Los verdaderos X-Men
La ciencia ficción retrata a los mutantes como superhéroes capaces de lanzar rayos de energía por los ojos, comunicarse mediante telepatía o controlar el clima. Sus habilidades, fruto de alteraciones genéticas, son fenómenos extremadamente raros que solo
Cuando somos concebidos, adquirimos por término medio sesenta y cuatro nuevas mutaciones. Sin embargo, prácticamente ninguna tiene un efecto evidente en nosotros. Seguimos siendo normales, al menos en apariencia. La razón es bien sencilla: casi todas las mutaciones apenas provocan cambios en el funcionamiento de nuestro organismo. A muchas de ellas se las conoce como silenciosas, porque las alteraciones que producen en el ADN no llegan a modificar las proteínas resultantes. En otras ocasiones, sí afectan a la proteína cuya síntesis es coordinada por un determinado gen; no obstante, el cambio suele ser tan sutil que no tiene repercusión en el papel que juega la proteína alterada.
ENTONCES, ¿DE QUÉ FORMA UNA MUTACIÓN LOGRA TENER EFECTOS VISIBLES?
Es algo que depende principalmente de su naturaleza y de la región del ADN en la que se dé. Por ejemplo, en algunas de ellas el más mínimo cambio puede tener consecuencias fatales, hasta el punto de que este ni siquiera permita el desarrollo de la vida. Además, este tipo de fenómenos puede variar enormemente en cuanto al grado de modificación de nuestro ADN. Este está formado por unas unidades químicas menores que se identifican por las letras A, T, C y G –de adenina, timina, citosina y guanina–. Pues bien, la mayoría de las mutaciones suelen ocasionar cambios en una sola de esas letras, lo que, a menudo, no se traduce en variaciones apreciables.
Pero, a veces, afectan a regiones completas de alguno de nuestros 23 pares de cromosomas –unas estructuras presentes en el núcleo de las células que contienen la información genética– o incluso está alterado el número de estos. Cuando esto ocurre, los afectados pueden desarrollar muy distintas enfermedades –se conocen unos 17.000 trastornos genéticos–, algunas de ellas capaces de mermar sensiblemente su salud.
A pesar de todo, en circunstancias excepcionales, las mutaciones acaban propiciando en algunos individuos la aparición de ciertas habilidades o capacidades especiales. Podría decirse que ellos son los verdaderos X-Men. Su caso nos recuerda que nuestra especie no es inmutable, sino que sigue cambiando con el paso de los años; esto es, continuamos sujetos a los vaivenes de la evolución, como el resto de los animales.
A continuación, examinamos algunos casos en los que se han producido este tipo de alteraciones; seis ejemplos que, además, pueden arrojar algo de luz sobre el funcionamiento de nuestro organismo, los mecanismos por los que se producen muchos trastornos y las estrategias que podrían seguirse para combatirlos.
Entre el 2 % y el 9 % de la población posee una mutación que le permite distinguir cien millones de colores
RESISTENTES AL ARSÉNICO
El arsénico (As) ha sido una de las sustancias ponzoñosas más empleadas por los asesinos a lo largo de la historia de la humanidad; quizá por ello se le suele denominar el rey de los venenos. Basta una diminuta cantidad para provocar la muerte. Además, es razonablemente fácil de conseguir, no tiene un sabor característico y apenas emite un leve aroma, que recuerda al del ajo. Los síntomas iniciales que tienen lugar tras una intoxicación aguda por este compuesto pueden confundirse fácilmente con una gastroenteritis sin importancia que, eso sí, termina siendo fatal si no se trata. De ahí que resulte especialmente útil como arma, ya que, en un primer momento, su uso no suele levantar sospechas.
En dosis más bajas –pero capaces de ocasionar una intoxicación crónica–, suscita efectos menos evidentes y súbitos para la salud. Aun así, a la larga puede propiciar la aparición de cáncer, daños hepáticos, lesiones en el corazón y en la piel...
