POR QUÉ DECIR PALABROTAS ES TAN SALUDABLE
Es bueno para usted
¿Cada cultura y época posee sus palabrotas, que dicen mucho de la evolución del lenguaje y las sociedades, y del funcionamiento del cerebro. Insultar y maldecir sin miedo ejerce curiosos efectos sobre nuestro organismo, que van del aumento de la fuerza física a la disminución de la sensación de dolor, ya sea físico o emocional. ¿Deberíamos olvidar los tabúes y soltar más tacos?
Qué palabra sirve para expresar ira, sorpresa, miedo, júbilo, dolor y pasión? Pista: es una de las seis que encabezan este artículo. Maldecir es una forma de comunicación tan antigua como el lenguaje. Nos permite encajar en sociedad, ser graciosos y expresar todo tipo de emociones. Pero el improperio también tiene efectos sorprendentes sobre el cuerpo. Richard Stephens, investigador de la Universidad de Keele (Reino Unido), ha estudiado algunos. En un trabajo publicado este año, sugiere que no nos equivocamos al maldecir cuando necesitamos hacer un último esfuerzo en el gimnasio o levantar una pesada caja durante una mudanza. “Decir palabrotas en voz alta puede darnos un impulso en términos de rendimiento físico”, explica Stephens. Según dice, “no hay pruebas” de que este efecto se deba a una “reacción de lucha o huida” que afecte al sistema nervioso o circulatorio, como el que tiene lugar cuando se descargan hormonas en nuestro organismo en caso de peligro.
Para confirmar su hipótesis, Stephens midió el rendimiento físico de varios voluntarios mientras pedaleaban en bicicletas estáticas y se ejercitaban con grippers, herramientas usadas para aumentar la fuerza de las manos. Las diferencias fueron significativas entre aquellos que repitieron la palabrota fuck (‘joder’, en inglés) durante la prueba y los que pronunciaban un término neutro. Su teoría es que el efecto “es psicológico, bien porque alivia el dolor, bien porque nos desinhibe y hace que insistamos más”. Aunque el estudio no lo valoró, admite que puede que gritar también ayude. El investigador aclara que este efecto de los tacos no es un secreto, y que los deportistas lo aprovechan: “Saben que resulta eficaz. Los ciclistas murmuran juramentos en voz baja mientras suben una colina”.
A veces, la única forma de no desfallecer es blasfemar en alto. Stephens también ha estudiado cómo decir tacos reduce la sensación de dolor, un fenómeno llamado hipoalgesia que todos hemos experimentado al golpearnos el meñique del pie contra una mesa o al pisar un juguete descalzos. Por suerte, los expertos no miden la tolerancia al dolor con los dedos del pie, sino con la resistencia al frío. Por ejemplo: ¿cuánto aguanta una persona con la mano metida en un cubo de agua helada?
¡OSTRAS, PEDRíN! En otro de los estudios de Stephens, los participantes que maldecían soportaron de media 40 segundos más que los que proferían palabras socialmente aceptadas. Este aumento en la resistencia al daño se da hasta en pueblos tan poco dados al improperio público como el japonés. En un trabajo publicado el año pasado en el Scandinavian
Journal of Pain, Stephens mostró que el fenómeno se daba tanto en nipones como en británicos. El psicólogo sugiere que puede ser algo universal y ajeno a normas socioculturales.
Jopé, me cago en diez, mecachis… Cada idioma dispone de versiones edulcoradas de sus palabrotas más populares. Los sucedáneos inocentes, como los usados por el capitán Haddock en los cómics de Tintín, no ejercen el mismo efecto analgésico que un vocablo malsonante. “Los términos deben retener parte del tabú o pierden el impacto
neurológico y psicológico”, asegura Emma Byrne, neurocientífica y defensora acérrima del arte del insulto. En su libro Swearing Is Good For You (Maldecir es bueno para usted), Byrne repasa lo que dice la ciencia sobre el insulto, su origen y sus consecuencias sobre nosotros y quienes nos rodean: “[...] permite la expresión de emociones negativas y positivas con muchos más matices”. Esto resulta especialmente importante en la comunicación escrita: si en el cara a cara podemos interpretar las expresiones y el tono de voz de nuestro interlocutor, al escribir, estas palabras prohibidas “transmiten niveles más sutiles de frustración, cercanía y afecto”.
Para Byrne, el valor de blasfemias, insultos y similares reside en su función de analgésico social. Michael Philipp, psicólogo de la Universidad Massey (Nueva Zelanda), ha indagado sobre esta cuestión. Si expertos como Stephens han demostrado que las malas palabras merman nuestra sensibilidad al dolor físico, ¿podrían hacer algo similar con el emocional? Un artículo publicado por Philipp en el European Journal of Social Psychology el año pasado respondía a esta pregunta. Se pidió a decenas de voluntarios que escribieran sobre una experiencia personal socialmente traumática, en la que se hubieran sentido excluidos. A algunos se les permitió utilizar malas palabras tras la prueba, y al resto les fue prohibido. Tras medir el dolor social de unos y otros, el estudio concluyó que pronunciar improperios atenuaba las consecuencias psicológicas de la angustia.
