rayos X, radiación ultravioleta y vientos solares con partículas cargadas”. Por eso, añade, “no hay manera de saber si es posible que sus atmósferas sobrevivan y acojan la vida. Quizá sí, o quizá estén malditas”. En todo caso, estudiarlos es, según Gillon, “una especie de atajo” para analizar otras atmósferas, las pertenecientes a los gemelos terrestres.
¿Por qué es tan importante la envoltura gaseosa de los exomundos? Básicamente, porque encontrar uno de ellos en la zona Ricitos de Oro no garantiza que contenga agua líquida. Por ejemplo, Marte está en la franja de habitabilidad del Sol, pero sus gases son incompatibles con la presencia de H O en estado líquido. 2
EL PROBLEMA ES QUE ESTUDIAR LAS ATMÓSFERAS RESULTA MUY COMPLICADO.
Una de las técnicas más empleadas hasta ahora por telescopios espaciales, como el Hubble y el Spitzer, es analizar la luz estelar que atraviesa el gas de los exoplanetas: esto ocurre cada vez que un mundo se interpone entre los telescopios y las estrellas, fenómeno que recibe el nombre de tránsito. Las técnicas de espectroscopia permiten confeccionar a partir de dicho parpadeo una huella dactilar de cada mundo, con la composición molecular de sus atmósferas. En el caso de la Tierra, delataría la presencia de dióxido de carbono, agua y oxígeno.
Lamentablemente, esta tecnología es extremadamente compleja y tiene límites: por ejemplo, las estrellas brillantes, como el Sol, saturan los instrumentos. De momento, los telescopios solo pueden analizar las envolturas gaseosas de planetas en astros más apagados. Por suerte, en las próximas décadas estas tecnologías darán un salto increíble y podrán ampliar el rango de sus observaciones.
¿Y a dónde tendremos que mirar entonces? Una forma de averiguarlo es consultar el catálogo de exoplanetas habitables de la Universidad de Puerto Rico en Arecibo. Este organiza los hallazgos de mundos rocosos en la zona Ricitos de Oro y pone los datos a disposición de los científicos. Recoge un total de 55 lugares extrasolares potencialmente habitables: uno tendría una masa similar a la de Marte, veintidós se parecerían a la Tierra y 32 serían más pesados, lo que los sitúa en la categoría de las supertierras. Según Abel Méndez, responsable principal del catálogo, la lista se va a llenar en solo cinco o diez años: “Es posible que lleguemos a mil”, sostiene Méndez.
Pero esta lista no solo se limita a acumular una cantidad de nombres cada vez mayor. Un modelo matemático incorpora los datos que van llegando y asigna a cada mundo un índice de similitud con la Tierra: “Está basado en lo poco que sabemos: el tamaño y la cantidad de luz que recibe de su estrella”, explica Méndez. Los demás factores a tener en cuenta, como la composición de la atmósfera y el contenido de agua, no se conocen, y, por eso, el catálogo no distinguiría entre un Marte desierto y una Tierra llena de vida.
LA BASE DE DATOS DE ARECIBO DESTACA TRECE CANDIDATOS LOCALIZADOS, CON TODA SEGURIDAD, EN LA ZONA HABITABLE,
aunque casi ninguno podría ser un gemelo terrestre: todos, salvo uno, están en la órbita de enanas rojas, y el resto se encuentra demasiado lejos como para poder analizar su atmósfera. La lista está encabezada por Próxima Centauri b, hallado por el equipo del español Guillem Anglada Escudé, astrofísico de la Universidad Queen Mary de Londres, y situado a solo 4,22 años luz. Le sigue TRAPPIST 1-e, uno de los siete planetas del sistema detectado por Michaël Gillon y que se encuentra a 39 años luz.
El catálogo de exoplanetas habitables de la Universidad de Puerto Rico en Arecibo ya recoge un total de 55 candidatos
Una nueva generación de telescopios terrestres con espejos gigantes examinará la composición de sus atmósferas
“Entre todos ellos, creo que el objetivo prioritario es Próxima Centauri b, por su cercanía, lo que facilita el examen de sus atmósferas”, considera Méndez. De hecho, estima que las futuras misiones de exploración podrán tener éxito en enanas rojas a una distancia de, como mucho, cincuenta años luz. Anglada-Escudé adelanta que ya está buscando más exoplanetas rocosos en ese vecindario espacial: “Kepler hizo un sondeo a gran escala, pero sus estrellas no se pueden caracterizar, porque están a cientos de años luz, así que ahora buscamos las más cercanas”. Este científico explica que también están haciendo más medidas de Próxima Centauri, si bien reconoce que para analizar su potencial atmósfera y averiguar si puede albergar agua habrá que esperar a que se ponga en marcha la próxima generación de herramientas de observación.
