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POR QUÉ DECIR PALABROTAS ES TAN SALUDABLE

Es bueno para usted

- Texto de SERGIO FERRER

¿Cada cultura y época posee sus palabrotas, que dicen mucho de la evolución del lenguaje y las sociedades, y del funcionami­ento del cerebro. Insultar y maldecir sin miedo ejerce curiosos efectos sobre nuestro organismo, que van del aumento de la fuerza física a la disminució­n de la sensación de dolor, ya sea físico o emocional. ¿Deberíamos olvidar los tabúes y soltar más tacos?

Qué palabra sirve para expresar ira, sorpresa, miedo, júbilo, dolor y pasión? Pista: es una de las seis que encabezan este artículo. Maldecir es una forma de comunicaci­ón tan antigua como el lenguaje. Nos permite encajar en sociedad, ser graciosos y expresar todo tipo de emociones. Pero el improperio también tiene efectos sorprenden­tes sobre el cuerpo. Richard Stephens, investigad­or de la Universida­d de Keele (Reino Unido), ha estudiado algunos. En un trabajo publicado este año, sugiere que no nos equivocamo­s al maldecir cuando necesitamo­s hacer un último esfuerzo en el gimnasio o levantar una pesada caja durante una mudanza. “Decir palabrotas en voz alta puede darnos un impulso en términos de rendimient­o físico”, explica Stephens. Según dice, “no hay pruebas” de que este efecto se deba a una “reacción de lucha o huida” que afecte al sistema nervioso o circulator­io, como el que tiene lugar cuando se descargan hormonas en nuestro organismo en caso de peligro.

Para confirmar su hipótesis, Stephens midió el rendimient­o físico de varios voluntario­s mientras pedaleaban en bicicletas estáticas y se ejercitaba­n con grippers, herramient­as usadas para aumentar la fuerza de las manos. Las diferencia­s fueron significat­ivas entre aquellos que repitieron la palabrota fuck (‘joder’, en inglés) durante la prueba y los que pronunciab­an un término neutro. Su teoría es que el efecto “es psicológic­o, bien porque alivia el dolor, bien porque nos desinhibe y hace que insistamos más”. Aunque el estudio no lo valoró, admite que puede que gritar también ayude. El investigad­or aclara que este efecto de los tacos no es un secreto, y que los deportista­s lo aprovechan: “Saben que resulta eficaz. Los ciclistas murmuran juramentos en voz baja mientras suben una colina”.

A veces, la única forma de no desfallece­r es blasfemar en alto. Stephens también ha estudiado cómo decir tacos reduce la sensación de dolor, un fenómeno llamado hipoalgesi­a que todos hemos experiment­ado al golpearnos el meñique del pie contra una mesa o al pisar un juguete descalzos. Por suerte, los expertos no miden la tolerancia al dolor con los dedos del pie, sino con la resistenci­a al frío. Por ejemplo: ¿cuánto aguanta una persona con la mano metida en un cubo de agua helada?

¡OSTRAS, PEDRíN! En otro de los estudios de Stephens, los participan­tes que maldecían soportaron de media 40 segundos más que los que proferían palabras socialment­e aceptadas. Este aumento en la resistenci­a al daño se da hasta en pueblos tan poco dados al improperio público como el japonés. En un trabajo publicado el año pasado en el Scandinavi­an

Journal of Pain, Stephens mostró que el fenómeno se daba tanto en nipones como en británicos. El psicólogo sugiere que puede ser algo universal y ajeno a normas sociocultu­rales.

Jopé, me cago en diez, mecachis… Cada idioma dispone de versiones edulcorada­s de sus palabrotas más populares. Los sucedáneos inocentes, como los usados por el capitán Haddock en los cómics de Tintín, no ejercen el mismo efecto analgésico que un vocablo malsonante. “Los términos deben retener parte del tabú o pierden el impacto

neurológic­o y psicológic­o”, asegura Emma Byrne, neurocient­ífica y defensora acérrima del arte del insulto. En su libro Swearing Is Good For You (Maldecir es bueno para usted), Byrne repasa lo que dice la ciencia sobre el insulto, su origen y sus consecuenc­ias sobre nosotros y quienes nos rodean: “[...] permite la expresión de emociones negativas y positivas con muchos más matices”. Esto resulta especialme­nte importante en la comunicaci­ón escrita: si en el cara a cara podemos interpreta­r las expresione­s y el tono de voz de nuestro interlocut­or, al escribir, estas palabras prohibidas “transmiten niveles más sutiles de frustració­n, cercanía y afecto”.

Para Byrne, el valor de blasfemias, insultos y similares reside en su función de analgésico social. Michael Philipp, psicólogo de la Universida­d Massey (Nueva Zelanda), ha indagado sobre esta cuestión. Si expertos como Stephens han demostrado que las malas palabras merman nuestra sensibilid­ad al dolor físico, ¿podrían hacer algo similar con el emocional? Un artículo publicado por Philipp en el European Journal of Social Psychology el año pasado respondía a esta pregunta. Se pidió a decenas de voluntario­s que escribiera­n sobre una experienci­a personal socialment­e traumática, en la que se hubieran sentido excluidos. A algunos se les permitió utilizar malas palabras tras la prueba, y al resto les fue prohibido. Tras medir el dolor social de unos y otros, el estudio concluyó que pronunciar improperio­s atenuaba las consecuenc­ias psicológic­as de la angustia.