En general, nuestra tolerancia hacia este metaloide es bastante baja: los síntomas de una intoxicación aguda se manifiestan después de la ingesta de 100 mg a 300 mg (también por inhalación en polvo o absorción cutánea). Sin embargo, esto no es lo habitual en una localidad argentina de los Andes llamada San Antonio de Los Cobres. Allí, el 66% de sus cerca de 5.500 habitantes poseen una mutación específica en el gen AS3MT, implicado en la metabolización del As, que los hace resistentes a sus efectos. Estas personas tienen una capacidad natural para neutralizarlo y eliminarlo de manera rápida a través de la orina, lo que impide su acumulación en el organismo.
¿A qué se debe esta peculiaridad? Según parece, esta comunidad consume desde hace cientos de años el agua procedente de manantiales subterráneos que incluye cantidades bastante elevadas de arsénico –unas veinte veces por encima del límite que establece la Organización Mundial de la Salud (OMS) como aceptable para el consumo humano–, probablemente como consecuencia de la actividad volcánica que impera en la zona. Con el tiempo, se ha dado una especie de selección natural. Los individuos menos resistentes tendían a enfermar más y a morir con mayor facilidad. Podría decirse que
tal adaptación era una cuestión de supervivencia, al menos hasta que se extendió la potabilización del agua en la zona.
SUPERVISIÓN
La mayoría de los seres humanos logra distinguir alrededor de diez millones de colores diferentes gracias a los tres tipos de conos presentes en la retina de los ojos. Estas células especializadas son sensibles a la luz de colores específicos. Casi todos somos tricrómatas, es decir, cada una de nuestras tres variedades de conos nos permiten captar uno de los tres colores primarios: el rojo, el azul y el verde. Los millones de ellos que somos capaces de ver resultan de la combinación de los anteriores.
Ahora bien, existe un reducido y poco conocido grupo de individuos –en distintos estudios se considera que podría ser entre el 2 % y el 9 % de la población– que consigue atisbar hasta ¡cien millones de colores distintos! ¿A qué se debe tal superpoder? Estas personas poseen cuatro tipos de conos –de ellas se dice que son tetracrómatas–, un fenómeno ocasionado por una mutación genética en el cromosoma X que influye en cómo se desarrolla la retina. Como bien es sabido, las mujeres cuentan con dos –por su parte, los varones portan un cromosoma X y otro Y–, y, de hecho, este fenómeno se da mucho más frecuentemente entre las féminas.
Aun así, no basta para explicarlo. De hecho, la gran mayoría de los tetracrómatas tienen una visión que podríamos considerar normal. Solo aquellos que están entrenados para distinguir entre una multitud de colores logran percibir un abanico de tonalidades inimaginable para la mayoría. Es el caso de la artista australiana Concetta Antico, la mujer con esta condición más estudiada por la ciencia, cuya sorprendente habilidad echa por tierra nuestra monótona visión. En una entrevista para la BBC, se expuso este ejemplo: piense un característico camino de gravilla, de un sobrio color gris. Para Antico, “las pequeñas piedras sobresaltan de color anaranjado, amarillo, verde, azul y rosa”.
INMUNES A LA MALARIA
Esta enfermedad parasitaria, también conocida como paludismo, está causada por parásitos del género Plasmodium y se transmite a los humanos mediante las picaduras de ciertas especies de mosquito del género Anopheles. Se trata de un grave problema de salud pública en muchos países en desarrollo. En 2016, hubo en todo el mundo 216 millones de afectados; de ellos, 445.000 murieron. Aunque los síntomas pueden ser muy variados, entre los más comunes se encuentran la fiebre –con escalofríos y abundante sudor–, el dolor de cabeza, los vómitos, los dolores musculares y de articulaciones... También pueden aparecer múltiples problemas relacionados con trastornos de la coagulación de la sangre.