ANGLADA-ESCUDÉ CONSIDERA QUE LA CLAVE RESIDIRÁ EN EL TRABAJO DEL TELESCOPIO ESPACIAL JAMES WEBB (JWST)
–que se lanzará previsiblemente en 2021– y la próxima generación de dispositivos terrestres. Ya en fase de construcción, estos últimos incorporarán espejos de treinta o cuarenta metros, que los dotarán de una sensibilidad y una resolución sin precedentes para escrutar atmósferas. Hablamos del Telescopio Extremadamente Grande (ELT, por sus siglas en inglés), el Telescopio de Treinta Metros (TMT) y el Telescopio Gigante de Magallanes (GMT). ¿Y qué encontrarán estos nuevos espías del firmamento? Según Schwieterman, “el JWST será capaz de detectar moléculas, como dióxido de carbono, metano y monóxido de carbono, pero no podrá observar oxígeno u ozono”.
De todos modos, para explorar regiones tan lejanas no solo habrá que esperar a la llegada de nuevas tecnologías: también es importante saber qué hay que buscar exactamente. Kevin Heng, astrofí-
sico de la Universidad de Berna (Suiza), responde a esta pregunta en su artículo titulado La imprecisa búsqueda de habitabilidad
extraterrestre: “Nos empeñamos en encontrar condiciones adecuadas para la vida, sin tener una definición clara de lo que es”. Heng señala que la franja Ricitos de Oro es específica para cada tipo de estrella: en las más frías está cerca de su órbita y, por tanto, sus planetas habitables presentan años más cortos. Además, subraya que la habitabilidad es específica para cada tipo de atmósfera.
En general, se tienen en cuenta dos factores indispensables: la presencia de agua y de dos gases de efecto invernadero, uno que no se condense y otro que lo haga en el rango de temperaturas que reinen en la atmósfera estudiada. Pero más allá de eso, la probabilidad de que haya vida es un concepto que está en pleno proceso de desarrollo.
“La gente aporta ideas y vamos buscando nuevas combinaciones de moléculas, por-
Lo ideal es sacar imágenes directas del exomundo, igual que vemos Marte o Venus en el cielo nocturno
que una sola no significa que haya vida —dice Anglada-Escudé—. Según a quién preguntes, te sugerirá una receta distinta”. En su opinión, será necesario analizar muchas estrellas para averiguar cómo es el zoo molecular, climático y atmosférico de los exoplanetas. Cree que la tarea llevará mucho tiempo; en gran parte, y como se ha apuntado, porque no se sabe qué se ha de buscar exactamente.
Schwieterman resalta la necesidad de tener en cuenta el contexto de cada mundo para evaluar las huellas biológicas en sus envolturas gaseosas. Él apuesta por ciertas composiciones de moléculas con potencial de
biofirmas, todas ellas caracterizadas por la presencia de sustancias que desaparecerían de la atmósfera con el tiempo si nos halláramos ante un ambiente inerte. “Nos encantaría encontrar oxígeno o una combinación de dióxido de carbono y metano en gran abundancia — concreta Schwieterman. Y añade—: Otro rastro clave es el del oxígeno y del metano: por separado, esos gases son de por sí interesantes, pero juntos, constituirían una señal casi definitiva de la presencia de vida”. Este astrobiólogo también propone estar alerta ante la existencia de vapor de agua, ozono y la huella de algún tipo de cobertura vegetal, que se podrían localizar por la forma cómo los exoplanetas reflejan la luz.