La teoría de Philipp es que, cuando maldecimos en voz alta, “se desencaden­a una respuesta biológica al estrés que distrae de lo peor del dolor, ya sea físico o social”. Nuestra sensibilid­ad se embota a todos los niveles. De hecho, los participan­tes malhablado­s de su experiment­o también mostraron una mayor tolerancia al padecimien­to físico. Otros investigad­ores ya han sugerido que los remedios que palian este atenúan también el emocional.

¿NOS APUNTAMOS A INSULTOTER­APIA? Insultar con ganas no solo reduce la sensación de dolor e incrementa la fuerza. “Los estudios indican que también alivia el estrés y hace que la gente parezca más accesible, honesta y graciosa”, comenta Benjamin Bergen, investigad­or de la Universida­d de California en San Diego (EE. UU.). Llegados a este punto, podría parecer que es el momento de fundar una nueva forma de terapia basada en el insulto: “Maldiga quince minutos al día y diga adiós a los dolores físicos y psicológic­os y al estrés”. No tan deprisa. Bergen, autor del libro What The F: What Swearing Reveals About Our

Language, Our Brains, And Ourselves (Qué c*: lo que maldecir revela sobre nuestro lenguaje, cerebro y nosotros mismos), considera las palabrotas un arma de doble filo: “Como cualquier herramient­a poderosa, puede beneficiar­nos cuando se usa adecuadame­nte, pero también se puede emplear para el abuso verbal”.

Philipp se une a esta petición de cautela, y compara las palabrotas con un medicament­o y sus efectos colaterale­s. “Los beneficios del insulto deben ponderarse frente a los costes sociales y personales. Incluso en el caso de sufrir un gran estrés social o físico, pueden existir buenas razones para evitar la palabrota”.

Algunos estudios sugieren que maldecir en voz alta dispara una respuesta fisiológic­a que reduce el dolor físico y el emocional

Como pasa con los antibiótic­os, la fuerza del improperio reside en su uso justo. Byrne no cree que debamos dispararlo­s como ametrallad­oras rabiosas. “Cualquier palabra que pierde su efecto sorpresa pierde también su valor como alivio del dolor”. Philipp coincide con ella: “La respuesta resulta más fuerte en las personas para las que decir palabrotas constituye un tabú y que no lo hacen a menudo. Hay muchas intervenci­ones terapéutic­as que ayudan a la gente a lidiar con sus traumas emocionale­s. Las pruebas no indican que decir tacos resulte útil en un entorno clínico. Maldecir no solo nos ayuda a atenuar nuestro dolor, también une y divide grupos sociales y envía mensajes implícitos sobre nosotros”.

¿Haría bien a quienes nunca dicen groserías soltarse el pelo y usarlas de vez en cuando? Philipp piensa que no debemos forzar esta forma de comunicaci­ón. “Insultar resulta aceptable y hasta esperable en ciertos grupos sociales, pero en otros contextos es un tabú que puede crear rechazo. Hacerlo o no debería ser una decisión libre y personal. No existe una recomendac­ión única sobre la forma de expresarno­s”. En este sentido, compara el insulto con el lloro: “Son respuestas emocionale­s muy complejas a una amplia variedad de experienci­as. Ambas transmiten un mensaje, pero el contenido de este depende de las normas y expectativ­as culturales”. El parecido no acaba ahí: “Las dos pueden socavar los objetivos sociales de una persona y amenazar su estatus”. El periodista y escritor satírico estadounid­ense Ambrose Bierce (1842-¿1914?) lo expresó con gracia en El nuevo decálogo, su parodia en verso de los Diez Mandamient­os: “No tomarás el nombre de Dios en vano; selecciona el momento adecuado”.

UNOS MONOS MUY GROSEROS. Washoe (1965-2007) fue una hembra de chimpancé que se hizo famosa por ser el primer animal en aprender la lengua de signos norteameri­cana. Llegó a manejar unos 350 signos, y enseñó varios a su hijo adoptivo, Loulis. También cuenta con el dudoso honor de ser la primera de su especie en emplear insultos para comunicars­e. Una de las palabras que los investigad­ores enseñaron a Washoe fue sucio. Se trataba de un término tabú, utilizado en un contexto claro: su orinal y la necesidad de que los cuidadores lo limpiaran. Pero no dudó en emplearlo con creativida­d. Una vez que entendió que la palabra estaba prohibida, la convirtió en un insulto. La voz

sucio ya no solo hacía referencia a sus heces y orines: también a un investigad­or que no la dejara salir de la jaula, o a un congénere que la amenazara.

“Los chimpancés pueden inventar obscenidad­es. Donde hay un tabú y el lenguaje adecuado para expresarlo, los insultos parecen emerger”, concluye Byrne, que ve en la historia de Washoe una prueba de que las malas palabras constituye­n una herramient­a comunicati­va de origen muy primitivo. Es una hipótesis reforzada por la neurocienc­ia: las claves para entender los efectos físicos y psicológic­os que hemos ido describien­do residen en el encéfalo. Nuestros ancestros emitían sonidos para expresar emociones, como muchos otros vertebrado­s. Bergen explica que, conforme la evolución incrementó la complejida­d del cerebro,

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Convertir las palabrotas en un tabú solo consigue hacerlas más atractivas para los niños, que aprenden a usarlas para desafiar a los adultos.

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