La teoría de Philipp es que, cuando maldecimos en voz alta, “se desencadena una respuesta biológica al estrés que distrae de lo peor del dolor, ya sea físico o social”. Nuestra sensibilidad se embota a todos los niveles. De hecho, los participantes malhablados de su experimento también mostraron una mayor tolerancia al padecimiento físico. Otros investigadores ya han sugerido que los remedios que palian este atenúan también el emocional.
¿NOS APUNTAMOS A INSULTOTERAPIA? Insultar con ganas no solo reduce la sensación de dolor e incrementa la fuerza. “Los estudios indican que también alivia el estrés y hace que la gente parezca más accesible, honesta y graciosa”, comenta Benjamin Bergen, investigador de la Universidad de California en San Diego (EE. UU.). Llegados a este punto, podría parecer que es el momento de fundar una nueva forma de terapia basada en el insulto: “Maldiga quince minutos al día y diga adiós a los dolores físicos y psicológicos y al estrés”. No tan deprisa. Bergen, autor del libro What The F: What Swearing Reveals About Our
Language, Our Brains, And Ourselves (Qué c*: lo que maldecir revela sobre nuestro lenguaje, cerebro y nosotros mismos), considera las palabrotas un arma de doble filo: “Como cualquier herramienta poderosa, puede beneficiarnos cuando se usa adecuadamente, pero también se puede emplear para el abuso verbal”.
Philipp se une a esta petición de cautela, y compara las palabrotas con un medicamento y sus efectos colaterales. “Los beneficios del insulto deben ponderarse frente a los costes sociales y personales. Incluso en el caso de sufrir un gran estrés social o físico, pueden existir buenas razones para evitar la palabrota”.
Algunos estudios sugieren que maldecir en voz alta dispara una respuesta fisiológica que reduce el dolor físico y el emocional
Como pasa con los antibióticos, la fuerza del improperio reside en su uso justo. Byrne no cree que debamos dispararlos como ametralladoras rabiosas. “Cualquier palabra que pierde su efecto sorpresa pierde también su valor como alivio del dolor”. Philipp coincide con ella: “La respuesta resulta más fuerte en las personas para las que decir palabrotas constituye un tabú y que no lo hacen a menudo. Hay muchas intervenciones terapéuticas que ayudan a la gente a lidiar con sus traumas emocionales. Las pruebas no indican que decir tacos resulte útil en un entorno clínico. Maldecir no solo nos ayuda a atenuar nuestro dolor, también une y divide grupos sociales y envía mensajes implícitos sobre nosotros”.
¿Haría bien a quienes nunca dicen groserías soltarse el pelo y usarlas de vez en cuando? Philipp piensa que no debemos forzar esta forma de comunicación. “Insultar resulta aceptable y hasta esperable en ciertos grupos sociales, pero en otros contextos es un tabú que puede crear rechazo. Hacerlo o no debería ser una decisión libre y personal. No existe una recomendación única sobre la forma de expresarnos”. En este sentido, compara el insulto con el lloro: “Son respuestas emocionales muy complejas a una amplia variedad de experiencias. Ambas transmiten un mensaje, pero el contenido de este depende de las normas y expectativas culturales”. El parecido no acaba ahí: “Las dos pueden socavar los objetivos sociales de una persona y amenazar su estatus”. El periodista y escritor satírico estadounidense Ambrose Bierce (1842-¿1914?) lo expresó con gracia en El nuevo decálogo, su parodia en verso de los Diez Mandamientos: “No tomarás el nombre de Dios en vano; selecciona el momento adecuado”.
UNOS MONOS MUY GROSEROS. Washoe (1965-2007) fue una hembra de chimpancé que se hizo famosa por ser el primer animal en aprender la lengua de signos norteamericana. Llegó a manejar unos 350 signos, y enseñó varios a su hijo adoptivo, Loulis. También cuenta con el dudoso honor de ser la primera de su especie en emplear insultos para comunicarse. Una de las palabras que los investigadores enseñaron a Washoe fue sucio. Se trataba de un término tabú, utilizado en un contexto claro: su orinal y la necesidad de que los cuidadores lo limpiaran. Pero no dudó en emplearlo con creatividad. Una vez que entendió que la palabra estaba prohibida, la convirtió en un insulto. La voz
sucio ya no solo hacía referencia a sus heces y orines: también a un investigador que no la dejara salir de la jaula, o a un congénere que la amenazara.
“Los chimpancés pueden inventar obscenidades. Donde hay un tabú y el lenguaje adecuado para expresarlo, los insultos parecen emerger”, concluye Byrne, que ve en la historia de Washoe una prueba de que las malas palabras constituyen una herramienta comunicativa de origen muy primitivo. Es una hipótesis reforzada por la neurociencia: las claves para entender los efectos físicos y psicológicos que hemos ido describiendo residen en el encéfalo. Nuestros ancestros emitían sonidos para expresar emociones, como muchos otros vertebrados. Bergen explica que, conforme la evolución incrementó la complejidad del cerebro,