Hace un tiempo se observó un hecho curioso en ciertas zonas de África, donde la malaria campa a sus anchas. De hecho, según la OMS, en este continente se dan el 90 % de los casos y el 91 % de los
fallecimientos. Pues bien, pese a encontrarse en zonas especialmente expuestas a la enfermedad, algunos niños no la padecían. Es más, nunca llegaban a sufrirla. Hoy sabemos que ciertas mutaciones genéticas protegen frente a este mal, de modo que aquellos que las poseen son inmunes en mayor o menor medida. En la actualidad, aún no se conocen los mecanismos que favorecen el desarrollo de esta armadura natural, pero se ha averiguado que muchas de las citadas mutaciones tienen algo en común: producen distintas modificaciones de los glóbulos rojos que impiden a los parásitos infectarlos o reproducirse en ellos como harían normalmente. En otros casos, se generan anticuerpos especiales que atacan al parásito.
Algunos investigadores sospechan que la presión evolutiva que esta enfermedad ha ejercido durante largo tiempo, sobre todo en aquellas áreas donde es endémica, ha propiciado que surjan individuos resistentes a la malaria. Como se trata de una ventaja adaptativa en ese entorno, las personas inmunes tienen mayores probabilidades de sobrevivir y tener descendencia, lo que, a su vez, contribuiría a expandir esas mutaciones, y ello a pesar de que, del mismo modo, podrían estar también asociadas con ciertas enfermedades sanguíneas. Aunque se desconoce cuántos individuos con esta capacidad existen en el mundo, sí se sabe con seguridad que se concentran principalmente en las regiones donde la malaria ejerce una mayor presión sobre la población.
UNA FUERZA SOBREHUMANA
En el año 2004, el alumbramiento de un bebé alemán captó la atención de numerosos especialistas en todo el mundo. Nada más nacer, los médicos se dieron cuenta de que era muy musculoso, al menos si se comparaba con otros bebés. Sobre todo, resultaban llamativos sus manos y piernas. De ese modo, se documentó por primera vez en la historia la presencia en un ser humano de dos mutaciones en ambas copias del gen que produce la miostatina (MSTN). En condiciones normales, esta proteína limita el crecimiento del tejido muscular. Sin embargo, las alteraciones que había desarrollado el pequeño eliminaban la producción de la misma, lo que había provocado una hipertrofia de sus músculos. Es más, hacía gala de una fuerza fuera de lo normal.
Su madre, que cuenta con una mutación similar, había sido una atleta que, a su vez, había lucido una considerable fortaleza; no obstante, su hijo rompía todos los esquemas. Se trataba de una auténtica carambola genética: el bebé, como se ha indicado, poseía mutaciones en ambas copias del gen implicado, una heredada por parte de la madre y otra que apareció de forma espontánea. A los cuatro años, este niño, perfectamente sano, ya era capaz de levantar mancuernas de más de tres kilos con sus brazos extendidos; a los seis, su masa muscular era dos veces y media mayor que la que le correspondería por su edad. Además, los médicos eran incapaces de detectar cualquier presencia de miostatina en él.
En 2005, se supo de otro caso parecido: había nacido un bebé con mutaciones en los receptores de MSTN, lo que provocaba que esta no actuara sobre sus músculos y, por tanto, se limitara su crecimiento.
A los cuatro años, un niño “mutante” ya era capaz de levantar pesas de 3 kilos con los brazos extendidos
¿Acabaremos oyendo hablar de estos niños, una vez que se hayan convertido en adultos, por sus proezas en los deportes? De momento, lo que sí está claro es que han ayudando a conocer mejor la función de los genes en el desarrollo anatómico, lo que, en el futuro, podría servir para idear nuevos tratamientos contra ciertas enfermedades musculares.
OÍDO MUSICAL SUPERDOTADO
La capacidad de crear composiciones musicales, con sus melodías y ritmos, y apreciar su belleza nos distingue de la mayoría de las demás especies. Eso sí, entre los propios seres humanos, este tipo de habilidades, que surgen de forma innata, varían sustancialmente. El aprendizaje, la práctica y la experiencia pueden ayudarnos a dominar un instrumento o a cantar mejor, pero es evidente que hay individuos que nacen con muchos más dones para la música, especialmente en lo que se refiere a algunos detalles concretos.