DE TODOS MODOS, MUCHOS INVESTIGADORES ADVIERTEN DE QUE AÚN FALTA TIEMPO PARA QUE PODAMOS ANALIZAR UNA ATMÓSFERA HABITABLE EN UN GEMELO DE LA TIERRA:
“El JWST hará un trabajo maravilloso, sobre todo, en planetas grandes y de periodos cortos situados en estrellas brillantes —explica Borucki—. Lo que no permitirá es dar el gran salto de estudiar la atmósfera de un mundo similar a la Tierra en una estrella de tipo solar”. Esto solo ocurrirá, tal como dice, cuando se logre obtener una imagen directa de uno de esos objetos espaciales.
Actualmente, los astrónomos usan hasta diez métodos distintos para cazarlos. El más importante es el que empleaba el observatorio Kepler, que analiza caídas periódicas en el brillo de las estrellas. Así captura los antes citados tránsitos, que ocurren cuando un exoplaneta se interpone entre los astros luminosos y la Tierra. Indican cuánto duran los años en cada mundo –si un planeta tarda veintisiete días en recorrer toda su órbita, generará un tránsito cada veintisiete jornadas– y permiten estimar su tamaño. En todo caso, cuando se detectan varios tránsitos, los astrónomos solo pueden proponer la existencia de un candidato a exoplaneta: este es el motivo por el que existen unos 3.800 aspirantes y solo 2.200 mundos extrasolares confirmados.
Para obtener un positivo pleno, hacen falta más señales y estadísticas y, sobre todo, aplicar otro método fundamental: el de la velocidad radial. Este se basa en la capacidad de los telescopios para medir el desplazamiento que produce el tirón gravitacional de los exoplanetas en sus estrellas. Su gran ventaja es que permite hacer estimaciones sobre la masa mínima de los objetos. Debido a todo esto, cuando se logra desenmascarar un exoplaneta con los tránsitos y la velocidad radial, los astrónomos pueden estimar a la vez el radio y la masa. Así averiguan cuál es su composición y densidad, factores importantes para estimar su grado de habitabilidad, pues permite suponer si el planeta es rocoso, muy rico en agua o directamente gaseoso.
Finalmente, la técnica de la imagen directa, que se considera como la vía para analizar la atmósfera de un gemelo de la Tierra en una estrella tipo Sol, consiste en observar el reflejo de los planetas. Es más o menos como hacemos nosotros por la noche cuando distinguimos Marte o Venus, pero a enormes distancias. Esta técnica, que ya se puede usar con cuerpos enormes y muy alejados de sus estrellas, permite analizar la composición de las atmósferas e incluso buscar la presencia de nubes.
LOS DATOS INDICAN QUE HACER ESTO CON UN GEMELO DE LA TIERRA NO VA A RESULTAR FÁCIL,
porque estos objetos tienen a su lado una fuente de luz extremadamente luminosa: su propia versión del Sol. Por ejemplo, la luminosidad que refleja nuestro planeta es 10.000 millones de veces más débil que la emitida directamente por el astro rey. Según escribió la astrofísica del MIT Sara Seager en su libro Is
there life out there? (¿Hay vida ahí fuera?), enfrentarse a esta tarea es como buscar la luz de una libélula situada junto a un potente reflector que se encuentra a 4.200 kilómetros de nosotros, un poco más de la distancia entre Madrid y Moscú.
“Necesitas un instrumento que bloquee la luz de la estrella y recoja la del planeta. Creo que para ello haría falta diseñar un telescopio espacial con un espejo de veinte o treinta metros”, dice Borucki. En la actualidad, el mayor observatorio espacial es el Hubble, con un espejo
de 2,4 metros de diámetro, y a partir de 2021 lo será el JWST, que llevará uno de 6,5 m.
Schwieterman explica que los expertos redactarán un informe para la NASA, a comienzos de la próxima década, donde se recomendará qué camino tomar para poder analizar la atmósfera de una Tierra... extraterrestre. De momento, los científicos trabajan en cuatro proyectos, entre los que destacan el Large UV Optical Infrared Surveyor (LUVOIR) y la Habitable Exoplanet Imaging Mis- sion (HabEx). Ambos se basan en usar coronógrafos, dispositivos que, como se pretende, bloquean la luz de las estrellas y permiten recoger la de los exoplanetas. También se baraja el uso de coronógrafos exteriores, llamados en inglés starshades: son impresionantes naves espaciales con forma de flor que se colocarían a decenas de miles de kilómetros de distancia de los telescopios para tapar el resplandor de los soles y sacar la foto a los mundos –quién sabe si habitados– que nos interesan.