Un ejemplo de lo que acabamos de comentar lo tenemos en las personas provistas de lo que se conoce como oído absoluto. Por lo general, casi todos nosotros tenemos dificultades para identificar una nota musical cuando la escuchamos, al menos si no está acompañada por otra que nos sirva de apoyo y que ya conozcamos. Esto es así incluso en aquellas personas con un nivel de estudios musicales elevado. No obstante, se estima que uno de entre cada cinco mil y diez mil sujetos es capaz de reconocer un do, un fa, etcétera, sin contar con referencias previas de ningún tipo. Esta especial habilidad está relacionada con la capacidad que tienen para memorizar sonidos durante mucho tiempo.
Grandes figuras de la música, como Mozart, Beethoven o Frank Sinatra, poseían ese oído absoluto. De hecho, es célebre la anécdota que protagonizó el primero cuando aún era un niño. Se dice que tras escuchar el chillido de un cerdo gritó: “¡Sol sostenido!”. Su padre, asombrado, decidió confirmar tal cosa. Así, obtuvo con su piano el sonido correspondiente y comprobó que, efectivamente, se trataba de la misma nota.
Como distintas investigaciones acreditan, el talento para la música tiene una importante base genética. En un ensayo publicado en la revista Psychological Science, la neurocientífica Miriam Mosing, del Instituto Karolinska, en Suecia, expone que sin el adecuado bagaje génico de poco sirve que nos esforcemos en practicar cientos o incluso miles de horas con el violín. Para determinarlo, estudió a miles de parejas de hermanos. Así, concluyó que los que eran gemelos mostraban una capacidad parecida a la hora de identificar diferencias entre notas, apreciar una melodía o sentir el ritmo, aunque uno hubiera pasado mucho tiempo tocando un instrumento y otro no lo hubiera hecho nunca. Otros trabajos relacionan estas habilidades con mutaciones en ciertos genes localizados en los cromosomas 2 y 6 que aún no han podido identificarse. No obstante, los expertos todavía discuten hasta qué punto intervienen la genética y el aprendizaje en este sentido. De un modo u otro, todo indica que se necesita cierta preparación musical para que ese oído absoluto se desarrolle por completo.
LIBRES DEL APÉNDICE
El apéndice, ese pequeño órgano con forma de gusano que forma parte del intestino grueso, es un vestigio evolutivo que, en la actualidad, no parece tener una función vital clara. Podría haber quedado ahí como un recuerdo de nuestros antepasados herbívoros, a los que serviría para digerir el alimento. Algunos estudios indican, no obstante, que aún hoy desempeña un cierto papel en la respuesta inmunitaria. En todo caso, rara vez somos conscientes de que está ahí, hasta que se inflama y desarrollamos una apendicitis –tenemos un 8 % de probabilidades de padecer esta enfermedad a lo largo de la vida–, algo que sufren cada año casi 12 millones de personas en todo el mundo; poco más de 50.000 acabarán muriendo por esta causa. Al final, en la mayor parte de los casos en los que se presenta una apendicitis aguda hay que extirpar ese órgano para evitar que se perfore y ocasione una grave infección en la cavidad abdominal.
Sin embargo, existe un pequeño y privilegiado grupo de individuos que están libres de cualquier incordio que pueda provocar el apéndice. Se estima que una de cada 100.000 personas nace sin él y, además, no presenta ningún problema de salud que podría relacionarse con esa carencia. En muchos de los casos, no llegarán a saberlo salvo que, por casualidad, determinadas pruebas médicas de diagnóstico por imagen, como un escáner, o una cirugía en la zona revelen accidentalmente esta característica especial. Desafortunadamente, se desconoce por el momento qué mutación es la que provoca esta peculiaridad anatómica que ya les gustaría tener a muchos.